—De acuerdo —respondió Belgarath después de reflexionar un momento—, pero ten cuidado y no te metas en ninguna taberna.
—Esos paraísos no existen en Mal Yaska, Belgarath —suspiró Feldegast—. Los grolims son muy estrictos y prohíben ciertos placeres.
El comediante tiró del ronzal de su mula y comenzó a cruzar la pradera en dirección a las negras murallas de la ciudad de Urvon.
—¿No es una contradicción? —preguntó Sadi—. Primero dice que es demasiado peligroso entrar en la ciudad y luego se dirige a ella.
—Él sabe lo que hace —le aseguró Belgarath—. No corre ningún peligro.
—Mientras esperamos, podríamos comer algo —sugirió Polgara.
El anciano asintió, los condujo hacia un campo cercano y desmontó.
Garion arrojó la lanza, se quitó el casco de su sudorosa cabeza, y contempló desde lejos el centro del poder eclesiástico de Mallorea.
La ciudad era grande, no tanto como Mal Zeth; las murallas, altas y gruesas; las torres, que se elevaban en el interior, toscas y cuadrangulares. La ciudad tenía un aspecto desagradable y parecía rodeada de un aura amenazadora, como si los siglos de crueldad y derramamiento de sangre hubieran quedado grabados en las propias piedras. Desde algún lugar del centro de la ciudad se alzaba una columna de humo negro y Garion creyó oír el lejano y sordo tañido del gong del templo de Torak, como un eco que llegaba por encima del campo de refugiados. Por fin suspiró y giró la cabeza.
—No durará para siempre —dijo con firmeza Eriond, que se había aproximado a él—. Ya estamos llegando al final. Todos los altares serán derribados y los cuchillos de los grolims se oxidarán.
—¿Estás seguro, Eriond?
—Sí, Belgarion, segurísimo.
Feldegast regresó poco después, apenas acabada su comida fría. El hombrecillo tenía una expresión sombría.
—Creo que esto es más serio de lo que esperaba, venerable anciano —informó mientras desmontaba—. Los chandims controlan toda la ciudad y los guardianes del templo reciben órdenes de ellos. Los grolims fieles a la tradición se han escondido, pero los galgos de Torak los buscan y los matan en cuanto los encuentran.
—Me resulta difícil apiadarme de los grolims —murmuró Sadi.
—Yo también puedo soportar su dolor —asintió Feldegast—, pero en el mercado se rumorea que los chandims, sus perros y los guardianes del templo también se dirigen hacia la frontera de Katakor.
—¿A pesar de los karands y los demonios de Mengha? —preguntó Seda.
—Eso es lo que no consigo entender —respondió el comediante—. Nadie ha sabido explicarme por qué, pero los chandims y los guardianes no parecen preocupados por Mengha ni por su ejército de demonios.
—Tal vez hayan llegado a algún tipo de acuerdo —dijo Seda.
—Ya teníamos razones para sospechar algo así —le recordó Feldegast.
—¿Una alianza? —preguntó Belgarath, ceñudo.
—Es difícil asegurarlo, venerable anciano, pero Urvon es un intrigante y siempre ha tenido conflictos con el trono de Mal Zeth. Si ha conseguido controlar a Mengha, será mejor que Zakath comience a prepararse para la defensa.
—¿Urvon está en la ciudad? —preguntó Belgarath.
—No. Nadie sabe adonde ha ido, pero no está en el palacio.
—Es muy extraño —dijo Belgarath.
—Así es —asintió el comediante—, pero cualesquiera que sean sus planes, creo que una vez que hayamos cruzado la frontera de Katakor debemos tener mucho cuidado. Entre los galgos, los guardianes del templo, los karands y los demonios, va a ser muy peligroso acercarse a la casa de Torak en Ashaba.
—Es un riesgo que tendremos que correr —afirmó el anciano con aire sombrío—. Iremos a Ashaba y si alguien se interpone en nuestro camino, sea galgo, humano o demonio, no tendremos más remedio que enfrentarnos a él.
Se alejaron de la siniestra ciudad de los grolims bajo un cielo encapotado, seguidos por la mirada sospechosa de los guardias vestidos con armaduras y de los grolims encapuchados asomados a las murallas.
—¿Crees que nos perseguirán? —preguntó Durnik.
—No es muy probable —respondió Sadi—. Mira a tu alrededor. Hay miles de personas acampadas y dudo que los guardias o los grolims se tomen la molestia de seguirlos cuando se vayan.
—Supongo que tienes razón —asintió el herrero.
Al atardecer ya estaban bastante lejos de Mal Yaska y los picos coronados de nieve de Katakor se alzaban como una amenaza sobre ellos, recortados sobre las nubes grises que se extendían rápidamente desde el oeste.
—¿Quieres que nos detengamos a pasar la noche antes de cruzar la frontera? —le preguntó Feldegast a Belgarath.
—¿Cuánto falta para llegar?
—Muy poco, venerable anciano.
—¿La frontera está vigilada?
—Por lo general, sí.
