El secreto de los Assassini (4 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El secreto de los Assassini
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Lincoln lanzó una mirada rápida a la Esfinge y se sentó en una piedra grande. Alicia le acompañó y los criados se apresuraron a darles unas bebidas reconfortantes. Hércules se acercó con el gesto torcido. No soportaba su actitud ante el arte.

—Parece mentira que dos personas educadas como ustedes no aprecien una de las grandes hazañas de la civilización. Usted, Lincoln, me hizo visitar el barrio copto de El Cairo para ver esa absurda iglesia de barro, pero es incapaz de admirar tanta belleza —dijo Hércules con los ojos desorbitados.

—¿Iglesia de barro? Allí se venera la casa donde habitó la Sagrada Familia durante su estancia en Egipto —contestó Lincoln, frunciendo el ceño.

—Eso es una leyenda. ¿Quién puede saber a ciencia cierta dónde vivió una familia humilde de emigrantes hebreos del siglo i? —dijo Hércules intentando molestar a su amigo.

—Un respeto —dijo Lincoln poniéndose en pie—. La Sagrada Familia no eran unos miserables emigrantes judíos.

—Pues según el Evangelio, sí.

—Bueno, señores, no empiecen de nuevo —dijo Alicia colocándose entre los dos—. Ahora estamos aquí y es mejor que todos hagamos un esfuerzo por disfrutar de estos monumentos.

Los dos hombres se calmaron. Los tres abandonaron las ruinas y se aproximaron a la princesa, que parecía ensimismada con el paisaje.

—Disculpe, Lincoln y yo somos dos viejos amigos, pero cuando nos enzarzamos en una discusión se nos olvidan los modales —dijo Hércules a la princesa.

—No se preocupe. Tengo entendido que los españoles son muy pasionales. Usted es español, ¿verdad? —preguntó la princesa a Hércules, que comenzaba a sonreír de nuevo.

—Alicia y yo somos españoles, aunque ella nació en Cuba. Su padre era un almirante de la Armada y ella se crió allí.

—Que vida tan fascinante la suya. Han recorrido juntos medio mundo. Yo tan solo conozco mi cárcel dorada del harén y ahora esto —dijo la princesa señalando al horizonte con las manos.

—Una de las cosas que más me conmueven al contemplar las pirámides, es la idea de que otros muchos las contemplaron antes que nosotros. Por ejemplo la Gran Esfinge es una estatua monumental. ¿Saben que fue esculpida, posiblemente, durante la dinastía
iv
de Egipto hacia el siglo
xxvi
antes de Cristo? —dijo Hércules, con los ojos muy abiertos.

—Parece que está construida de una sola pieza —comentó Alicia mientras jugueteaba con su parasol.

—Tienes razón, Alicia. La Gran Esfinge se talló en un montículo natural de roca caliza en la meseta. Su altura aproximada es de unos veinte metros —dijo Hércules.

—Pues parece mucho más grande —dijo Lincoln intentando mostrarse interesado.

—Algunos eruditos han afirmado que la cabeza podría representar al faraón Kefrén —dijo Hércules.

—Pues el cuerpo no creo que le represente —bromeó Lincoln.

Hércules lo miró de reojo y continuó con la explicación.

—El cuerpo tiene forma de león. Se cree que en su origen estaba pintada en vivos colores: rojo el cuerpo y la cara, y el
nemes
que cubre la cabeza con rayas amarillas y azules —dijo Hércules.

—Pues debía de ser preciosa —dijo la princesa.

—Antiguamente la estatua no se encontraba sola, a su lado se erguía un templo frente a ella y otro más al norte, frente a la Esfinge. En ellos se realizaban ofrendas a la «imagen viviente». Todo el conjunto se comunicaba con la pirámide de Kefrén mediante una larga avenida procesional —dijo Hércules.

—¿Entonces, este monumento es lo que queda de un ídolo pagano? —dijo Lincoln.

Hércules no hizo caso al comentario de su amigo y señaló una estela escrita con caracteres jeroglíficos. En ella se veía a dos figuras que ofrendaban delante de dos esfinges.

—La puso aquí el faraón Tutmosis IV. Su nombre es la Estela del Sueño, en ella se describe la promesa que le hizo la esfinge en un sueño al faraón de que sería elegido rey si despejaba la arena que la cubría —explicó Hércules.

