El señor del Cero (8 page)

Read El señor del Cero Online

Authors: María Isabel Molina

BOOK: El señor del Cero
3.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

José intentaba que comprendieran el sencillo sistema de numeración que los árabes habían copiado de los matemáticos de la India y que permitía efectuar los cálculos mucho más deprisa, pero Gerbert seguía aferrado al uso del ábaco latino y tenía mucha dificultad para comprender el concepto de ausencia de cosas, de vacío, que los árabes conocían con el signo cero, sifr.

José limpió y recogió la pluma que estaba usando y salió fuera. Ferrán le susurró:

—Hay un mensaje para ti, hermano José.

—¿Un mensaje?

—Una monja de Sant Joan te espera en la portería.

José salió a la portería donde una monja, ya mayor, charlaba con el portero y con el hermano despensero delante de una torre de quesos.

—Buenos días, hermana —saludó José—. Yo soy José Ben Alvar.

—Que Dios os guíe, hermano José —respondió la monja hablando muy deprisa—; tenía que traeros estos quesos, ¿sabéis?; ya los probaréis en la cena. Los hermanos ya los conocen; nuestros quesos tienen fama en toda la región; ordeñamos a las ovejas siempre a la misma hora, lo que da al queso un sabor especial más delicado que no tienen los quesos hechos con leche de distintos ordeños. Bueno, pues como tenía que venir, la hermana Emma, con permiso de la abadesa, por supuesto, me encargó que os dijese que tenía un mensaje urgente para vos y que os lo debía dar en persona.

* * *

La monja debía pasar ya de los cuarenta y cinco años y el nacimiento del pelo que se le veía a pesar de la toca era más gris que negro, pero tenía las piernas fuertes y acostumbradas al ejercicio y, mientras bromeaba con Ferrán, caminaba a buen paso por los senderos del bosque que evidentemente conocía muy bien. Detrás de ellos, camino del monasterio de Sant Joan, José jadeaba un poco y su aliento formaba una nube blanca delante de él. Había pedido permiso al abad Arnulf, que había reflexionado un momento antes de acceder.

—¿La hermana Emma? ¿Y qué puede querer la hermana del conde Guillem Tallaferro de un recién llegado? ¿La conoces?

—He hablado en dos ocasiones con ella.

—¿Y sólo por una charla en dos ocasiones tiene un mensaje urgente para ti? ¿De quién es ese mensaje? ¿Por qué ha llegado a Sant Joan y no aquí? ¿Por qué tiene que decírtelo en persona? ¿Por qué no manda un recado escrito? Son demasiadas preguntas sin respuesta. Ve a ver qué quiere la hermana Emma y dímelo después; puede ser importante para todos. Espera. Tal vez no convenga que nadie conozca que existe ese mensaje. Llevarás un escrito mío a la abadesa Adelaida. Eso justificará tu viaje. Que te acompañe Ferrán.

Cuando llegaron a la puerta de Sant Joan, José estaba bañado en sudor a pesar del frío. Ferrán le contemplaba un poco burlón mientras la monja saludaba a la portera y recomendaba:

—Hermana, dadle un poco de agua al hermano José, que viene acalorado. Trae un escrito de su abad para la madre abadesa, pero no podrá entregarlo hasta que recobre el aliento.

Se volvió a los dos monjes y dijo en voz baja:

—Yo avisaré a la hermana Emma.

José bebió ansiosamente el cuenco de agua fresca y luego, un tanto avergonzado, se lo cedió a Ferrán, que reía.

—¿Es más fácil jugar con los números que andar por el bosque?

José rió también.

—Para mí, sí. Pero aprenderé a andar por el bosque igual que aprendí los números.

Emma apareció en la portería. Saludó con una inclinación de cabeza y dijo:

—Seguidme. Os llevaré con la abadesa.

José y Ferrán se inclinaron ante la abadesa Adelaida, que leyó ante ellos la carta del abad Arnulf.

