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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (9 page)

BOOK: El puerto de la traición
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—Estuve en una de sus misas el otro día, un día que cantaron el
Agnus
de Mixolydian, y debo confesarle que me emocioné tanto cuando el anciano cantó
dona nobis pacem
que estuve a punto de llorar.

—Paz… —dijo Stephen—. ¿Volveremos a tener paz algún día?

—Por la forma en que se comporta el Emperador en la actualidad, lo dudo.

—La verdad es que acabo de salir de una iglesia —dijo Stephen—, pero, así y todo, no puedo dejar de desear que ese cerdo de Bonaparte, ese maldito tirano, sea condenado a pasar en el infierno toda la eternidad.

Wray se rió y dijo:

—Recuerdo a un francés que admitía que Bonaparte tenía muchos defectos, incluido el de comportarse como un tirano, como ha dicho usted muy acertadamente, y otro mucho peor, ignorar la gramática y las costumbres francesas. Pero dijo que, a pesar de eso, le apoyaba. Su argumento era el siguiente: las artes diferencian a los hombres de los animales y hacen la vida casi soportable, y las artes florecen en tiempo de paz, y un gobierno universal es un requisito indispensable para que haya paz en el universo. A propósito de esto, citó unas palabras de Gibbon en las que expresaba su alegría por vivir en la época de los emperadores Antoninos, y dijo que todos los emperadores romanos absolutistas, incluso Marco Aurelio, eran tiranos, aunque sólo fuera
in posse
, pero que la
pax romana
justificaba ejercer un gobierno tirano. Dijo que consideraba a Napoleón el único hombre, mejor dicho, semidiós capaz de formar un imperio universal, y que militaba en la guardia imperial por su amor al arte y a las humanidades.

A Stephen se le ocurrió un montón de argumentos contundentes para oponerse a ese, pero hacía mucho tiempo que había dejado de expresar su opinión a todos menos a sus amigos íntimos y, sonriendo, se limitó a decir:

—Bueno, es un punto de vista.

—De todas formas —dijo Wray—, nuestro deber es, si me permite la expresión, minar la fortaleza del imperio universal. Por mi parte —dijo, inclinándose hacia la mesa—, tengo que realizar una delicada misión dentro de poco y me gustaría que me asesorara. El almirante me dijo que podía consultarle sobre ella. Tan pronto como llegue, habrá una reunión general, y quisiera que tuviera la amabilidad de asistir.

Stephen dijo que estaba a la disposición del señor Wray. En ese momento dieron la hora numerosos relojes cerca y lejos de allí, y Stephen se dio cuenta de que se le había hecho tarde para la cita con Laura Fielding por lo que, poniéndose de pie de un salto, se despidió.

Wray vio cómo Stephen cruzaba la plaza apresuradamente y luego desaparecía en la concurrida calle. Entonces regresó a la iglesia, que a esa hora estaba vacía, observó cómo estaban colocadas las velas de la capilla de San Roque y fue hasta la nave lateral que miraba al sur. Allí había una pequeña puerta que ahora no estaba cerrada con llave, como habitualmente estaba; Wray la abrió y pasó al claustro, que estaba lleno de barriles de distinto tamaño, y, al llegar a una esquina, atravesó un pasillo que llevaba a un almacén, también lleno de barriles, y entre ellos estaba Lesueur, que tenía un cuaderno y una pluma en la mano, y un cuerno que servía de tintero enganchado en el ojal.

—Ha llegado muy tarde, señor Wray —dijo—. Es sorprendente que las velas no se hayan apagado todavía.

—Sí. Estaba hablando con un hombre que me encontré en la iglesia.

—Eso me dijeron. ¿Y qué tenía usted que decir al doctor Maturin?

—Hablamos del canto gregoriano. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Sabe que es un espía?

—¿Para quién trabaja?

—Para usted, naturalmente. Para el Almirantazgo.

—He oído que le han consultado sobre algunos asuntos. Sé que le han pedido que examinara algunos informes sobre la situación política de Cataluña porque él la conoce bien, y que ha asesorado al secretario del almirante sobre los asuntos relacionados con España, pero de ahí a que sea un espía… No, no creo que sea un espía. Además, su nombre no aparece en la lista de órdenes de pago.

—¿No sabe que fue él quien mató a Dubreuil y Pontet-Canet en Boston, quien destruyó casi por completo la organización de Joliot introduciendo falsa información en el Ministerio de Guerra, quien arruinó nuestras relaciones con los norteamericanos?

—¡No! —gritó Wray.

—Entonces, el señor Blaine no ha sido franco con usted. Tal vez no lo ha sido porque es muy astuto, o tal vez porque alguien, en algún lugar, vio algo que le infundió sospechas. Debe usted vigilar los canales de información, amigo mío.

—Me sé la lista de pagos casi de memoria —dijo Wray—, y puedo asegurarle que el nombre de Maturin no está en ninguna de ellas.

