El secreto de los Assassini (9 page)

Read El secreto de los Assassini Online

Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El secreto de los Assassini
11.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Romano, no temas. Soy Kandake, la sacerdotisa de Amón —dijo la mujer, mostrando un rostro de finas líneas.

Claudio bajó la espada y observó a la mujer por unos instantes. Le recordó a las figuras talladas de reinas esculpidas en los templos de Egipto. Ella le invitó a que se volviera a sentar y después tomó un lugar junto a él.

—Pocos llegan desde el Bajo Nilo hasta nuestra tierra. Debe de haberte traído un gran deber de parte de tu rey —dijo la mujer, con voz pausada y dulce.

—Ciertamente, mi señora. Vengo con instrucciones de Nerón, nuestro amado joven césar —respondió Claudio, recuperando la calma.

—Tu reino y el mío han luchado muchas veces el uno contra el otro. En otro tiempo, Roma evacuó la zona fronteriza con Meroe, temerosa de nuestros ejércitos.

—Yo vengo para anunciar la paz —dijo Claudio.

—¿La paz? No existe la paz entre los hombres, tan solo treguas antes de comenzar una nueva guerra —dijo Kandake con tristeza.

—Nerón quiere la paz.

—Nerón..., no quiere la paz —respondió Kandake—. Nerón quiere el secreto del Corazón de Amón.

20

Gozerajup, 14 de diciembre de 1914

El viaje parecía llegar a su fin, en unos días estarían en las puertas de la misma ciudad de Meroe, la antigua capital de los nubios. Gozerajup era una pobre y abandonada ciudad cercana a la confluencia del río Atbara con el Nilo. La ciudad estaba infecta y los niños pululaban medio desnudos por las calles sucias.

Alicia y Yamile pudieron comprobar la degeneración y degradación de aquella pobre gente. Después de descansar un día en la ciudad, las dos mujeres marcharon al mercado vestidas de damas con la intención de encontrar algunos útiles que habían perdido en el viaje por el desierto. Durante su estancia en el mercado, una niña de unos cuatro años las siguió sin pedirles nada. Cuando se dirigieron a ella, la que parecía ser su madre les dijo que no podían tocarla, se preparaba para una ceremonia sagrada y durante todo el día la niña podría hacer lo que quisiera sin el control de sus padres. Tras pasar el día con la niña, la curiosidad por la ceremonia llevó a las dos mujeres hasta una cabaña apartada repleta de mujeres. Allí el ambiente cargado se mitigaba con los olores de hierbas aromáticas hervidas en agua. A pesar de la oscuridad, Alicia pudo ver a la niña en medio de las mujeres, desnuda de piernas para abajo.

—¿Qué van a hacer? —preguntó Alicia a Yamile.

La princesa levantó los hombros. La niña se tumbó en medio de la sala y, tras la orden de la madre, varias mujeres comenzaron a masajear los brazos, los hombros y las piernas de la niña.

Alicia sintió como se le secaba la garganta, tenía el presentimiento de que algo terrible iba a suceder, pero se sintió sin fuerzas para salir de la choza.

Una anciana extrajo un cuchillo y los masajes se convirtieron en la peor de las torturas. La anciana comenzó a cortar algo entre las piernas de la niña, que se retorcía de dolor, suplicando a su madre que parara. Cuando terminó, la anciana mostró la herida a la madre para que diera su aprobación. La anciana resecó la herida con mirra y la cubrió con hojas de acacia.

Alicia se levantó y salió mareada de la choza. Yamile la siguió.

—La han mutilado con el consentimiento de su madre —dijo Alicia horrorizada.

—Había escuchado de esta práctica, pero nunca la había visto. Alicia, esto no tiene que ver nada con el islam, son costumbres bárbaras de pueblos bárbaros.

—Los hombres deben de temer enormemente a las mujeres para tratarlas así —dijo Alicia.

