—Estábamos hablando de la operación secreta —dijo Ball después que se sentaron y pidieron algo de beber.
—¿Qué operación secreta? —preguntó Jack.
—Pues la del mar Rojo, naturalmente —respondió Ball.
—¡Ah! —exclamó Jack.
Desde hacía algún tiempo se hablaba de una operación que iba a llevarse a cabo en ese peligroso mar, en parte para disminuir la influencia de los franceses allí, en parte para complacer al Sultán, que era quien gobernaba, al menos nominalmente, en todas los territorios de la costa de Arabia hasta Bab el Mandeb y en Egipto y hasta los territorios del Negus, y en parte para satisfacer a los comerciantes ingleses que padecían exacciones y abusos de Tallal ibn Yahya, el gobernante de la pequeña isla de Mubara y de una parte de la costa cercana, quien, al igual que sus antepasados, obligaba a pagar derechos de paso a los barcos que navegaban por la zona y que no eran lo bastante potentes para oponerse a ello ni lo bastante rápidos para dejar atrás a sus molestos faluchos. Sin embargo, la costumbre no podía compararse con la verdadera piratería, y todos consideraban al jeque simplemente una persona molesta, pero su hijo, de carácter mucho más enérgico, había apoyado a Bonaparte en la invasión de Egipto y era considerado en París un valioso posible aliado en la operación cuyos objetivos eran expulsar a los ingleses de la India y acabar con el comercio entre ellos y los países de Oriente. Los franceses le habían proporcionado algunas embarcaciones europeas y carpinteros de barco, que habían construido las galeras que hoy formaban su pequeña escuadra. Aunque la operación para apoderarse de la India parecía remota, Tallal molestaba a los turcos cuando favorecían demasiado a Inglaterra, y su creciente influencia preocupaba al Sultán y a los dueños de la Compañía de Indias. Además, en un reciente acceso de fervor religioso, había hecho la circuncisión a tres comerciantes ingleses a la fuerza, en represalia por el bautismo de tres de sus antepasados a la fuerza (su familia, los Beni Adi, habían vivido setecientos años en Andalucía, casi siempre en Sevilla, donde eran muy conocidos, e Ibn Khaldun hablaba de ellos con respeto). Pero esos comerciantes no eran miembros de la Compañía, sino que comerciaban sin licencia, y por tres traficantes circuncisos no merecía la pena realizar una operación con gran número de barcos y soldados, así que el plan era que la Compañía llevaría hasta el golfo de Suez uno de sus barcos para prestárselo a las autoridades turcas, la Armada proporcionaría la tripulación del barco, y los ingleses, en calidad de consejeros para asuntos navales, llevarían a Mubara a algunas tropas turcas y a un gobernante más adecuado, de la misma familia que el jeque, y se apoderarían de las galeras que el jeque poseía. Todo debía hacerse discretamente, para no ofender a los gobernantes árabes de los territorios que estaban más al sur y en el golfo Pérsico (nada menos que tres de las mujeres de Tallal eran de esa zona), y repentinamente, para coger al enemigo por sorpresa, ya que así no opondría resistencia.
—Lowestoffe será el encargado de la operación —dijo Ball—, y me parece muy bien, porque está acostumbrado a tratar con los turcos y los árabes, se encuentra en esa zona y no tiene barco. ¡Me lo imagino caminando sudoroso por el desierto, ja, ja, ja! Él y sus hombres tendrán que ir andando hasta Suez. ¡Dios mío! —exclamó y volvió a reírse; y los demás sonrieron.
Lord Lowestoffe era uno de los marinos que más simpatías despertaba en la Armada, pero tenía las piernas cortas y era excesivamente grueso (su cara redonda, roja y risueña siempre estaba brillante), y por eso imaginarse que caminaba por la arena del desierto bajo el sol africano daba risa.
—Me da mucha lástima Lowestoffe —dijo Jack—. ¡Se quejó del calor cuando estábamos en el mar Báltico! Creo que sería mucho más feliz si estuviera en la base naval de Norteamérica, adonde espero llegar muy pronto. ¡Pobre hombre! Hace mucho tiempo que no le veo.
