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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (5 page)

BOOK: El puerto de la traición
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El
flip
le hizo efecto al pobre Pullings antes de lo esperado. Fueron separados por un grupo de sedientos oficiales, muchos de los cuales felicitaron a Pullings por su ascenso, y Jack había hablado apenas cinco minutos con su viejo amigo Dundas cuando vio a dos de ellos llevarse a Pullings casi cargado en brazos. Les siguió y vio que le habían sentado en un banco, en un tranquilo rincón del jardín, y que estaba pálido y casi dormido, pero todavía sonreía.

—Tom, estás bien, ¿verdad?

—¡Oh, sí, señor! —respondió Pullings como si hablara a una gran distancia de allí—. Ahí dentro la atmósfera era sofocante, como la de la bodega de un barco negrero.

Luego añadió que estaba pensando en la señora Pullings, la señora del capitán Pullings, y en lo que diría de una paga de dieciséis guineas al mes, de dieciséis preciosas guineas cada mes lunar.

«Mejor sería pensar en lo que dirá de tu cara», dijo Jack para sí contemplando al capitán, que ahora estaba silencioso e inmóvil. La herida tenía un aspecto realmente feo. Jack rara vez había visto una herida con un aspecto más feo, pero Stephen Maturin le había asegurado que el gran corte se cerraría bien y que el ojo no corría peligro, y nunca había visto a Stephen equivocarse en cuestiones médicas. En ese momento recordó su cita y pensó: «¡Qué hermosa es la señora Fielding!». Luego volvió al palacio y, abriéndose paso entre la multitud, llegó hasta el jardín del frente y allí gritó:

—¡Surprise!

El grito llamó la atención de todos los marinos e infantes de marina que estaban allí, y a los pocos segundos apareció el timonel de Jack, limpiándose la boca. Bonden estaba vestido espléndidamente, ya que en ocasiones como esa todos los capitanes orgullosos de sus barcos querían que su falúa y los hombres que la tripulaban tuvieran un aspecto que beneficiara su reputación. Llevaba un sombrero de copa alta y redonda con el nombre
Surprise
, una chaqueta azul claro con cuello de terciopelo, calzones de satén y zapatos con hebilla de plata, todo ello (con excepción de los zapatos, que eran de un renegado muerto) hecho por él y sus amigos con sus agujas.

—Bonden —dijo Jack—, el señor… el capitán Pullings no se encuentra bien.

—¿Está enfermo, señor? —preguntó Bonden sólo por curiosidad, no porque intentara juzgarle desde el punto de vista moral.

—No, yo no diría que está enfermo —dijo Jack, pero los demás entendieron que esa era una fórmula para guardar las apariencias.

Bonden dijo que cogería una parihuela del montón que siempre estaba preparado en la caseta de los guardias cuando el gobernador daba una fiesta, que llamaría a un par de tripulantes de la falúa lo bastante fuertes para cogerla por una punta y saldría por la puerta del jardín para evitar un escándalo y que los chaquetas rojas se rieran.

—Muy bien, Bonden, muy bien —dijo Jack—. Nos encontraremos en la puerta del jardín dentro de cinco minutos.