—Estoy seguro de que es cierto —dijo Lesueur—. Es un idealista, como usted, y precisamente por eso es tan peligroso. Pero es mejor así, porque si lo hubiera sabido, no habría podido hablar con naturalidad con él. Si sospechan algo, y si él lo sabe, es probable que les diga que sus sospechas son infundadas. ¿Le habló de la misión?

—La mencioné y le dije que quería que asistiera a la reunión cuando el comandante general llegara.

—Muy bien. Pero es mejor guardar las distancias. Trátele como a un consejero político, como a un experto en algunos asuntos, pero nada más. Aparte de la vigilancia ordinaria, hay un agente vigilándole sólo a él. No hay duda de que tiene una red de informadores, algunos en Francia, y el nombre de al menos uno de ellos podría llevarnos a los demás y luego a París… Pero es como un animal peligroso y con una dura coraza, y si este agente no tiene éxito pronto, es improbable que consigamos nuestro objetivo, así que tendré que pedirle que busque una manera plausible de quitarle de en medio sin que comprometa su posición.

—Ya veo —dijo Wray y, después de reflexionar durante unos momentos, añadió—: Eso se puede arreglar. Si no se presenta una oportunidad antes, el dey de Mascara resolverá el problema. Verdaderamente —agregó después de pensar un minuto—, el dey nos será muy útil. Podremos matar dos pájaros de un tiro.

Lesueur se quedó mirándole pensativo y después dijo:

—Por favor, cuente los barriles que están al otro lado del pilar, porque no puedo verlos todos desde aquí.

—Veintiocho —dijo Wray.

—Gracias —dijo Lesueur, anotando la cifra en su cuaderno—. Me devuelven siete francos y medio por cada uno, lo que es una cantidad apreciable.

Era obvio que Wray estaba pensando en lo que iba a decir a continuación mientras Lesueur multiplicaba esas cifras con satisfacción. Y cuando las dijo, se notaba que carecían de espontaneidad, lo mismo que un elaborado discurso, y que expresaban una indignación mayor de la que razonablemente podía sentir.

—Acaba de decir que soy un idealista —dijo—, y es cierto que lo soy. Ninguna suma podría comprar mi apoyo; ninguna suma ha comprado mi apoyo nunca. Pero solamente de ideales no puedo vivir. Hasta que mi esposa no herede, mis ingresos serán muy reducidos, y mientras permanezca aquí, estoy obligado a mantener mi posición. El señor Hildebrand y todos los que pueden sacar tajada del astillero y el avituallamiento hacen apuestas muy altas, y yo estoy obligado a seguirles.

—Ya añadió usted una gran cantidad extra a la habitual… ayuda antes de salir de Londres —dijo Lesueur—. No puede pretender que la
rue
Villars pague por sus deudas de juego.

—Sí puedo, si incurro en ellas por una razón como ésta —dijo Wray.

—Se lo diré a mi jefe —dijo Lesueur—, aunque no puedo prometerle nada. Pero, indudablemente, puede usted ganarse la confianza de esos hombres sin hacer apuestas tan altas, ¿verdad? —dijo en tono impaciente—. Me parece que ese procedimiento no es bueno.

—Con esos hombres es fundamental —dijo Wray tercamente.

CAPÍTULO 3

El malhumor que le había producido a Jack Aubrey su visita al almirante Hartley fue atenuado por una avalancha de pensamientos y una intensa actividad física. El tribunal del Almirantazgo había examinado las circunstancias en que él había capturado una corbeta francesa en el mar Jónico y la había considerado una presa de ley. Esto, a pesar de haber tenido que pagar los elevados honorarios de su apoderado, le proporcionó una considerable cantidad de dinero, no tanta como la que necesitaba para solucionar los complicados problemas que tenía en Inglaterra, pero sí suficiente para enviar a Sophie la paga de diez años, rogándole que no se privara de nada, para mudarse a un alojamiento más digno, al hotel Searle, y, como enseguida le habían indicado los canales por los que podía conseguir que empezaran las reparaciones de la
Surprise
, para hacer los adecuados sobornos. Pero en el fondo todavía sentía tristeza, que ni la compañía de otros ni la música hacían desaparecer y que llevaba aparejada la determinación de vivir sin contención mientras pudiera.

Por eso cuando Laura Fielding fue a darle la clase de italiano en su nueva habitación, mucho más cómoda, encontró a Jack de excelente humor, a pesar de que había pasado un mal día en el astillero y estaba muy preocupado por las curvas de la fragata. Puesto que Jack nunca en su vida había intentado seducir a una mujer con malicia, no trataba de conquistarla de la manera usual, intentando minar su fortaleza y acercándose por tortuosos caminos, sino que su estrategia (si a algo no premeditado, fruto del instinto, podía llamarse estrategia) era sonreír, ser tan agradable como podía y acercar cada vez más su silla a la de ella.