Alicia buscó con los ojos la fría mirada de Yamile. Por unos segundos, sus pupilas se cruzaron antes de que se perdieran entre la multitud.

Antes de salir de la ciudad y realizar el último tramo del viaje, Hércules contrató a dos jóvenes musulmanes. Compró de nuevo camellos, algunos de la raza
hygin,
que eran más cómodos para montar. Su cuidador, Bashit, era un anciano nubio de blancos cabellos. A pesar de su edad hablaba inglés y les había dicho que había luchado junto a Gordon en la batalla contra los seguidores del
madhi.

La lluvia los acompañó durante días. Una lluvia intensa, pegajosa e incesante. Pasaron Atbara y, la noche antes de llegar a Meroe, la lluvia cesó. Los criados hicieron una gran hoguera y todos se sentaron alrededor para secarse.

El rostro de Alicia brillaba con el reflejo del fuego. Lincoln se acercó por detrás y la cubrió con una manta. En las últimas semanas se había vuelto a aproximar. Desde su viaje por Austria y Alemania, unos meses antes, apenas habían permanecido solos, pero la repentina llegada de Yamile los había alejado de Hércules, acercándolos más el uno al otro. Lincoln se sentó junto a ella. Su sola cercanía la envolvía en un estado de euforia que nunca antes había experimentado.

—Me alegro de haber recorrido este viaje junto a ti. Si hay alguien en el mundo con el que me siento feliz, es contigo —dijo Lincoln, mirando la cara pecosa de Alicia.

—Gracias, George —dijo la mujer cogiéndole de la mano—. Saber que estás a mi lado me tranquiliza.

La mujer apoyó la cabeza sobre el hombro de Lincoln y este contuvo la respiración. Notó el corazón acelerado y un agradable hormigueo en las manos.

Hércules llegó de la mano de Yamile, se sentaron al otro lado del fuego y observaron a Lincoln y Alicia. El anciano Bashit se acercó al fuego y arrojó varios troncos que avivaron las llamas.

—Bashit, tú eres de Atbara, habrás estado alguna vez en Meroe.

—Oh, sí señor. Meroe es la ciudad de los fantasmas. Ya solo quedan ruinas y las pirámides negras a orillas del Nilo Azul —dijo el anciano Bashit con la mirada perdida en el fuego.

—¿Es bella Meroe? —preguntó Alicia.

—Es hermosa, señorita. Un diamante negro en el corazón de Nubia. ¿Conocen la historia de Meroe? —preguntó el anciano Bashit.

Todos negaron con la cabeza. El hombre se sentó a horcajadas frente al fuego y, como sus antepasados habían hecho durante generaciones, comenzó a hablar.

—Amanirenas fue una de las más famosas kandakes de Meroe —dijo el anciano.

—¿Quién? —preguntó Lincoln.

—Kandake era el nombre con el que se conocía a las reinas de Meroe. A diferencia de otros reinos, aquí eran las mujeres las que gobernaban y dejaban el reino en herencia a sus hijas —explicó el anciano Bashit.

—Me gusta Meroe —dijo Alicia con una amplia sonrisa.

—Amanirenas sufrió uno de los reinados más difíciles. Tuvo que luchar contra los ejércitos de Roma hace muchos siglos. Ella luchó junto a su marido, el rey Teriteqas, pero en una de las batallas murió el rey y fue sustituido por uno de sus hijos Amanishakheto, Akinidad —dijo el anciano.

—Desconocía que los romanos hubieran llegado tan al sur —dijo Hércules.

El anciano afirmó con la cabeza y poniéndose en pie continuó.

—La lucha entre Roma y Meroe se produjo a causa de una invasión por el primer gobernador romano de Egipto, Cornelius Gallus, en Nubia, en un área llamada El Thebaid —dijo el anciano.

—Me sorprende que se hayan conservado en la memoria del pueblo todos esos detalles —dijo Hércules.

El anciano les sonrió y dijo:

—No, yo conozco la historia de boca de un hombre blanco. Un enamorado de las ruinas —bromeó el anciano.