Diez minutos después ya había llegado a la mitad de la calle parecida a una escalera que llevaba a su hotel y caminaba al lado de la parihuela. El extremo anterior de la parihuela lo sostenían dos tripulantes de la falúa a la altura del hombro, y el posterior lo sostenía el corpulento timonel a la altura de las rodillas, de modo que estaba bastante derecha, y habían atado a ella al capitán dando a un cabo siete vueltas, las siete vueltas tradicionales, a su alrededor de modo que parecía estar en una hamaca. Ninguno del grupo pensaba ya en que el hecho de que un oficial de marina estuviera borracho era vergonzoso, porque ahora los chaquetas rojas del palacio no les veían, y la única preocupación de Jack era no perder su sombrero. Las casas a ambos lados de la calle tenían balcones cerrados y cada veinte yardas más o menos, donde, debido a la pendiente de la calle, los balcones estaban muy bajos, algunas manos salían de detrás de los postigos e intentaban alcanzar su cabeza, acompañadas unas veces de una risa cristalina y otras de la característica risa de una persona ebria, y una invitación a entrar. Los oficiales tan importantes como los capitanes de navío rara vez eran tratados así, al menos durante el día, pero ese día era la fiesta de San Simeón Estilita y se toleraban muchas confianzas. Pero Jack, a quien desde antes que empezara a afeitarse, le habían arrebatado en muchos puertos el sombrero (que por admiración a lord Nelson y por recordar los hábitos de su juventud, se ponía con los picos a los lados en vez de delante y detrás), y tenía mucha habilidad para conservarlo.

También pudo conservarlo esta vez, y, al llegar al patio del hotel, llamó a su repostero, que estaba subido en el tejado mirando en dirección contraria.

—¡Eh, Killick, ven a echar una mano!

Killick bajó corriendo.

—¡Por fin ha llegado, señor! —exclamó, cogiendo la parihuela distraídamente, con los ojos fijos en el sombrero de Jack—. Le estoy buscando desde hace más de una hora.

Killick había sido un marinero simple que se ocupaba de las velas del palo trinquete y era bastante más tosco que los demás. No se había convertido en un hombre civilizado por trabajar en la cabina del capitán, era ignorante y testarudo y estaba mal informado. Pero sabía que «un diamante del tamaño de un guisante era tan valioso como el rescate de un rey», y sabía que el
chelengk
estaba hecho de diamantes porque había escrito con él en una ventana «
Preserved Killick, de la Surprise, es el mejor»
. Los dos diamantes de la parte superior eran tan grandes como los guisantes secos que había comido durante toda su vida en la Armada (nunca los había visto verdes), y había llegado a pensar que el
chelengk
era tan valioso como las joyas de la corona o incluso más, ya que las joyas de la corona no podían girar. Desde que el regalo había llegado de Constantinopla, su vida había sido un constante sufrimiento, sobre todo porque estaban en tierra, donde había ladrones por todas partes. Cada noche escondía el broche en un sitio distinto, generalmente envuelto en un trozo de vela que después rodeaba con trapos sucios, y lo colocaba entre anzuelos y ratoneras que se cerrarían por un simple estornudo.

Killick y Bonden pusieron a Pullings en la cama cuidadosamente y con la destreza propia de los buenos marinos. Jack miró su reloj y se dio cuenta de que debía marcharse enseguida si no quería llegar tarde al ensayo en casa de la señora Fielding, pero también se dio cuenta de que no había enviado su violín allí aquella mañana, lo que era un imperdonable descuido, ya que en esa ciudad todos los oficiales siempre iban vestidos de uniforme y no estaba bien visto que llevaran paquetes por la calle, y mucho menos un instrumento musical.

—Bonden —dijo—, ve a la sala de estar del doctor, coge el estuche de mi violín del asiento adosado a la ventana y acompáñame a casa de la señora Fielding. Me iré enseguida.

Bonden, sin responder, frunció el entrecejo, inclinó la cabeza hacia un lado y fingió que prestaba atención a las tiras del gorro de dormir del capitán Pullings. Entonces Killick quitó el sombrero de Jack de la mesilla de noche con tanta fuerza que el
chelengk
empezó a girar otra vez y dijo:

—No con este sombrero.

Los diamantes eran lo que más le preocupaba, pero también le preocupaba el sombrero, el mejor sombrero del capitán Aubrey, pues detestaba ver buenos uniformes desgastados o simplemente deslucidos. Aunque era un hombre generoso (no había nadie más dadivoso que Preserved Killick cuando estaba en tierra con el sombrero lleno del dinero de un botín) no le gustaba que los víveres y el vino del capitán Aubrey los comieran o bebieran personas que no fueran almirantes, lores o muy buenos amigos suyos, y todos sabían que el vino que daba a los oficiales con poca antigüedad y a los guardiamarinas era una mezcla del que había quedado en las botellas el día anterior. En ese momento regresó con un pequeño sombrero de peor calidad, que se había encogido y estropeado por el uso durante duros años de servicio en el Canal.