—Estuvo enfermo —dijo Hanmer—. Te aseguro que parecía un cadáver cuando vino a verme el otro día para hacerme algunas preguntas sobre el mar Rojo. Quería que le hablara de los vientos que soplan allí y de los bancos de arena, los arrecifes y otras cosas. Escribía todo cuidadosamente mientras resollaba como un
bulldog
. ¡Pobre hombre!
—¿Entonces es usted un experto en la navegación por el mar Rojo? —preguntó Pullings, que hablaba por primera vez.
Hizo la pregunta con buena fe, porque le interesaba el asunto, pero su herida transformó su amable sonrisa en una mueca que expresaba desconfianza, y su tono nervioso no la desmintió.
—No creo que conozca esa zona tan bien como usted, señor —respondió el capitán Hanmer—. No lo creo. Sin embargo, la conozco al menos superficialmente, y tuve el honor de guiar nuestra escuadra de Barim a Suez en 1801, cuando intentábamos expulsar a los franceses de allí.
Hanmer era propenso a contar fantasías, pero en esta ocasión había dicho la verdad, por eso le molestaba más que otras veces que alguien no le creyera.
—Señor, yo nunca he estado en ese lugar, aunque he navegado por el océano índico. Lo que sucede es que muchas veces he oído que es sumamente difícil navegar por allí, que las mareas y las corrientes del extremo norte son engañosas y que el calor es, por decirlo así, extremadamente caliente, y me gustaría mucho conocer más detalles.
Hanmer escrutó el rostro de Pullings y esta vez la herida no le impidió notar que el joven era sincero.
—En efecto, señor,
es
sumamente difícil navegar por allí, sobre todo cuando se entra. Nosotros entramos por el endemoniado canal oriental, que bordea Barim. Es un canal que tiene sólo dos millas de ancho y que en ningún punto mide más de dieciséis brazas de profundidad, y no hay en él ni una sola baliza, ni una sola. Pero eso no es nada comparado con el terrible calor, un calor que parece el fuego del infierno y va acompañado de humedad. El maldito sol brilla perpetuamente, el aire nunca refresca, el alquitrán chorrea de la jarcia, la brea burbujea en las juntas, los marineros enloquecen, lo que se limpia no se seca nunca. Aquí, Meares —dijo, señalando con la cabeza al oficial que estaba a su lado—, estuvo a punto de volverse loco. Tenían que meterle en el mar dos veces cada hora, pero encerrado en una cesta de hierro que le protegía de los tiburones. Hanmer miró atentamente a Meares y pensó que a pesar de que había estado trastornado, todavía podía darse cuenta de si decía la verdad o no, así que siguió describiendo las cosas como realmente eran. Jack le prestaba muy poca atención, ya que la mayor parte de ella la dedicaba a su jarra de limonada helada con una pizca de vino de Marsala, pero le oyó hablar de los arrecifes de coral, que se encontraban incluso a veinte millas de la costa en la parte oriental, y más próximos en la parte septentrional, y también le oyó hablar de las islas volcánicas, los peligrosos bancos de arena en las inmediaciones de Hodeida, las tormentas de arena en el golfo de Suez y los vientos que soplaban con más frecuencia en la región: el viento del norte, el del noroeste y uno denominado viento egipcio. Se alegró de que Hanmer no hablara del fénix ni de las serpientes marinas (a pesar de que Hanmer mentía desde hacía muchos años, no lo hacía muy bien, y a menudo su falta de habilidad resultaba vergonzosa), pero lamentó oír hablar tanto de algo que debía mantenerse en secreto, recordando que Stephen preconizaba la discreción absoluta, y pensó que Hanmer se había excedido mucho, tal vez demasiado. Ahora Hanmer hablaba de los tiburones del mar Rojo.
