El señor del Cero (3 page)

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Authors: María Isabel Molina

BOOK: El señor del Cero
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El abad Arnulf se detuvo en su pasear y su compañero se paró con él. Arnulf era de mediana estatura, fornido, y daba una falsa sensación de gordura. Sus manos eran anchas y fuertes, más de guerrero o campesino que de monje.

—Ató*, escuchad; no es que sea impaciente, es que creo que ha llegado el momento de afirmar nuestra personalidad. La provincia tarraconense era en los tiempos de los antiguos romanos un arzobispado importante, nuestros abuelos creían que su iglesia estaba fundada por el mismo San Pablo. ¿Por qué dependemos ahora de Narbona? Porque tras la invasión de los árabes —se contestó a sí mismo con disgusto— no tenemos gentes ni bienes suficientes para sostener nuestras iglesias, poner manteles en los altares y leer en las celebraciones en libros dignos. ¡Y encima somos sospechosos de herejía! Ya sé que por el momento Tarragona no será dominio cristiano, tiene demasiado poder el Califa de Córdoba. ¡Pero vuestro obispado de Vic es tan importante como Narbona! Por eso creo que es bueno hablar del tiempo. Si Dios nos bendice con buenas cosechas vendrán más hombres a estos valles, repoblaremos la tierra y nuestras iglesias florecerán.

Con una breve risa, ante la irritación de su compañero, el obispo Ató volvió a su pasear; todavía sofocado, Arnulf le acompañó.

—Los tiempos son difíciles, Arnulf. Difíciles para todos los hombres de la Marca Hispánica, sean condes, monjes, guerreros o siervos.

Córdoba es el imperio más fuerte del mundo y nosotros somos la frontera entre Córdoba y los francos. Una frontera despoblada. ¿Y cómo vamos a atraer hombres a estos valles si no tienen seguridad de lograr la cosecha? ¿Cómo van a trabajar? ¿Con una mano en el arado y los ojos en el horizonte? Por eso, hace dos años, los condes enviaron su mensaje de paz al Califa. Nos cuesta buenos tributos, pero necesitamos paz para trabajar y prosperar.

—¿Cómo han aceptado eso en la corte?

—Han disimulado su disgusto. Al rey Lotario no le agrada que sus condes de la Marca envíen tributos al Califa en su propio nombre, pero no tiene fuerza para oponerse. Su situación en el reino no es muy firme desde su segundo matrimonio y el conde Borrell es el señor más poderoso de la Marca. No depende del nombramiento del rey; heredará el condado de su hermano, el conde Miró, y dejará el gobierno y las tierras a sus hijos. Si ofreciera vasallaje a otro señor, el rey Lotario perdería la Marca. Y por otra parte el rey comprende la ventaja de que la paz en la frontera del Sur se pague con un tributo que sale de los propios bienes del conde en lugar de pagarse del tesoro del rey. Cede soberanía a cambio de paz y beneficios económicos. Y la familia del conde Borrell ha sido siempre leal al rey. No ha apoyado jamás ni a los sublevados ni a los intrusos.

El abad Arnulf suspiró.

—Todo es muy complejo.

—Y mientras tanto —continuó el obispo Ató— a nosotros nos queda ganar prestigio y demostrar al mundo nuestra piedad, nuestra cultura y nuestro saber. Y para ello son buenos los viajes; recuerdan a los poderosos nuestra existencia. Cuando estemos preparados, debemos ir a Roma a rezar ante los sepulcros de los apóstoles San Pedro y San Pablo y a presentar nuestro respeto y obediencia al Papa.

—Y aprovechar para pedir una bula de exención.

—Y pedir una bula de exención de impuestos y de servidumbre, en efecto. Pero tenemos que tener paciencia. Entre nuestros monjes hay algunos que no ven con simpatía una mayor autonomía del gobierno de los francos, ya sean obispos o reyes.

El abad Arnulf afirmó:

—Tenéis razón. Incluso entre mis monjes se encuentran partidarios de los francos. Y luego están esos que ven al diablo detrás de cada libro y que encuentran pecado en cada pergamino.

—No todos son así; os quiero presentar a un muchacho que ha venido con nosotros. Es un monje del monasterio de San Geraud d'Aurillac*. Es muy inteligente, ha estudiado la gramática en su monasterio, pero quiere aumentar sus conocimientos de matemáticas y de astronomía en Santa María. Yo también le enseñaré algo de aritmética. ¿Veis, Arnulf? Hasta el monasterio de d'Aurillac ha llegado la fama de vuestra biblioteca y de su ciencia. Ese es el buen camino para conseguir nuestra autonomía de Narbona.