—Seda —ordenó el anciano hechicero—, adelántate para echar un vistazo. —El hombrecillo hizo un gesto de asentimiento y se alejó de allí al galope—. Bueno —continuó, haciendo una señal de alto para que le oyeran bien—, todas las personas que vimos esta tarde se dirigían hacia el sur; nadie huye hacia Katakor. Ahora bien, un hombre que escapa no suele detenerse si ve una frontera, por lo tanto es muy probable que no haya nadie en varios kilómetros a la redonda del otro lado de la frontera de Katakor, así que si no encontramos vigilancia, la cruzaremos y pasaremos la noche allí.
—¿Y si la frontera está vigilada? —preguntó Sadi.
—La cruzaremos de todos modos —respondió Belgarath con una mirada inexpresiva.
—Eso significa que tendremos que luchar.
—Así es. Ahora sigamos, ¿de acuerdo?
Seda regresó quince minutos después.
—Hay unos diez guardias en la frontera —informó.
—¿Crees que es posible sorprenderlos? —preguntó Belgarath.
—Tal vez, pero el camino que conduce allí es recto y llano a lo largo de más de un kilómetro a cada lado del puesto fronterizo.
El anciano maldijo entre dientes.
—Muy bien —dijo—, tendrán tiempo de llegar a sus caballos, pero no debemos darles la oportunidad de que se organicen. Recordad lo que dijo Feldegast sobre guardar la compostura. No corráis riesgos. Quiero que derribéis a todos esos guardias en el primer ataque. Pol, tú quédate atrás con Eriond y las damas.
—Pero... —comenzó a protestar Velvet.
—No discutas, Liselle, al menos por esta vez.
—¿No sería mejor que Polgara los durmiera como hizo con los espías de Mal Zeth? —preguntó Sadi.
—Hay algunos grolims entre los guardias —respondió Belgarath—, y ese truco no funciona con ellos. Esta vez tendremos que hacerlo por la fuerza.
Sadi asintió con un gesto de amargura, desmontó y recogió del camino una gruesa rama. Luego la golpeó con fuerza contra el suelo, como para comprobar su solidez.
—Quiero dejar bien claro que ésta no es mi forma preferida de hacer las cosas —dijo.
Los demás también desmontaron y se armaron con palos y ramas. Luego continuaron su camino.
La frontera estaba señalizada por un refugio de piedras pintadas de blanco y una valla del mismo color sostenida sobre dos postes situados a ambos lados del camino. Junto al refugio había una docena de caballos amarrados a una estaca y varias lanzas apoyadas contra la pared. Un guardia vestido con cota de malla caminaba de un extremo a otro de la entrada con la espada sobre el hombro.
—Muy bien —dijo Belgarath—, démonos toda la prisa posible. Tú espera aquí, Polgara.
—Creo que será mejor que yo vaya delante —sugirió Garion con un suspiro.
—Esperábamos que te ofrecieras voluntario —respondió Seda con una sonrisa tensa.
Garion ignoró el comentario. Cogió el escudo, se puso el casco y apoyó el cuento de la lanza sobre el estribo.
—¿Estáis todos listos? —preguntó mirando a su alrededor.
Luego inclinó la lanza hacia adelante y clavó los talones sobre los flancos del caballo.
El guardia del paso fronterizo miró con asombro al grupo atacante, corrió hacia la puerta del refugio y alertó a sus camaradas. Luego se montó con torpeza en su caballo, se inclinó para recoger su lanza y se dirigió al camino. Los demás guardias salieron del refugio preparando sus armas y chocando entre sí.
Garion llegó junto al refugio antes de que los demás guardias alcanzaran a montar, de modo que el hombre que custodiaba la entrada tuvo que enfrentarse con él a solas.
El resultado era previsible. Después de que Garion derribara a su primer oponente, otro guardia se acercó a él al galope, pero el joven rey no le dio tiempo a prepararse para el golpe o a desviar su caballo. El terrible impacto arrojó al individuo fuera del caballo, y el animal tropezó con su cuerpo, relinchando y pateando enardecido.
Garion intentó detenerse, pero Chretienne se había desbocado. Saltó el poste de la entrada con un movimiento ágil y elegante y corrió a galope tendido. Garion se inclinó, tiró de una oreja de su caballo pardo y le gritó que parara. El animal, desconcertado, se detuvo de una forma tan brusca que su grupa rozó el suelo.
—La pelea es allí —le dijo Garion al caballo—, ¿o ya lo has olvidado?
Chretienne le respondió con una mirada de reproche, pero se giró y volvió a saltar la valla.
Con la rapidez del ataque, los amigos de Garion no habían dado oportunidad a los guardias de que se defendieran con sus lanzas. Durnik golpeó la visera de un guardia con el mango de su hacha y se la abolló de tal forma que se encalló, tapándole los ojos. El caballero cabalgó en círculos, cogiéndose la visera con ambas manos, hasta que chocó con una rama y cayó al suelo.