—¡Bah, al diablo el sombrero! —exclamó Jack, pensando que llevar el
chelengk
al ensayo estaría completamente fuera de lugar—. Bonden, ¿qué estás haciendo?

—Tengo que cambiar mi atuendo primero —respondió Bonden, desviando la mirada.

—Quiere decir que si lleva un violín es posible que los chaquetas rojas le griten: «Tócanos una canción, marinero» —dijo Killick—. Y a usted no le gustaría que eso pasara, Su Señoría, cuando llevara el sombrero con el nombre
Surprise
bordado en la cinta. Usted preferiría que yo llamara a un pilluelo para que lo llevara y que Bonden le vigilara, como es su deber.

El capitán Aubrey dijo que eso no tenía sentido y que eran un par de malditos tontos, pero después, al recordar las veces que le habían seguido a la cubierta de un barco de guerra enemigo, cuando no le preocupaba llevar el estuche de un violín ni ser víctima de burla, dijo que no había tiempo que perder y que hicieran lo que quisieran, pero que si aquel violín no estaba en casa de la señora Fielding cinco minutos antes que él llegara, sería mejor que se buscaran otro barco.

El violín llegó antes que él. El muchacho descalzo que iba con Bonden conocía todos los atajos, y ambos ya estaban junto a la verja que daba a la calle cuando llegó Jack, después de abrirse paso entre una adversa multitud de mujeres con capas negras, hombres de media docena de países, algunos perfumados, y cabras.

—Muy bien —dijo, dando un chelín al muchacho—. He llegado justo a tiempo. Puedes retirarte, Bonden. Quiero que la falúa esté preparada a las seis de la mañana.

Cogió el violín y avanzó apresuradamente por el largo sendero de piedra que atravesaba los jardines del frente a la parte posterior y llevaba a la pequeña casa de la señora Fielding, pero cuando llegó a la puerta del jardín, se dio cuenta de que se había dado prisa innecesariamente, pues no respondieron a su llamada. Después de esperar un tiempo prudente, empujó la puerta, y cuando la abrió, sintió el intenso aroma del limonero. Era un árbol enorme, que tenía flores durante todo el año y, sin duda, tan viejo como Valletta o aún más viejo. Jack se sentó en el muro bajo que tenía alrededor, un muro parecido al de un pozo, y estuvo jadeando durante unos momentos. Ese mismo día habían regado el árbol con la enorme cantidad de agua que le echaban cada tres meses y la tierra húmeda producía una agradable sensación de fresco.

Durante la caminata había recuperado su buen humor, que rara vez le abandonaba mucho tiempo, y ahora, con la chaqueta desabrochada y sin sombrero, contemplaba los limones a la luz del crepúsculo, acariciado por la fresca brisa. Ya había dejado de jadear, y estaba a punto de sacar el violín del estuche cuando notó que un débil sonido que oía desde hacía rato se hizo más fuerte, un gemido que parecía irreal y se repetía regularmente.

—No parece humano —dijo, aguzando el oído, y pensó en sus posibles causas: un molino sin grasa en el eje dando vueltas, un torno de cualquier clase, un hombre que había enloquecido de melancolía y estaba encerrado tras la pared de la izquierda—. Sin embargo, el eco de un sonido puede tener muy curiosas formas —dijo, poniéndose de pie.

Tras el limonero estaba la pequeña casa, y pegada a la esquina de la derecha había una majestuosa arcada que era la entrada de otro jardín perpendicular al primero. Atravesó la arcada y notó que el sonido, que ahora era mucho más fuerte, venía de una ancha y profunda cisterna que estaba junto a la esquina y en la que se recogía el agua de lluvia que caía del tejado.