—Un egiptólogo —dijo Lincoln.

—No sabía que su nombre era ese —dijo el anciano.

—¿Cómo se llama? —preguntó Alicia.

—Su nombre es Garstang, el señor Garstang. Lleva varios años viniendo a Meroe. ¿No lo conocen? —preguntó al anciano.

—No, ¿es británico? —preguntó Lincoln.

—Sí.

Yamile sintió un escalofrío. ¿Y si ese hombre conocía la leyenda del Corazón de Amón? Podría constituirse en un problema. Ella se encargaría de que nadie se interpusiera en su camino, no había llegado hasta allí para morir.

—Según me contó Garstang, El Thebaid estuvo en constante revuelta desde la época de los Ptolomeos, creo que eran unos faraones griegos, y los romanos rápidamente intentaron poner Nubia bajo la protección de Roma. El Thebaid era la ciudad que los romanos querían usar para conquistar el resto de Nubia. Después de la conquista, el gobernador romano fue declarado el rey de Kush, en virtud de la protección romana. Después instaló en El Thebaid un príncipe designado por él mismo. También se erigió una estatua de Augusto en Philae para conmemorar su éxito. Aunque ya no quedan estatuas romanas por aquí, por lo menos yo no las he visto —bromeó el anciano.

—Nos deja muy sorprendidos. En esta región tan remota, con un acceso tan difícil, los romanos estuvieron guerreando —dijo Alicia, que no dejaba de observar la extraña expresión de Yamile—. Yamile, ¿tu conocías esta historia?

La mujer se quedó pálida y tardó un rato en contestar.

—No.

—¿No te contó esta historia tu esclavo eunuco? —volvió a preguntar Alicia.

—¿Cómo iba a saber él esta historia? Era tan solo un esclavo —dijo Yamile enfadada.

—No creo que mucha gente de la región conozca esta historia —dijo el anciano—. La gente de aquí es bastante ignorante. Yo estudie inglés en una escuela misionera en Jartum. Me enseñaron historia, matemáticas y religión. Pero la gente de aquí no sabe leer, tampoco conoce nada sobre las antiguas ruinas de Meroe, se lo aseguro.

Hércules miró inquisitivo a Alicia. Su enemistad con Yamile comenzaba a ser alarmante. Él era consciente de que en las últimas semanas no había pasado mucho tiempo con su ahijada, pero había pensado que la proximidad de Alicia con Lincoln había suplido su ausencia.

El anciano miró a los cuatro extranjeros y volviendo a sentarse, continuó su relato.

Poco después, Amanirenas y su hijo Akinidad atacaron al ejército romano que estaba asentado junto a la frontera. Las legiones se encontraban muy lejos para socorrerlos, la guarnición romana más próxima estaba en Arabia. Amanirenas capturó Syene, Elefantina y Philae. Los habitantes fueron esclavizados y la estatua de Augusto fue derribada. La reina de Meroe desató toda la furia de Amón sobre sus enemigos. En respuesta a la osadía de la reina...

Un ruido alertó a todos. Hércules agarró el rifle que descansaba junto a él y apuntó a la oscuridad. No era raro que manadas de leones merodearan por las noches en esa región. Alicia tomó su rifle y Lincoln sacó la pistola del bolsillo interior. Todos guardaron silencio a la espera que el ruido se volviera a producir, pero el único sonido que se escuchaba era el del viento que había comenzado a soplar con más fuerza.

—Señor —dijo el anciano en un susurro—. Es un león.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Hércules.

—El viento le ha llevado nuestro rastro.

Hércules hizo un gesto y dos de los sirvientes encendieron varias teas para iluminar el campamento.

—No haga eso —dijo el anciano.

—Él puede vernos, pero nosotros no podemos verlo a él.

—Si no le molestamos se marchará. Los hombres no son sus piezas favoritas.