Avanzaron hacia las grandes pirámides. Su gigantesca figura se erguía hasta el cielo azulado de la mañana.

—El primer historiador occidental que la describió fue Herodoto —dijo Hércules señalando la gran pirámide.

—Debieron tardar siglos en poner todas esas piedras en su lugar —dijo Lincoln.

—Herodoto nos dice en su libro
Historias
que el tiempo empleado en la construcción fue de veinte años. Se calcula que en total se emplearon unos dos millones trescientos mil bloques de piedra cuyo peso medio es de dos toneladas por bloque, llegando a pesar algunos de ellos hasta las sesenta toneladas —dijo Hércules.

—Es increíble —comentó Lincoln impresionado por primera vez—. Pero, ¿cómo lograron hacerlo? Toda esa cantidad de piedra.

—Se ha especulado mucho, pero fue una simple cuestión de geometría e ingeniería —dijo Hércules mientras se acercaba a la base de la pirámide.

—¿Adónde vas Hércules? —preguntó Alicia.

—A la cima —dijo el hombre comenzando a ascender por el primer bloque. A pesar de sus largas piernas Hércules tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para pasar de una piedra a otra.

—Yo os esperaré aquí —dijo Alicia—. El corsé, las enaguas. No llegaría ni a la mitad de la cima antes de caer desmayada.

—Pues yo me quedaré con usted, Alicia —dijo Lincoln.

Hércules se dio la vuelta y preguntó a sus acompañantes, malhumorado:

—Pero, ¿ninguno de ustedes va a subir?

La princesa miró a la cima y después de pensárselo por unos instantes, se quitó el
chador
y se quedó con una amplia blusa de seda y unos pantalones bombachos. Los hermosos ojos y el perfecto rostro de la mujer se correspondían con una escultural figura que se desdibujaba entre la fina tela. Hércules alargó la mano y ayudó a la mujer a escalar los gigantescos bloques. Tras veinte minutos de ascensión, apenas se distinguían las figuras de Lincoln y Alicia. Hércules se sentó en una de las piedras y contempló el hermoso valle a lo lejos. La arena del desierto se transformaba a pocos kilómetros en la tierra más fértil del mundo. La princesa respiró hondo y cerró los ojos para intentar atrapar ese momento.

—El esfuerzo mereció la pena. ¿No cree? —dijo Hércules con la mirada perdida en el horizonte.

—Puede llamarme Yamile —dijo la princesa mientras contemplaba al hombre.

—Yamile. ¿Qué significado tiene? —preguntó Hércules.

—Significa bella —dijo la mujer.

—¿Bella?

Mientras Hércules repetía las últimas palabras, un disparo retumbó en el valle. Miraron hacia abajo y contemplaron como cinco figuras vestidas de negro se aproximaban a toda velocidad hacia Lincoln, Alicia y los tres egipcios que les servían de guías. Hércules comenzó a descender a toda velocidad, saltando de piedra en piedra, la princesa apenas podía seguirlo.

En el suelo, Lincoln notó la explosión del cartucho justo al lado de su mano y se lanzó sobre Alicia arrojándola al suelo. Se refugiaron detrás de uno de los bloques desprendidos y el hombre sacó de uno de los bolsillos un revólver. Los guías huyeron despavoridos y tan solo los tres camellos permanecieron sin inmutarse. Los jinetes vestidos de negro apuntaron de nuevo con sus fusiles y los disparos resonaron en todo el valle.

Hércules saltaba de un bloque a otro con la mirada puesta en sus amigos, que escondidos tras las piedras se guarecían de los disparos. Cuando estuvo a unos veinte metros vio el resplandor de una de las balas al chocar contra la roca y comenzó a bajar más despacio, intentando evitar los disparos que ahora se dirigían hacia él. Unos metros más arriba, la princesa lo seguía jadeante y asustada.

Lincoln apuntó al jinete más cercano y disparó. Su tiro rozó la túnica negra, pero erró el blanco. Los cinco hombres comenzaron a dar vueltas con sus caballos y disparar hacia arriba. Cuando el norteamericano levantó la mirada pudo ver a Hércules agachado, a unos diez metros sobre una gran piedra.