—Será bienvenido.

Hizo un gesto a un muchacho que, hasta entonces, había estado sentado en uno de los arcos del claustro. Tendría unos veinte años y era moreno, de mediana estatura, con los rasgos de la cara afilados y nítidos, como si se la hubiesen tallado con una herramienta. Vestía hábito y se inclinó a besar el anillo del abad Arnulf.

—Arnulf, este es Gerbert d'Aurillac. Desea estudiar en vuestra biblioteca.

Arnulf apoyó la mano sobre la cabeza inclinada:

—Eres bienvenido, Gerbert. Que Dios te bendiga.

4
Córdoba: Tribunal del Califa
Año 357 de la Hégira
(Primavera del 968 para los cristianos)

Ibn Rezi atravesó con paso ligero la sala de espera repleta de gentes que aguardaban y a su paso se apagaron las conversaciones y se hizo un silencio de plomo, pero aparentó no advertirlo. Estaba acostumbrado a las muestras de respeto y en ocasiones de servilismo.

Entró en la sala de audiencias y respondió con brevedad a los saludos de la guardia y a las reverencias de los funcionarios que despachaban asuntos tras sus mesas bajas.

Se acercó a una de las ventanas y miró al exterior a través de las celosías; el cielo era de color azul fuerte y el sol hacía brillar el blanco de cal de los muros de las casas; olía bien, los limoneros estaban en flor en todos los patios.

Con un suspiro, Ibn Rezi se apartó de la ventana y se dirigió a su asiento guarnecido de almohadones; le apetecía más pasear con su hijo bajo los árboles que atender los aburridos asuntos que aquel grupo de escribientes le habría preparado. Hoy era día de audiencia. Los súbditos del Califa podían exponer sus quejas ante su trono un día a la semana, sin intermediarios ni obstáculos. Sólo necesitaban un escrito para solicitar audiencia.

—Bien, ¿qué hay?

El secretario se acercó con una caja llena de rollos.

—Esto es lo más urgente, señor.

Ibn Rezi comenzó a leer y a firmar y sellar documentos; desde que la población de Córdoba había aumentado tanto, el Califa no podía atender personalmente a los que deseaban presentarle sus problemas y había nombrado cuatro jueces elegidos especialmente para que atendieran al pueblo. Ibn Rezi, cadí elegido por el Califa para su «diván» o consejo, era un hombre respetado por su virtud y su justicia; conocía las distintas lenguas y alfabetos y podía leer las leyes de otros pueblos en su idioma original.

Tras la firma de los documentos el secretario hizo pasar a los primeros de los que aguardaban. A pesar de los cuatro jueces, hombres y mujeres hacían cola desde las primeras horas del día.

Durante dos horas, Ibn Rezi escuchó a dos mujeres que discutían por su derecho a un puesto en el lavadero público, a un hombre que tenía una herida en la cabeza por la caída de una maceta y resolvió un litigio por la prioridad en el uso del agua de riego. El cadí era un hombre justo, consciente en todo momento de que estaba en el lugar del Califa y que hasta los más pobres tenían derecho a una justicia rápida, barata y clara, sin trámites ni esperas, ejercida por su señor, al que él representaba.

El secretario avisó en un susurro:

—Señor, está aquí el poderoso Solomon Ben Zahim.

Ibn Rezi se irritó ante la presentación.

—¿Y quién es el poderoso Solomon Ben Zahim?

—¡Señor! Sus huertos se extienden hasta la sierra y sus caravanas llevan mercancías hasta Bagdad. Dicen que es uno de los hombres más ricos y piadosos de Córdoba. Ha entregado cuantiosos donativos para la mezquita.

—Lo sé. Pero en este tribunal Solomon Ben Zahim es tan poderoso como esas dos mujeres que discutían por un puesto en el lavadero.

El secretario se inclinó en una sumisa reverencia:

—Perdón, señor. No he querido decir...

—Sé lo que no has debido decir —cortó seco el cadí—. Haz pasar a Ben Zahim y sepamos qué le trae al tribunal del Califa.

Solomon Ben Zahim era un hombre de unos cuarenta años, bajo y corpulento, que había acumulado grasa en el vientre. Hizo una trabajosa reverencia en el umbral, avanzó por la sala y se inclinó de nuevo en una profunda zalema ante el estrado del cadí.

Ibn Rezi hizo un gesto con la mano.

—Habla.