—Vuestro abad desea saber si las hermanas de Sant Joan pueden hilar y tejer el vellón de vuestras ovejas. Decidle que si está dispuesto a pagar por ello, el monasterio de Sant Joan puede aprovisionar de tejidos al monasterio de Santa María. Consultaré con la hermana del ropero para informarle de las cantidades precisas. Hermana Emma, dad de comer a nuestros hermanos mientras preparo la respuesta —colocó una mano en el hombro de Emma—. Es sobrina–nieta mía, así que es mi novicia favorita; Dios me perdonará este pecado.

Se inclinaron y Emma los precedió por el claustro hasta el comedor de huéspedes y les sirvió queso y pan. Luego contempló dudosa a Ferrán.

—Tengo que hablar con vos, José Ben Alvar.

José se levantó de la mesa.

—No tengo hambre.

Ferrán hizo un gesto con la mano; tenía la boca llena. Emma y José salieron al claustro.

—La abadesa Adelaida —comenzó— ha tenido noticias de Aymeric, el arzobispo de Narbona. El rey Lotario quiere enviar un mensaje de amistad al Califa.

—Eso es una buena noticia —dijo cauteloso José—, la paz entre los reyes trae siempre beneficios.

Emma se sentó en uno de los asientos de piedra, junto a la pared. Hacía frío.

—El arzobispo de Narbona tiene autoridad sobre estos monasterios que pertenecen a su archidiócesis. El rey Lotario ha encargado al arzobispo, tal vez a sugerencia del mismo arzobispo, que prepare los obsequios que acompañarán el mensaje al Califa.

José, de pie ante la monja, observaba su inquietud y su perceptible angustia.

—¿Y qué?

—Los obsequios se recaudarán en los condados catalanes. Es como la respuesta por la embajada que los condes enviaron hace dos años. El rey Lotario no puede demostrar su irritación hacia el conde Borrell por haber pactado con el Califa por su cuenta, ya que el conde es demasiado poderoso; así pues, le obliga a un tributo extraordinario: los regalos para el Califa.

José no entendía en qué le afectaba aquello, ni por qué le temblaba la voz a Emma.

—Mi señora, se os ve muy preocupada. Me habéis llamado. No sé para qué. Las noticias políticas no importan en este momento. Decidme en qué os puedo ayudar.

Emma golpeó el suelo con el pie, irritada.

—Dejadme hablar, José Ben Alvar. Si no comprendéis bien, esta entrevista no servirá de nada. Los condados catalanes son fortalezas que guardan la frontera meridional del reino franco. En tiempos del gran emperador Carlos, los condes era gobernadores enviados por la corte. Mi tatarabuelo, el conde Guifré, consiguió que sus hijos heredasen el condado. Ya no dependían del nombramiento del rey de los francos. Ya no podían desposeerles del condado, según la conveniencia, la política o el humor del rey. Eso les dio una gran autonomía. Los hijos y los nietos del tatarabuelo Guifré han aumentado esa autonomía; han luchado contra los ejércitos de los gobernadores árabes de Lérida y Tortosa, han poblado la tierra, han fundado monasterios, concertado alianzas y rendido homenaje al Califa. Han actuado, en suma, como señores independientes y dueños de la tierra. Pero su señor natural es el rey de los francos. Y al rey Lotario, esa actitud, aunque no es lo suficientemente fuerte para evitarla, no le agrada. Le gustaría que le rindiesen un vasallaje efectivo. Que si todos nuestros documentos se encabezan: «Christo imperante, rei Lotarius regnante...» fuese verdad que Nuestro Señor Jesucristo impera y nuestro rey Lotario reina y que su política es la política de nuestros condes.

José ya conocía todo aquello. Se lo había explicado Ibn Rezi. Pero no se lo iba a decir. Preguntó:

—¿Y por qué es el arzobispo de Narbona el encargado de recaudar el tributo?