La princesa alcanzó a Hércules, que ahora, completamente tumbado sobre la piedra, disparaba hacia los jinetes. Tenía un brazo apoyado con la pistola en la mano, mientras que con la otra mano se sujetaba el antebrazo. Con la cabeza agachada a la altura de la pistola y el ojo izquierdo cerrado. El hombre disparó y uno de los jinetes cayó de espaldas.

—Uno menos —dijo Hércules, eufórico.

Los otros cuatro jinetes, enfurecidos, soltaron sus armas y desenvainaron las cimitarras, y con espantosos gritos, dos se lanzaron de sus caballos sobre Lincoln y Alicia, mientras que los otros dos, de un salto, subieron a la pirámide y corrieron a por Hércules y la princesa.

Lincoln apenas pudo reaccionar a la suicida acción de los jinetes de negro. Disparó al aire con la esperanza de asustarlos, pero los hombres continuaron su marcha hacia ellos. Cuando estaban a menos de dos metros, Lincoln amartilló de nuevo su arma y disparó a bocajarro al que estaba a punto de abalanzarse sobre él. El jinete cayó muerto sobre él, y Lincoln se desplomó sobre la arena y tardó unos segundos en quitarse de encima el cuerpo inerte. Suficiente tiempo para que el segundo hombre comenzara a blandir la cimitarra.

Los dos jinetes corrieron hasta Hércules, que permanecía tumbado bocabajo, y lanzaron sus cimitarras sobre él. Giró sobre sí mismo y las espadas chocaron contra la piedra. Hércules apuntó y disparó a uno de los hombres, que, perdiendo el equilibrio, se despeñó pirámide abajo. El otro logró atrapar a la princesa con una mano y poner su cimitarra sobre su cuello.

Lincoln esquivó la cimitarra varias veces, pero al final recibió una cuchillada en la mano y soltó la pistola. El jinete, con la mirada inyectada en sangre, sonrió desde detrás del velo que le cubría y volvió a levantar su cimitarra para rematar a su presa.

Hércules miró a la mujer, que con expresión de horror, respiraba agitadamente mientras el filo de la cimitarra arañaba su cuello. El jinete lo miró desafiante, deseando que se acercara para rebanar el pescuezo a su presa. Hércules levantó la pistola y disparó sin pensar.

Lincoln, paralizado por el miedo, se cubrió instintivamente la cabeza con las manos. El jinete negro levantó la cimitarra y lanzó un grito de rabia.

La princesa notó como la sangre recorría su pecho y descendía a borbotones hasta el suelo. Hércules, con expresión ausente observó por un segundo como el jinete cruzaba su mirada, con el rostro cubierto de sangre y la frente perforada por una bala. Su cimitarra cayó al suelo con un sonido metálico y el jinete se desplomó de espaldas.

Un disparo resonó en la base de la pirámide. Lincoln abrió los ojos y pudo contemplar la cara de asombro del jinete. Su brazo herido soltó la cimitarra y olvidando el dolor corrió hacia Alicia, que, con la pistola todavía en la mano, lanzó un grito. Lincoln atrapó uno de los pies del jinete y este tropezó. El norteamericano tomó la cimitarra y le hirió en la espalda. El jinete se revolvió, pero un segundo sablazo le cortó el cuello y su cabeza se desplomó sobre la arena del desierto, tiñéndola de sangre.

7

Pirámides de Giza, 18 de octubre de 1914

Hércules cogió en brazos a la princesa y bajó hasta la base de la pirámide. Allí, Lincoln se sujetaba su mano herida mientras Alicia arrancaba un jirón de su falda para cortar la hemorragia.

—¿Se encuentran bien? —preguntó Hércules, dejando a la princesa inconsciente sobre uno de los bloques.

—Afortunadamente podremos contarlo —dijo Lincoln con un gesto de dolor, cuando Alicia apretó el torniquete.

Alicia tomó una de las cantimploras y limpió la herida de la mano. El corte era limpio, pero profundo. Afortunadamente no había tocado ningún tendón importante. Después tapó la herida con otro trapo, ante las muecas de dolor de Lincoln.

—No se quejará de su enfermera —dijo Hércules intentando animar a su amigo.

—¿Mi enfermera? Mi ángel de la guarda. Acaba de salvarme la vida. Si no hubiera disparado a ese tipo, ahora sería yo el cadáver —dijo Lincoln mirando a Alicia.