—La mayoría de los tiburones son cobardes —dijo Jack en una de las raras pausas—. Parecen feroces y agresivos, pero en el fondo no lo son, ¿saben? Mucho ruido y pocas nueces. Un día me tiré al mar en la costa de Marruecos, al sur del banco de arena Timgad, y caí justo encima de un enorme pez martillo, y lo único que hizo el pez fue pedirme perdón y salir huyendo. La mayoría de los tiburones son cobardes.
—Los del mar Rojo no —dijo Hanmer—. En mi barco había un grumete llamado Thwaites, un muchacho un poco torpe que venía de la Sociedad Naval
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, y un día, cuando estaba sentado en el pescante de babor con los pies en el agua para refrescarse, el barco escoró una o dos tracas empujado por una ráfaga de viento y un tiburón le cercenó las piernas a la altura de la rodilla en un santiamén.
Eso hizo reaccionar al capitán Ball, que había dejado de prestarles atención hacía rato.
—¡Precisamente ese es el pescado que voy a comer hoy! —exclamó—. Me lo enseñaron cuando llegué. Me dijeron que es una lija y que se parece a la lubina. Aubrey, usted y el capitán Pullings pueden comer conmigo, pues la lija es lo bastante grande para que puedan comer tres personas.
—Es usted muy amable, Ball —dijo Jack—, y, verdaderamente, no hay nada como una lija, pero tengo que irme enseguida. Voy a entrevistarme con el almirante Hartley, y seguramente me pedirá que me quede a comer con él.
El capitán Hartley de otro tiempo tal vez no era uno de los marinos más destacados, pero había tratado a Jack Aubrey con amabilidad cuando era guardiamarina y le había alabado en el informe oficial que había hecho sobre una operación en que los marineros del
Fortitude
, a bordo de varias lanchas, habían logrado sacar del puerto una corbeta española protegida por los cañones del castillo de San Felipe. Además, había sido uno de los miembros del tribunal que aquel espantoso miércoles había examinado en Somerset House a muchos guardiamarinas, entre ellos el guardiamarina Aubrey, que se había presentado al examen con varios documentos falsos, uno en que se certificaba que tenía diecinueve años, y otros, firmados por los diversos capitanes a cuyas órdenes había estado, en que se certificaba que había pasado seis años navegando y que sabía aferrar, arrizar, llevar el timón, calcular los cambios de la marea y medir la distancia angular. Y precisamente había sido él quien había hablado cuando Jack, que estaba tan nervioso a causa de las preguntas de matemáticas de un capitán malvado, hambriento y malhumorado que ya no distinguía la latitud de la longitud, se había quedado paralizado al oír la pregunta: «¿Por qué el capitán Douglas le rebajó de categoría, haciéndole pasar de guardiamarina a marinero simple, cuando estaba en el
Resolution
en la base naval de El Cabo?». Jack estaba demasiado aturdido para encontrar una respuesta que le hiciera parecer inocente sin ofender a su anterior capitán. Tenía que discurrir y utilizar toda su astucia (esta vez no parecía conveniente responder con la sinceridad con que solía hacerlo), pero no podía, y había sentido un gran alivio cuando había oído al capitán Hartley decir: «Porque escondió a una joven en el sollado, no porque cometiera ningún error al realizar las tareas propias de un marino. Me lo contó Douglas en el alcázar de mi barco cuando vino a visitarme. Bien, señor Aubrey, supongamos que está usted al mando de un transporte y que el transporte solamente lleva lastre, es inestable, y navega con rumbo sur con las juanetes desplegadas y con viento del oeste, y supongamos que una ráfaga de viento la hace volcar. ¿Cómo resuelve la situación sin cortar los mástiles?».
El señor Aubrey había resuelto la situación largando por la aleta de sotavento una guindaleza de considerable longitud con algunos objetos amarrados que sirvieran de apoyo en el agua, como por ejemplo, las vergas y los gallineros, usándola también como espía
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para virar el barco, y había ordenado a los marineros tirar con toda su fuerza hasta el momento en que la aleta que estaba a sotavento estuviera a barlovento, momento en que el barco tendría que enderezarse forzosamente, y recoger la guindaleza.