Antes de que el anciano terminara de hablar, un gran rugido resonó en la noche. Hércules se giró y apenas tuvo tiempo de ver el gran felino que corría hacia Alicia y Lincoln. La mujer apuntó al animal, pero dudó durante unos instantes, que a Hércules se le hicieron eternos. Justo cuando el gran león estaba saltando sobre ellos, Alicia disparó a bocajarro contra él. El cuerpo se derrumbó con un golpe seco sobre el suelo polvoriento. Lanzó unos leves rugidos y murió.

—Cielo santo —dijo Alicia bajando el rifle—. He cazado un león.

21

Meroe, 16 de diciembre de 1914

El sol ascendió hasta iluminar la cúspide de las pirámides negras. A medida que se aproximaban, sintieron la melancolía que producen las ciudades abandonadas. La triste figura de los muros derruidos, de las paredes vencidas por el tiempo, el sueño de las estatuas recostadas sobre la arena, el silencio descarnado de las soledades.

Los camellos se pararon frente a las ruinas y todos permanecieron en silencio. Unos meses atrás habían contemplado la grandeza inconmensurable de Giza, pero Meroe tenía el encanto de las cosas hechas a la medida humana. Sus pirámides negras apenas superaban los veinte metros de altura. Sus formas eran sencillas, pero rotundas.

Se pusieron en marcha, dejando atrás las tumbas, y se dirigieron hacia los restos de la ciudad. Lo primero que vieron fueron las ruinas de las murallas, después un gran templo y otros santuarios más pequeños. Cerca de unas grandes columnas observaron un pequeño campamento de tres tiendas. Delante de una de las tiendas, un hombre de unos cuarenta años con anteojos, una barba rala y un pelo liso peinado para un lado, leía tranquilamente sentado. Levantó la vista al oír que se acercaban. No se extrañó de verlos o por lo menos no lo manifestó. Cerró con cuidado su libro, lo depositó junto a una pequeña mesa auxiliar y se puso en pie. Vestía con un pantalón corto, una camisa con bolsillos y unas botas bajas con calcetines gruesos. El hombre hizo una ligera inclinación y los saludó.

—Bienvenidos, Dios los bendiga —dijo el egiptólogo sonriente.

—Buenos días, señor Garstang —dijo Hércules descendiendo del camello una vez que este se hubo sentado.

Hércules avanzó hasta el hombre y le dio un fuerte apretón de manos. Alicia lo saludó también con la mano y después Yamile y Lincoln.

—No esperaba esta agradable visita. No se ven muchos occidentales por esta región, de hecho, nadie ha pasado por aquí desde la última expedición francesa. ¿Ustedes no son franceses, verdad? —preguntó el señor Garstang.

—No, somos de diferentes nacionalidades. La señorita Alicia Mantorella es española; como yo, Hércules Guzmán Fox para servirle.

—Encantado.

—Estos son nuestros compañeros y amigos; la princesa Yamile, su origen es húngaro, pero ha sido criada en Estambul. Y mi fiel amigo, George Lincoln, uno de los más sagaces detectives de los Estados Unidos.

—Es un placer conocer a una eminencia como usted en Egipto —dijo Lincoln.

El hombre sonrió y amablemente le dijo:

—Mis estudios son más modestos, tan solo soy un enamorado de los faraones negros. Pero, por favor, desayunen algo, mis sirvientes les prepararán un poco de café y algo de pan de centeno. Después de su largo viaje ya sabrán que África es un continente fascinante, pero salvaje.

Colocaron varias sillas y se sentaron junto al egiptólogo. A su alrededor las ruinas de Meroe brillaban con las primeras luces de la mañana.

Other books

Destined to Last by Alissa Johnson
Blue Mountain by Martine Leavitt
Boxer Beast by Marci Fawn
Highland Belle by Patricia Grasso
Miranda's Revenge by Ruth Wind
Objects of Worship by Lalumiere, Claude
Real Vampires Don't Diet by Gerry Bartlett
Final Analysis by Catherine Crier