—¿Podemos estar seguros de que los karands son hombres de Mengha?
—Él ha ganado el control de todo Katakor y los únicos karands armados de la zona están bajo su autoridad. Urvon y sus chandims controlan a los guardianes y a los galgos. Si ves karands y galgos juntos, como los vimos ayer, puedes sospechar que existe una alianza, pero si ves fanáticos karands escoltados por guardianes armados, no puede quedarte ninguna duda.
—¿Qué está tramando ese loco? —murmuró Belgarath.
—¿Quién? —preguntó Seda.
—Urvon. Ha hecho bastantes estupideces en su vida, pero nunca había tenido tratos con demonios.
—Tal vez fuera porque Torak lo prohibía —sugirió Feldegast—, pero ahora que el dios ha muerto, no hay ningún impedimento para hacerlo. Si el enfrentamiento entre la Iglesia y el trono que se ha estado gestando durante todos estos años llegara a producirse, los demonios podrían constituir un factor decisivo.
—Bien —refunfuñó Belgarath—, ahora no tenemos tiempo para analizar la situación. Vayamos a buscar a los demás y sigamos adelante.
Cruzaron a toda prisa el camino por el que habían pasado los guardianes y los karands y continuaron cabalgando por la estrecha senda. Unos cuantos kilómetros más allá subieron a la cima de un monte que había sido incendiado tiempo atrás. Al final de la meseta, poco antes de llegar a una serie de abruptos riscos, un edificio negro se alzaba como si fuera una montaña. Estaba coronado por siniestras torres y rodeado de una muralla con almenas, cubierta de vegetación.
—Ashaba —anunció Belgarath con una mirada pétrea.
—Creí que eran unas ruinas —dijo Seda, sorprendido.
—En parte lo son, según me han dicho —respondió el anciano—. Las plantas superiores no están habitables, pero la planta baja ha permanecido más o menos intacta. Hace falta mucho tiempo para que el viento y la lluvia derriben una casa de ese tamaño.
El anciano hechicero hundió los talones en los flancos de su caballo y comenzó a descender del monte, en dirección al bosque agitado por el viento.
Cuando llegaron al claro que rodeaba la casa de Torak, comenzaba a oscurecer. Garion notó que la vegetación que cubría las murallas del tenebroso castillo consistía sobre todo en zarzas y en hiedras de tallo grueso. Los cristales de las ventanas habían sucumbido a las inclemencias del tiempo y los huecos vacíos parecían mirar al claro como las cuencas de los ojos de una oscura calavera.
—Y bien, padre —intervino Polgara.
Belgarath se rascó la barba, atento a los aullidos de los galgos en el bosque.
—Si no te importa aceptar un consejo, mi anciano amigo —dijo Feldegast—, creo que sería mejor esperar a que oscureciera antes de entrar. Si hubiera vigilantes en la casa, la noche nos ocultaría. Además, si la casa está ocupada, cuando oscurezca encenderán luces, lo cual nos dará una idea de lo que debemos esperar.
—Tiene razón, Belgarath —asintió Seda—. No me parece conveniente asaltar una casa hostil a la luz del día.
—Eso es porque tienes alma de ladrón. Sin embargo, tal vez tengáis razón. Escondámonos en el bosque y esperemos a que oscurezca.
Aunque en las praderas de Rakuth y Venna el tiempo había sido cálido y primaveral, en las montañas karands todavía hacía frío, pues en esta zona alta el invierno aún no había acabado de retirarse. El viento soplaba con fuerza y bajo los árboles todavía quedaban algunas obstinadas montañitas de nieve sucia.
—¿Creéis que la muralla que rodea la casa nos causará problemas? —preguntó Garion.
—No, a no ser que alguien haya reparado las puertas —respondió Belgarath—. Cuando Beldin y yo vinimos aquí después de la batalla de Vo Mimbre, estaban cerradas y tuvimos que derribarlas para entrar.
—Creo que entrar por las puertas no es una buena idea, Belgarath —dijo Feldegast—. Si la casa está ocupada por chandims, karands o guardianes del templo, las puertas estarán vigiladas e incluso en la noche más oscura hay algo de luz. Sin embargo, en el ala este del castillo hay una poterna que conduce a un patio interior que se llenará de sombras en cuanto llegue la noche.
—¿No estará cerrada? —preguntó Seda.
—Sin duda, príncipe Kheldar, pero la cerradura no ofrecerá ninguna dificultad a un hombre de mi destreza.
—Entonces ¿ya has estado ahí dentro?
—Me gusta curiosear en las casas abandonadas de vez en cuando. Uno nunca sabe lo que sus habitantes pueden haber olvidado y encontrar cosas suele ser tan agradable como ganarlas o robarlas.
—Estoy completamente de acuerdo —asintió Seda.
Durnik volvió desde el extremo del bosque donde había estado vigilando la casa, con una mueca de preocupación en la cara.
—No estoy muy seguro —dijo—, pero creo haber visto salir humo de las chimeneas del castillo.
—Yo iré contigo y echaremos un vistazo —sugirió el comediante, y los dos se internaron entre las oscuras sombras de los árboles.