Solomon Ben Zahim adoptó un tono de voz suave y obsequioso, aunque la colérica expresión de sus ojos desmentía su voz.

—La fama de tu justicia se comenta por todas las calles de Córdoba, ilustre cadí. Por eso he venido a tu tribunal a presentar una denuncia a la que me obliga mi conciencia de creyente.

Ibn Rezi alzó las cejas.

—¿Y a qué te obliga tu conciencia de creyente?

—He oído maldecir del Profeta. ¡Su nombre sea bendito!

—¡Sea bendito! —repitió el cadí.

—He oído a un cristiano expresar su desdén hacia el Profeta con palabras tales que mi devoción me impide repetirlas.

La desaprobación de Ibn Rezi se transparentaba en su voz a pesar de todo su control.

—¿A quién oíste tan terrible blasfemia?

—A José Ben Alvar, un muchacho estúpido y vanidoso que progresa en la ciencia gracias a las escuelas y la bondad del Señor de los Creyentes. ¡Alá le aumente los días!

—Ese cristiano merece un severo castigo, desde luego, pero, si es un muchacho, tal vez todo sea una imprudencia debida a los pocos años.

—¡Es un cristiano, hijo de cristianos! ¡Hay que acabar con esa raza maldita!

—Son pueblos del Libro*. El Profeta nos ordena respetarlos.

—Hacen propaganda de su idolatría por calles y plazas.

—Eso está castigado por la ley. ¿Cómo sabes tú tanto de ese cristiano?

—Mi hijo estudia en la misma escuela que ese ingrato muchacho. Toda la escuela ha escuchado sus insultos hacia nuestro Profeta. No será difícil encontrar testigos si se investiga.

—Así se hará. Te avisaremos si hay otros interrogatorios. Confía en la justicia del Califa, Solomon Ben Zahim.

Con un gesto, Ibn Rezi despidió al mercader, que salió entre reverencias. Y con una seguridad hija de su experiencia y sabiduría, dijo a su secretario:

—Ese hombre miente.

—Es poderoso, señor, y afirma que tiene testigos.

—Es rico y poderoso y puede tener testigos de cualquier cosa que le beneficie. Pero no dice verdad.

El secretario contempló dudoso al cadí.

—Tú eres más sabio, señor. Pero la blasfemia contra el Profeta es asunto grave en estos cristianos que viven y prosperan por la benignidad del Califa*. ¡Alá prolongue sus días!

Ibn Rezi se levantó de su asiento.

—Ordena que se envíe por ese muchacho y por los testigos para tomarles declaración. No creo que me tengas que enseñar cómo hacer justicia. Yo velaré por el respeto al Profeta, ¡su nombre sea bendito!, como cadí del Califa que soy.

* * *

—¿Cuál es tu nombre?

José tragó algo invisible y muy duro antes de responder. Estaba asustado y se le notaba; intentaba disimularlo con una juvenil altanería un punto insolente, pero no lo conseguía.

—Mi nombre es José Ben Alvar, señor.

—¿Edad?

—Dieciocho años, señor.

Ibn Rezi consultó un pergamino sin perder de vista al muchacho. José Ben Alvar era alto, había crecido de prisa y ya tenía más estatura que muchos hombres, moreno de piel, con el pelo oscuro y rizado y los ojos negros; estaba bastante delgado, se le marcaban los huesos.

—Eres cristiano.

No era una pregunta, sino una afirmación. En realidad Ibn Rezi no necesitaba preguntar nada. Todo lo que le hacía falta saber estaba ya escrito en sus informes. Pero las preguntas formaban parte de la técnica del tribunal.

José volvió a tragar su propio miedo, pero su voz fue firme.

—Sí, señor.

—¿Qué estudias?

—Las cuatro ciencias, señor. Mi maestro cree que puedo progresar en aritmética, geometría y astronomía. Yo me esfuerzo en aprovechar sus enseñanzas y sabiduría.

Tras la cortesía de la expresión, el brillo de sus ojos negros mostraba que se sentía orgulloso de sí mismo.

Ibn Rezi sonrió levemente.

—Eso mismo dicen tus maestros —hizo una pausa—. ¿Te llaman Sidi Sifr, «el señor del cero»?

Una oleada de sangre encendió el rostro del muchacho y el cadí comprobó satisfecho que había perdido el aplomo.

—Es una broma de mis compañeros, una broma de estudiantes, señor. Me llaman Sidi Sifr porque tengo mucha facilidad para el cálculo según lo enseña en sus libros el sabio AlKowarizmi*.

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