—Los monasterios de Sant Joan y de Santa María están liberados del dominio de condes y reyes. Sólo dependen de Dios y del Papa. El arzobispo es el representante del Papa. Ejerce jurisdicción sobre Arnulf y todos los otros obispos catalanes. Al arzobispo de Narbona no se le puede negar lo que pida.

Hizo una pausa. José preguntó:

—¿Y tanto representan esos regalos? ¿Qué pueden entregar los monasterios? ¿El vellón de todas esas ovejas que ya no podrán hilar las monjas de Sant Joan?

—No es tema de burla, José. Si el rey Lotario envía al Califa la lana de las ovejas de la alta Cataluña, traerá la pobreza a los condados que comercian con la lana. Pero es que además alguno de sus consejeros ha sugerido al rey Lotario otro obsequio más personal. El arzobispo viene acompañado de hombres de armas del rey que apresarán a todos los hombres, mujeres y niños que han huido de las tierras de los árabes y los entregarán al Califa. Y eso sí os afecta.

José entendió de golpe la urgencia del recado de Emma. El había escapado de Córdoba. Y el arzobispo podía devolverlo a Córdoba en una comitiva de esclavos.

Expresó su duda:

—¿Me delataría el abad Arnulf? Yo traía cartas de recomendación de mi obispo.

Emma se encogió de hombros.

—Arnulf tal vez os proteja. Él es catalán. Pero hay monjes francos en el monasterio. ¿Podéis estar seguro de que alguno de ellos no os delate?

José, sin contestar, se acercó a la fuente que corría en el centro del jardín interior del claustro y se mojó las manos y la cara. El agua estaba helada, pero él sentía calor. Se secó con uno de aquellos pañuelos de tela fina que escandalizaban al hermano Hugo y volvió a donde le esperaba Emma. La angustia y el miedo eran visibles en sus ojos verdes y la palidez de su cara hacía resaltar las pecas como motas sobre un cuenco de leche.

—¿Por qué os preocupáis tanto por un cordobés que sólo habéis visto dos veces en vuestra vida?

Emma alzó las manos para dejarlas caer de nuevo sobre su regazo.

—No sé cómo explicaros el resto; no sois vos el único implicado; además de los fugitivos, de los vellones de lana y de las espadas francas, el rey Lotario quiere enviar un obsequio especial y único: cinco doncellas, escogidas entre las hijas de los condes, para el harén del Califa.

—¿Entre las hijas de los condes? —repitió José—. ¿Y los condes van a estar de acuerdo?

Emma se encogió de hombros con desolación.

—Depende..., depende de qué hija y de qué conde. En ocasiones una hija es un estorbo y un gasto; hay que darle una dote, casarla con alguien de la nobleza porque un matrimonio desigual deshonra a la familia..., y si la esposa del conde no es su madre..., y si los padres han muerto..., si es hija de otra mujer anterior... Incluso puede traer ventajas políticas un matrimonio con un noble cordobés. Mi hermano Guillem está muy ocupado con sus tierras y su esposa; se sintió muy contento de que yo entrara en Sant Joan; se sentirá igual de satisfecho de tenerme en el harén del Califa. Y otros condes que os podría decir pensarán igual que mi hermano.

—¿Vos...? —José no se atrevía a terminar la frase.

—Sí. Yo he sido escogida entre las cinco. Por eso me advirtió la abadesa Adelaida —los ojos se le llenaron al fin de lágrimas—, ¡y yo que no quería casarme!

José comprendió. Para buena parte de las jóvenes cordobesas, sobre todo las de religión musulmana, el pertenecer al harén del Califa no era ningún castigo, pero para Emma, cristiana, catalana y monja, era terrible.

—En los harenes de Córdoba no se maltrata a las mujeres y, por lo que he visto aquí, los hombres de Córdoba son más gentiles y educados con sus mujeres que los del Norte y las casas son más cómodas y se disfruta de más lujos; pero... aunque el rey de los francos os entregue al Califa, eso no quiere decir que os quedéis en su harén. A veces el Señor de los Creyentes regala alguna mujer a sus visires, sus ministros o sus amigos. Iríais al harén de alguno de esos señores, pero no podríais ser la primera mujer porque ninguna cristiana lo es.