Poco después había salido de la sede de la Junta Naval resplandeciente de alegría y con otro certificado, un hermoso documento en que se decía que estaba preparado para desempeñar las funciones de teniente de navío. Y precisamente cuando tenía ese rango había ido a una misión en las Antillas con el capitán Hartley, pero la misión había sido interrumpida porque al capitán le habían nombrado almirante. Aunque Hartley no era popular en la Armada (era un avaro y un libertino, llevaba a bordo amantes de baja ralea a las que dejaba en puertos de países extranjeros sin preocuparse por lo que pudiera pasarles y ofrecía pocos banquetes, generalmente muy malos y aburridos), Jack y él se avenían, en primer lugar porque ambos se conocían bien, en segundo, porque los dos daban mucha importancia a la artillería, y en tercero, porque Jack había sacado del mar a Hartley cuando su esquife había volcado frente a Saint Kitts. Jack nadaba muy bien y había salvado a muchos marineros. Quienes habían podido darse cuenta de lo horrible que era ahogarse y dejar tantas cosas en este mundo le daban constantes muestras de agradecimiento, aunque la mayoría habían estado tan preocupados por respirar, salir a la superficie cuando se hundían y gritar, que no habían podido reflexionar; y muchos de aquellos que, al igual que el capitán Hartley, habían sido sacados del mar enseguida, decían que podrían haber salido ellos solos, aunque no se sabía si pensaban que habrían podido caminar por el agua o aprender a nadar inmediatamente. Pero, Jack sentía afecto por todos los hombres que había salvado, aunque tuvieran una actitud hostil hacia él o no le estuvieran agradecidos, y Hartley no estaba en ninguno de esos dos grupos.
Jack pensaba en él con afecto mientras caminaba hacia el interior del islote por un camino polvoriento flanqueado por olivos. No le veía desde hacía muchos años, aunque a menudo le había llevado muebles, libros y toneles de vino, que había dejado en el puerto más próximo al lugar donde se encontraba, ni había estado en su casa de Gozo. Pero recordaba muy bien al almirante y tenía deseos de hablar con él. Evidentemente, aquel no era camino frecuentado, pues en media hora sólo había visto pasar a un campesino con una carreta y un asno. En realidad, no era frecuentado por personas, pero había cigarras en los olivos, que producían un sonido chirriante que a veces era tan alto que, si alguien le acompañara, le habría impedido conversar con él. Además, después que Jack dejó atrás los bosques y los campos cultivados y empezó a atravesar los terrenos rocosos donde pastaban las cabras, vio que había muchos reptiles en el camino. Había lagartos verdes del tamaño de su antebrazo que se apartaban cuando él se aproximaba y lagartijas de color pardo entre la reseca hierba de los bordes; y vio algunas serpientes pasar de un lado a otro, y estuvo a punto de morirse de miedo, porque les tenía terror. Casi siempre que caminaba por las islas del Mediterráneo veía tortugas, que no le resultaban desagradables, sino todo lo contrario, pero pensaba que en Gozo apenas había. Sin embargo, después de caminar durante un largo rato, oyó un extraño
toc-toc
y vio a una pequeña tortuga atravesar corriendo, literalmente corriendo, con las patas totalmente extendidas. La perseguía una tortuga más grande que, cuando logró alcanzarla, le dio tres topetazos seguidos, y Jack se dio cuenta de que el
toc-toc
loproducían los caparazones al chocar. «¡Tirana!», pensó Jack decidido a intervenir, pero la tortuga, una tortuga hembra, se detuvo de repente, tal vez debilitada por los últimos golpes o tal vez porque pensaba que ya había ofrecido resistencia durante el tiempo debido. Entonces la tortuga macho se subió encima de ella, y, sosteniéndose precariamente sobre la redondeada coraza, con sus viejas patas dobladas apoyadas en ella, volvió la cabeza hacia el sol, estiró el cuello, abrió mucho la boca y dio un extraño grito de agonía.