Al principio del repaso del imperfecto de subjuntivo del verbo irregular
stare
, la señora Fielding se alarmó al ver que el comportamiento de su alumno era más irregular que el verbo. Se dio cuenta de su intención incluso antes de que él mismo la advirtiera, porque se había criado en la corte napolitana, donde había costumbres disolutas, y se había acostumbrado a los galanteos desde muy temprana edad. Ancianos consejeros, pajes lampiños y numerosos caballeros de distintas edades habían intentado minar su virtud, pero ella había rechazado a la mayoría de ellos. El asunto había terminado por interesarle, y era capaz de detectar los primeros signos de una pasión amorosa, que, por lo que había visto, no se diferenciaban mucho de un hombre a otro. Pero ninguno de sus galanteadores era tan robusto como éste, ni tenía los ojos tan brillantes, ni suspiraba tanto, ni reía de una manera tan desconcertante. La pobre dama, preocupada por no haber llegado a un acuerdo con el doctor Maturin y molesta por los rumores de que cometía adulterio con el capitán Aubrey, no estaba de humor para bromear y lamentaba la ausencia de su doncella, ya que Ponto, su fiel guardián, no podía protegerla en estas circunstancias. Ponto estaba echado allí y les miraba con expresión risueña y golpeaba el suelo con la cola cada vez que el capitán Aubrey acercaba su silla un poco más.

Ambos dejaron el imperfecto de subjuntivo con indiferencia, y Jack, a quien se le había despertado la imaginación, hablaba ahora de lo que se rumoreaba sobre ellos. Ella, a pesar de que no conocía bien el inglés y de que él no era coherente, comprendió el sentido general de sus palabras y antes de que llegara a expresar su deseo de hacer algo para que ese rumor tuviera fundamento y a decir que era justo que así fuera porque ambos habían sufrido sin tener culpa, le interrumpió.

—¡Ah, capitán Aubrey! —exclamó—. Tengo que pedirle un favor.

Jack, sonriendo y mirando afectuosamente a la señora Fielding, dijo que podía pedirle lo que quisiera, que él estaba a su disposición y que le encantaría servirla.

—Muy bien —dijo ella—. Ya sabe que soy habladora, y que a menudo el doctor me lo ha dicho y me ha pedido que no hable tanto, pero no se me da bien escribir, al menos, escribir en inglés. Si le dicto un texto para que usted lo escriba en buen inglés, podré usar las palabras que escriba cuando envíe cartas a mi esposo.

—Muy bien —dijo Jack, dejando de sonreír.

Era exactamente como Jack se temía y le hizo comprender que había interpretado mal las señales. Decía que el señor Fielding debía saber que el admirable capitán Aubrey había evitado que Ponto se ahogara y que ahora Ponto adoraba al capitán y corría a su encuentro cuando le veía en la calle y que por eso la gente maliciosa decía que el capitán Aubrey y ella eran amantes, y que si ese rumor llegaba a sus oídos no debía hacerle caso. Después decía que el capitán Aubrey era un hombre honorable y nunca ofendería a la esposa de un compañero con proposiciones deshonestas, que ella estaba tan segura de que era un hombre recto que le visitaba incluso sin su doncella. Y terminaba diciendo que el capitán Aubrey sabía perfectamente que ella no era una mengana.

—¿Mengana? —preguntó Jack, alzando la vista y dejando de mover la pluma.

—¿No es correcta esa palabra? ¡Estaba tan orgullosa de que la sabía!

—¡Oh, sí! —exclamó Jack—. Pero es difícil de escribir, ¿sabe?

Entonces, riendo para sus adentros, escribió «no soy una fulana» con mucho cuidado, para que las letras no pudieran confundirse, y sintió más vergüenza por haber hecho el ridículo que amargura por haber sufrido una decepción.

Se despidieron amistosamente, y entonces ella, mirándole con afecto, dijo:

—No olvidará usted mi fiesta, ¿verdad? He invitado al conde Muratori, que toca la flauta magníficamente.

—Nada me impediría asistir, a no ser que perdiera las dos piernas —dijo Jack—. Y aun así, iría en una parihuela.

—¿Se la recordará al doctor? —preguntó.

—Estoy seguro de que se acordará de ella él solo —dijo Jack, manteniendo la puerta abierta para que ella pasara—. Y si no… Pero ahí está —dijo, volviendo la cabeza para escuchar unos pasos en la escalera—. Cuando tiene prisa, muchas veces sube como un rebaño de ovejas descarriadas y no como un cristiano.

Era el doctor Maturin, pero ahora no estaba pálido y serio, como era habitual, sino sonrosado y risueño.

—¡Está empapado! —gritaron los dos.

Era cierto, y cuando se detuvo frente a ellos, se empezó a formar un charco bajo sus pies. Jack estuvo a punto de preguntarle «¿Te caíste al agua?», pero no quería poner en ridículo a su amigo, porque la respuesta tenía que ser necesariamente «Sí». El doctor Maturin era torpe en la mar, y a menudo, al pasar de una lancha a un barco o al bajar de un firme muelle de piedra a una embarcación inmóvil, incluso a una especie de góndola típica de aquella región especialmente diseñada para transportar de un modo seguro a hombres de tierra adentro, perdía el equilibrio y caía al mar. Eso le había ocurrido tantas veces que su ropa interior y el faldón de su chaqueta casi siempre tenían manchas blancas formadas por la sal seca.

BOOK: El puerto de la traición
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