—¿Los cristianos en Córdoba tienen también varias mujeres?

—No, por supuesto; pero tampoco todos los seguidores de Mahoma las tienen. Sólo los hombres ricos pueden mantener más de una mujer; claro que siempre están los que se casan con mujeres ricas que aportan ellas los bienes.

Las lágrimas desbordaron los ojos de Emma y rodaron cara abajo hasta parar en la toca.

—¡No quiero ser la esclava de un visir del Califa!

—¿Y qué vais a hacer?

Emma se secó los ojos.

—No sé, tengo hasta la primavera. Mis votos son todavía temporales, ¡ni siquiera eso me protege! La abadesa Adelaida me dejaría marchar antes de que los hombres del arzobispo llegasen al monasterio. Pero, ¿adonde voy? Mi hermano no se opondrá al rey Lotario y no creo que el conde Borrell, que era primo de mi madre, quiera indisponerse con su señor y con mi hermano dándome asilo. El rey podría pedirle a su hermana en mi lugar, ya que él está recién casado y todavía no tiene hijos. Los otros condes ni siquiera son mis parientes. ¿Por qué me iban a proteger?

Escondió la cara entre las manos. Los últimos rayos del sol poniente convertían en fuego los rizos color de cobre que se escapaban de la toca. Las lágrimas le resbalaban entre los dedos; lloraba sin sollozos, como si la angustia y el miedo le rebosasen por los ojos. José no sabía cómo tranquilizarla; le conmovía el valor con que enfrentaba su problema y que hubiese pensado en él y en el riesgo que corría. Se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo. Sentía deseos de decirle que no se preocupase, que él la salvaría, pero aquél no era su país, y él también estaba en peligro. No sabía ni ayudarla ni ayudarse.

Así los encontró Ferrán, cuando después de haber terminado con todo el pan y el queso, salió a la fuente a buscar un sorbo de agua para poder tragar.

9
Intermedio
Noviembre–diciembre del 968

No pudo dormir; dio vueltas en su cama en una esquina del dormitorio de los monjes, procurando no hacer ruido para no despertar a los compañeros; fuera, silbaba la ventisca que cubría de nieve el monasterio. Habían regresado al monasterio después de las vísperas y no había podido hablar con el abad. Durante mucho rato estuvo con los ojos abiertos en la semioscuridad de la habitación mientras intentaba evaluar las noticias que le había dado Emma. Si le devolvían a Córdoba confiaba en que el cadí Ibn Rezi encontrara algún modo de liberarlo, ya que no había ninguna sentencia en contra de él, pero siempre perduraría la primitiva acusación por los supuestos insultos a Mahoma y le volverían a juzgar. Y antes de eso, aquellos hombres del Norte lo habrían tratado como a un esclavo durante meses. ¿Y Emma? ¿A quién se le ocurriría aquella idea loca de enviar cinco doncellas de las casas condales para el harén del Califa? ¡Como si estuviesen en los tiempos antiguos! ¡Al Califa le sobraban las mujeres! ¿A quién podría pedir ayuda? Estaba en tierra extraña y no sabía quién era amigo y quién enemigo. Quién estaba a favor del rey Lotario y quién a favor de los condes. ¿Gerbert? ¿El abad? ¿Ferrán? ¡Y qué más daba! Emma estaba en su tierra, era hermana del conde Guillem y pertenecía a la familia del conde Borrell y estaba atrapada en la misma red.

Other books

An Officer and a Princess by Carla Cassidy
The Edge of Town by Dorothy Garlock
El rey del invierno by Bernard Cornwell
Secret Safari by Susannah McFarlane
Watersmeet by Ellen Jensen Abbott
Anatomy of a Killer by Peter Rabe