—No ha sido nada —dijo la mujer mientras se acercaba a auxiliar a la princesa, que empezaba a despertarse.

—Estos jinetes negros no se parecen en nada a los tipos que nos atacaron el otro día en la iglesia. Aquellos huyeron en cuanto vieron resistencia —dijo Hércules examinando uno de los cuerpos.

—No sé si se conocían o no, pero lo único que me importa es que ahora están muertos. Creo que, sean quienes sean, vigilan nuestros pasos por El Cairo —dijo Lincoln poniéndose en pie.

Hércules levantó una de las cimitarras y comenzó a examinarla detenidamente. Su filo brillaba con los centelleos de la luz solar. El hombre pasó ligeramente el dedo y lo apartó con un gesto de dolor.

—Está muy afilada. ¿Es una cimitarra, verdad? —preguntó a Lincoln.

El americano era un verdadero experto en armas de todos los tipos y época.

—No exactamente —dijo Lincoln mirando la espada con detenimiento—. ¿No ve la forma? Es más fina que una cimitarra y su curvatura está más pronunciada. Yo diría que se trata de un
shamsir
persa.

—¿Un
shamsir
persa? —preguntó Hércules.

—Es una especie de sable oriental. Es muy utilizado en Persia.

—¿Es un arma persa? Estos tipos no parecen soldados turcos —dijo Hércules descubriendo el rostro de uno de los cadáveres.

Alicia se acercó con la princesa, que se había cambiando la ropa ensangrentada y se había vuelto a poner su
chador.
Todos la miraron y ella comenzó a sentirse molesta.

—Yamile, ¿sabes quiénes son estos hombres? —preguntó Hércules.

—No los he visto jamás —contestó la princesa.

—Pero no parecen turcos —dijo Lincoln.

—No, no son turcos —contestó la princesa.

—¿Hay algo que no nos has contado? —preguntó Alicia, frunciendo el ceño.

La princesa comenzó a llorar y se cubrió el rostro con el velo. Hércules se acercó a ella y la abrazó.

—Yamile, tranquila, tan solo queremos ayudarte, pero para ello tenemos que saber toda la verdad.

La princesa levantó la mirada y, con los ojos enrojecidos y la voz entrecortada, les dijo:

—Os contaré toda la verdad, pero no aquí. Ya no estamos seguros en El Cairo. Tenemos que partir cuanto antes.

8

Nilo arriba, 813, año sexto del reinado de Nerón

Ciento sesenta armaduras plateadas centellearon en la gran embarcación que con marcha lenta atravesaba la lengua de agua en medio de un océano de arena. Los dos centuriones pretorianos habían prohibido a sus hombres despojarse de sus calurosas y pesadas armaduras durante el día y algunos de ellos habían sufrido quemaduras al tocar sus petos metálicos. Desde hacía tres noches estaban siendo acosados por un pequeño grupo de piratas que, en mitad de la oscuridad, lanzaban flechas incendiarias y bolas de fuego contra su embarcación. Las tres veces habían repelido el ataque y apagado los incendios, pero las velas estaban inservibles y los remeros agotados. No pasaba una jornada en la que no tuvieran que arrojar cuatro o cinco cuerpos a las aguas del río. A ese ritmo, en dos semanas no quedaría ningún remero con vida. Habían dejado atrás la cuarta catarata, pero debido al temor a ser atacados por sorpresa, intentaban mantenerse alejados de la orilla con la esperanza de esquivar a los piratas y entrar lo antes posible en el reino de Meroe. El rey de Meroe había enviado años atrás una embajada de paz a Alejandría y, por lo menos oficialmente, aquella expedición tenía como cometido devolver el gesto al rey nubio. En el barco no transportaban muchas riquezas. Tan solo algunas baratijas, los víveres y un busto del inmortal Nerón, que personificaba su figura. Durante la primera parte del viaje, hasta la primera catarata, les había acompañado la legión destinada en Alejandría, pero el viaje por tierra había sido lento y difícil. Por ello, dado que la misión encomendada por Nerón era secreta, los pretorianos habían pedido al legado que se diera la vuelta y se había embarcado río arriba. Ahora estaban arrepentidos. Con tan solo dos guías y dos intérpretes nubios, en una tierra inhóspita, donde un romano no había llegado jamás, la expedición estaba abocada a fracasar.

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