Seda esquivó el golpe de revés de una espada, se inclinó para coger una de sus dagas y cortó limpiamente la cincha de su contrincante. El caballo del guardia saltó hacia adelante, descabalgando a su jinete, que cayó en medio del camino con silla y todo. Entonces el nombre se puso de pie con la espada desenvainada, pero Feldegast se aproximó por la espalda y lo arrojó otra vez al suelo de un temible golpe de su maza guarnecida de plomo.
Fue Toth, sin embargo, el que se llevó la parte más comprometida. Tres guardias rodearon al gigante y mientras Chretienne saltaba la valla por segunda vez, Garion vio al mudo agitando su maza como alguien que nunca ha tenido una en sus manos. Pero cuando los hombres se aproximaron más a él, Toth pareció recuperar su destreza como por arte de magia. Su pesada maza giró en círculos borrosos y un guardia cayó al suelo retorciéndose y llevándose las manos a las costillas rotas, otro fue alcanzado en el estómago con el mango de la maza y se dobló en dos, mientras el tercero levantaba su espada con desesperación. Sin embargo, Toth le arrancó el arma de la mano y lo levantó cogiéndolo de la cota de malla. Garion pudo oír con claridad el sonido metálico que produjo la mano de Toth al cerrarse. Luego el gigante miró a su alrededor y arrojó al guardia contra un árbol con tanta fuerza que provocó una verdadera lluvia de hojas.
Los tres guardias restantes comenzaron a retroceder con la intención de ganar espacio para usar sus lanzas, sin darse cuenta de que Garion se acercaba por detrás.
Mientras Chretienne se aproximaba al inocente trío, Garion tuvo una idea. Giró su lanza de costado, de modo que al quedar apoyada sobre la montura se estrellara contra las espaldas de los guardias. La elástica rama de cedro arrojó a los tres individuos por encima de las cabezas de sus caballos. Antes de que pudieran incorporarse, Sadi, Feldegast y Durnik se echaron sobre ellos y la pelea acabó con tanta rapidez como había comenzado.
—Nunca había visto usar una lanza de ese modo —le dijo Seda a Garion con alegría.
—Es un sistema que acabo de inventar —respondió Garion con una sonrisa de satisfacción.
—Estoy seguro de que habrá una docena de reglas que desaconsejen tu sistema.
—Entonces no deberíamos divulgarlo.
Mientras tanto, Durnik miraba a su alrededor con aire pensativo. El suelo estaba cubierto de guardias inconscientes o quejándose de sus huesos rotos. Sólo el hombre al que Toth había golpeado en el estómago seguía sobre la silla, aunque estaba inclinado hacia adelante intentando recuperar el aliento.
Durnik se acercó a él.
—¿Me permites? —dijo amablemente mientras le quitaba el casco y le asestaba un golpe en la cabeza con el mango del hacha.
El guardia se cayó del caballo con los ojos en blanco. Belgarath se echó a reír a carcajadas.
—¿Me permites? —se burló.
—No hay necesidad de ser descortés —respondió Durnik con sequedad.
Mientras tanto, Polgara descendía la colina tranquilamente, seguida por Ce'Nedra, Velvet y Eriond.
—Muy bien, caballeros —los felicitó sin quitar ojo a los guardias caídos. Luego se dirigió a la valla blanca—. Garion, por favor, ¿te importaría abrirla?
Garion rió, se dirigió a la puerta con Chretienne y derribó la valla de un puntapié.
—¿Qué hacías saltando vallas en medio de la pelea? —preguntó ella con curiosidad.
—No fue idea mía —respondió él.
—¡Oh! —dijo ella mirando con ojo crítico al voluminoso corcel—, creo que ya comprendo.
De algún modo, Chretienne se las ingenió para parecer avergonzado.
Atravesaron la frontera mientras el cielo gris y sombrío comenzaba a oscurecerse de forma casi imperceptible.
—¿Te molestaría pasar la noche en una cueva de contrabandistas, a pocas leguas de aquí?
—No —respondió Belgarath con una sonrisa—, no me molestaría lo más mínimo. Cuando necesito una cueva, no me preocupo por lo que hacen sus habitantes. —Dejó escapar una risita—. Una vez, compartí una cueva con un oso dormido durante una semana. La verdad es que, una vez que me acostumbré a sus ronquidos, resultó una compañía bastante agradable.
—Estoy seguro de que es una historia fascinante, y me encantaría oírla, pero se acerca la noche. Ya me la contarás después de cenar. ¿Nos vamos?
El comediante hundió los talones en los flancos de su mula y los guió a galope por un camino pedregoso, bajo la luz mortecina del atardecer.
Al llegar a las primeras estribaciones encontraron un camino descuidado flanqueado por pinos de aspecto lóbrego. El camino, aunque sembrado de huellas que se dirigían al sur, estaba desierto.
—¿A qué distancia está esa cueva? —le preguntó Belgarath a Feldegast.
—No muy lejos, venerable anciano —le aseguró Feldegast—. Un poco más adelante hay un desfiladero que cruza el camino. Está cerca de allí.