Regresaron después de unos minutos y Durnik parecía disgustado.
—¿Humo? —preguntó Belgarath.
Feldegast negó con la cabeza.
—Murciélagos —respondió—, miles de murciélagos. Las pequeñas bestias salen de las torres formando grandes nubes negras.
—¿Murciélagos? —exclamó Ce'Nedra mientras se llevaba las manos al pelo por puro instinto.
—Es normal —dijo Polgara—. Los murciélagos anidan en sitios protegidos y las ruinas o casas abandonadas son el lugar ideal para ellos.
—¡Pero son tan feos! —declaró Ce'Nedra estremeciéndose.
—Sólo son ratones que vuelan, cariño —respondió Feldegast.
—Los ratones tampoco me gustan.
—Te has casado con una mujer muy quisquillosa, joven amigo —le dijo Feldegast a Garion—, llena de prejuicios y aversiones irracionales.
—¿Habéis visto alguna luz en el interior de la casa? —preguntó Belgarath—. Eso es lo más importante.
—Ni siquiera un pequeño resplandor, venerable anciano, pero la casa es muy grande y en el interior hay habitaciones que no tienen ventanas. Como recordarás, Torak odiaba el sol.
—Antes de que oscurezca del todo, avancemos entre los árboles hasta acercarnos a la poterna que has mencionado —sugirió el anciano.
Bordearon el claro que rodeaba la casona negra, ocultos entre el follaje, y espiaron con cautela al otro lado del bosque cuando las últimas luces del atardecer comenzaban a desvanecerse en el cielo plomizo.
—No puedo distinguir la poterna —murmuró Seda con la vista fija en la casa.
—Está semioculta —respondió Feldegast—. Las hiedras son capaces de cubrir un edificio entero en pocos siglos. No te preocupes, príncipe Kheldar, conozco el camino y podría encontrar la entrada a la casa de Torak en la más oscura de las noches.
—Es muy probable que los galgos vigilen la zona cuando oscurezca, ¿verdad? —dijo Garion, y se volvió hacia Sadi—. Espero que no hayas usado todo el polvo.
—Queda más que suficiente, Belgarion —sonrió el eunuco mientras acariciaba su bolsa—. Si espolvoreamos un poco en la poterna, podremos estar seguros de que nadie nos seguirá.
—¿Qué te parece? —preguntó Durnik mientras alzaba la vista hacia el cielo.
—Ya es la hora —gruñó Belgarath—. Debemos entrar.
Condujeron sus caballos a través del claro cubierto de malezas hasta llegar a la siniestra muralla.
—Por aquí —dijo Feldegast en voz baja mientras palpaba las rugosas piedras de la muralla.
Lo siguieron durante varios minutos, guiados por el suave crujido de sus pies entre las hierbas más que por la vista.
—Ya llegamos —dijo Feldegast con satisfacción.
Había una entrada baja y arqueada en la pared, semioculta por la hiedra y las zarzas, a la que Durnik y el gigante Toth se acercaron despacio para no hacer ruido, apartando las ramas para permitir entrar a los demás con los caballos. Luego los siguieron y volvieron a poner la hiedra en su sitio para disimular la entrada.
El interior estaba totalmente oscuro y olía a moho y a humedad.
—¿Podrías dejarme tu pedernal, el eslabón y la yesca otra vez, amigo Durnik? —murmuró Feldegast.
Agachado para ocultar con su cuerpo el más mínimo resplandor, el hombrecillo frotó el pedernal contra el eslabón. Se oyó un suave chasquido metálico, seguido por una lluvia de chispas. Después de un instante, Feldegast sopló la yesca, produciendo una pequeña llama, y abrió una lámpara cuadrangular que había cogido de una hornacina empotrada en la pared.
—¿Crees que es conveniente llevar esa lámpara? —preguntó Durnik mientras el comediante encendía la vela de la lámpara y le devolvía el pedernal y el eslabón al herrero.
—La lámpara tiene una buena pantalla, amigo —respondió Feldegast—, y ahí dentro está más oscuro que en el interior de tus botas. Confía en mí, pues voy a mantenerla tan escondida que nadie notará su resplandor.
—¿No es lo que llaman una lámpara de contrabandistas? —preguntó Seda con curiosidad.
—Bueno —respondió Feldegast, ofendido—, yo no la llamaría así. Es una expresión un tanto deshonrosa.
—Belgarath —dijo Seda con una risita—, creo que tu amigo tiene un pasado más dudoso de lo que creíamos. Ya me preguntaba yo por qué me caía tan bien.
Feldegast había cerrado las paredes metálicas de la pequeña lámpara, permitiendo que apenas un débil resplandor iluminara el suelo delante de sus pies.
—Seguidme —les dijo—, la poterna atraviesa la muralla hasta llegar a la reja que la bloquea. Luego gira hacia la derecha, un poco más allá a la izquierda y, por fin, sale al patio de la casa.
—¿Por qué tiene tantos recovecos y tantas curvas? —preguntó Garion.