—¡Dios mío! —exclamó Jack, corriendo hacia la cisterna con el horrible presentimiento de que el loco se había arrojado a ella impulsado por la desesperación.

Cuando se inclinó sobre el muro que lo rodeaba y miró el agua oscura, que estaba a unos cuatro o cinco pies de profundidad, pensó que su presentimiento se había cumplido, ya que en ella nadaba una figura oscura y peluda que estiraba su enorme cabeza y, con voz ronca, repetía: «
¡Auu! ¡Auu!»
. Pero cuando volvió a mirar se dio cuenta de que era Ponto.

Habían sacado más de la mitad del agua de la cisterna para regar el limonero (aún había cubos a su lado), y el desdichado perro, a causa de su gran curiosidad y de que había cometido un gran error, cayó dentro. Aunque todavía quedaba suficiente agua para que no llegara al fondo, faltaba tanta agua que le era imposible llegar al borde y salir por sí mismo. Había estado en el agua durante un largo rato, y en los lugares de las paredes donde había intentado agarrarse se veían las sangrientas marcas de sus patas. Parecía aterrorizado y desesperado, y al principio no advirtió la presencia y siguió aullando y aullando.

—Si está loco, me arrancará la mano —dijo Jack, después de hablar con el perro sin obtener ningún resultado—. Tengo que cogerlo por el collar, pero la distancia es condenadamente larga.

Se quitó la chaqueta y el sable y extendió el brazo hacia el fondo, pero no se estiró lo suficiente, aunque sus calzones crujieron. Entonces se enderezó, se quitó el chaleco, se aflojó la corbata, se desabrochó los calzones y, entre los aullidos que llenaban el aire, volvió a inclinarse y a bajar el brazo en la oscuridad, y esta vez pudo tocar el agua con la mano. Vio al perro acercarse y dijo:

—¡Eh, Ponto, dame el cogote!

Jack abrió la mano para coger el collar, pero vio con disgusto que el animal nadó trabajosamente hasta el otro lado, donde, sin parar de aullar, intentó en vano subir por la pared apoyando sus garras despellejadas y con las uñas destrozadas.

—¡Condenado imbécil! —exclamó—. ¡Estúpido! ¡Cabeza de becerro! ¡Dame el cogote! ¡Pon de tu parte, maldito cabrón!

Los familiares sonidos marineros, que fueron pronunciados en alta voz y retumbaron en la cisterna, fueron un consuelo para el perro. Fue nadando hasta donde estaba Jack, y Jack pasó la mano por su peluda cabeza hasta encontrar el collar, el horrible collar de púas, y lo agarró como pudo.

—¡Rápido! —dijo, deslizando sus dedos bajo el collar para agarrarlo más fuertemente—. ¡Espera!

Entonces inspiró y, agarrándose al borde de la cisterna con la mano izquierda y sujetando el collar con la derecha de tal modo que ambas manos estuvieran lo más separadas posible, empezó a subir al perro. Ya lo tenía medio fuera del agua y estaba pensando que era demasiado pesado para estar sujeto tan débilmente, pero que era posible sacarlo, cuando el muro cedió y él cayó dentro de la cisterna. Mientras caía, dos pensamientos brotaron en su mente: «Se me caen los calzones» y «Tengo que mantenerme lejos de sus dientes». Unos momentos después estaba de pie en el fondo de la cisterna, con el agua a la altura del pecho, y oía justamente junto a su oreja el jadeo del perro, que estaba agarrado a su cuello con las patas delanteras como si estuviera dándole un abrazo. Ponto estaba jadeante, pero no demente. Había recuperado toda la sensatez que tenía. Jack soltó el collar, hizo girar al perro y lo cogió por el medio del tronco y luego lo subió hasta el borde del muro gritando:

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