—Torak era un tipo muy retorcido, ¿no lo recuerdas? Creo que odiaba las líneas rectas tanto como el sol.
Siguieron la débil luz de la lámpara. Las hojas secas arrastradas por el viento formaban una gruesa alfombra en el suelo y amortiguaban el ruido de los cascos de los caballos.
La reja que bloqueaba el pasadizo era una pesada estructura de hierro ya oxidado. Feldegast manipuló la cerradura y un instante después ésta cedió con un chasquido.
—Mi gigantesco amigo —le dijo a Toth—, ahora debemos recurrir a tu fuerza. Te advierto que la puerta es muy pesada y que los goznes estarán tan oxidados que no podrás abrirla con facilidad. —Hizo una pequeña pausa—. Eso me recuerda que..., ¿en qué estaré pensando? Es preciso hacer algo para disimular el terrible ruido que hará la verja al abrirse. —El hombrecillo se volvió hacia los demás—. Coged con fuerza las riendas de vuestros caballos —les aconsejó—, pues es muy probable que se asusten.
Toth apoyó sus manos sobre la reja y miró a Feldegast, expectante.
—¡Ahora! —exclamó el comediante, y de inmediato alzó la barbilla y aulló, imitando a la perfección los aullidos de los galgos que merodeaban por el bosque.
Mientras tanto, el gigante giró despacio la verja sobre sus oxidados y ruidosos goznes.
Chretienne piafó y retrocedió, asustado por el horrible aullido, pero Garion sujetó las riendas con fuerza.
—Un truco muy ingenioso —dijo Seda con admiración.
—De vez en cuando tengo buenas ideas —admitió Feldegast—. Con todos esos perros aullando ahí fuera, un ladrido más no llamará la atención, pero el ruido de los goznes podía haber tenido un efecto muy distinto.
Los condujo a través de la reja abierta hacia un oscuro y húmedo pasadizo que torcía hacia la derecha. Un poco más adelante, el pasillo volvía a desviarse, esta vez hacia la izquierda. Antes de doblar la esquina, el comediante apagó la lámpara y quedaron sumidos en la más absoluta oscuridad.
—Nos aproximamos al patio principal —murmuró—. Es hora de callar y andar con cautela. Si hay gente en el interior de la casa, sin duda estarán vigilando para que no entre nadie. Creo que sería conveniente atar los caballos a una baranda que hay contra aquella pared. Sus cascos harían mucho ruido sobre las piedras del patio y no es lógico que se paseen por los pasillos de este maldito lugar.
Todos ataron las riendas de los caballos a una oxidada baranda de hierro y luego avanzaron en silencio por el pasadizo. Al otro lado de la curva del pasillo, la oscuridad no era tan profunda. No había luz, desde luego, pero las sombras ya no parecían tan opresivas. Llegaron a la puerta interior de la poterna y se encontraron ante la tenebrosa casa que se alzaba al otro lado del patio. En aquella siniestra construcción no había un solo rasgo de elegancia. Daba la impresión de que sus constructores desconocían el significado de la palabra belleza y que con la ostentosa fealdad de la casa sólo habían pretendido reflejar la arrogancia de su dueño.
—Bien —dijo Belgarath con un melancólico murmullo—, eso es Ashaba.
Garion observó la oscura casa que tenía ante sus ojos con una mezcla de aprensión y ansiedad.
Entonces algo le llamó la atención y asomó la cabeza para mirar la fachada de la casa, al otro lado del patio. En una ventana del primer piso, situada en un extremo del edificio, brillaba un débil resplandor que tenía todo el aspecto de ser un ojo vigilante.
—¿Y ahora qué? —preguntó Seda en un murmullo con la vista fija en la ventana iluminada—. Para entrar en la casa, antes tendremos que cruzar el patio, y no sabemos si alguien nos vigila desde esa ventana.
—Hace demasiado tiempo que dejaste la academia, Kheldar —murmuró Velvet—, y has olvidado tus lecciones. Cuando es imposible entrar a un sitio a hurtadillas hay que hacerlo con descaro.
—¿Sugieres que nos acerquemos y llamemos a la puerta?
—Bueno, en realidad no pensaba llamar.
—¿Qué estás tramando, Liselle? —preguntó Polgara.
—Si hay gente en la casa, es muy probable que sean grolims, ¿verdad?
—Así es —respondió Belgarath—. Nadie más pisaría un sitio como éste.
—He notado que los grolims no prestan demasiada atención a otros grolims —continuó ella.
—Olvidas que no hemos traído túnicas de grolims —señaló Seda.
—El patio está muy oscuro, Kheldar, y en las tinieblas cualquier color oscuro parece negro, ¿no crees?
—Supongo que sí —reconoció él.
—Y aún llevamos con nosotros las túnicas de seda verde de los comerciantes de esclavos, ¿verdad?
Seda la miró de soslayo en la oscuridad y luego se volvió hacia Belgarath.
—Va en contra de todos mis instintos —dijo—, pero tal vez funcione.
—De un modo u otro tenemos que entrar en la casa. Debemos descubrir quién está dentro y qué hace ahí antes de decidir nada.