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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (2 page)

BOOK: El puerto de la traición
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—David Hume opinaba igual que usted —dijo Graham—, quiero decir, opinaba igual sobre monsieur Rousseau. Le parecía que era simplemente un
crackit gaberlunzie.

—Pero Rousseau al menos no hacía ruido —dijo Maturin, mirando con rabia hacia el otro lado del cenador, donde estaban sus amigos—. Jean Jacques Rousseau era un hombre insensible, un apóstata, un fornicador y un embustero, pero no bramaba como un toro cuando estaba alegre. ¡Mire cómo gritan a esas jóvenes! ¡Qué vergüenza!

Las jóvenes, que cada noche danzaban o cantaban a coro en el escenario y a menudo iban de excursión con los oficiales más jóvenes a las islas Gozo y Camino, donde comían en alguno de sus pequeños bosques, no parecían molestas. Todas les respondieron algo y les saludaron con la mano, y una de ellas incluso subió la escalera, se sentó en el brazo de la silla del capitán Pellew, se bebió su vaso de vino y dijo que todos deberían ir a ver la ópera el sábado porque ella iba a cantar la parte del jardinero quinto. En ese momento el capitán Aubrey hizo un comentario jocoso, que Maturin no pudo oír, pero las carcajadas que lo siguieron probablemente se oyeron en Sant'Angelo.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Maturin—. En Irlanda, cuando un grupo de amigos bromean no se oye más que un murmullo, y creo que lo mismo ocurre en Escocia.

Graham no lo creía, pero tenía una actitud benévola hacia Maturin y se limitó a decir: «
Heuch: ablins».

—Algunos de mis mejores amigos son ingleses —continuó Maturin—, e incluso los más respetables tienen esa horrible tendencia a hacer un ruido confuso cuando están alegres. Eso carece de importancia en su país, donde la dieta embota la sensibilidad, pero en otros, no, en otros es percibido como una muestra de arrogancia y causa más indignación que muchas faltas peores. Los españoles son despreciables, son colonialistas, rapaces y crueles asesinos, pero nunca se les oye reír. Su arrogancia es un tipo de arrogancia corriente, universal, y su presencia no causa tanta indignación como la de los ingleses. Tomemos como ejemplo el caso de esta isla: hace más o menos diez años que la marina rescató a la población de la espantosa tiranía francesa y llenó el lugar de riquezas en vez de cargar hasta el tope sus barcos con los tesoros de las iglesias y llevárselos, pero ahora cunde el descontento entre la población, y creo que la risa tiene algo que ver con ello. Aunque bien sabe Dios que también tiene algo que ver la arrogancia corriente. ¿Quiere echar un vistazo a esto?

Graham cogió el papel, lo sostuvo delante de él con el brazo estirado, y leyó: «El gobernador civil nombrado por el Rey lamenta que algunas personas débiles e irreflexivas, engañadas con falsos argumentos, se hayan convertido en instrumentos de algunos revoltosos. Las han convencido para que suscriban una petición de cambios en la actual forma de gobierno de estas islas que será presentada al Rey».

—Se nota en él el estilo pulido de sir Hildebrand —dijo Maturin—. Ebenezer Graham, puesto que usted goza de su confianza, ¿no podría aconsejarle que olvidara su orgullo y su justificada indignación por un momento y reflexionara sobre la enorme importancia de la benevolencia de los malteses? ¿No podría persuadirle de que se dirigiera a ellos con cortesía y en su propia lengua o, al menos, en italiano? ¿No podría…? ¿Qué pasa, muchacho? —preguntó a un niño que había logrado atravesar el seto, se había puesto a su lado y, sonriendo tímidamente, esperaba el momento oportuno para decirle que su hermana, de apenas quince años de edad, era amable con los caballeros ingleses, que sus honorarios eran moderados y que la plena satisfacción estaba garantizada.

La interrupción no había sido larga, pero impidió a Maturin seguir hablando con fluidez, y cuando el niño se fue, Graham dijo:

—Y puesto que usted goza de la confianza del capitán Aubrey, ¿no podría aconsejarle que evitara la compañía del señor Holden en vez de saludarle de esa manera en público?

El señor Holden había sido expulsado de la Armada por usar su barco para proteger a un grupo de griegos que huían a causa de algunos actos de represión cometidos por los turcos y ahora representaba a un pequeño, incipiente e ineficaz Comité para la Independencia de Grecia, y como el gobierno inglés tenía que mantener sus buenas relaciones con el Sultán, no era una persona grata a las autoridades de Malta.

Pero era demasiado tarde para dar ese consejo, pues Holden ya estaba sentado en la mesa de su viejo compañero de tripulación y con una mano sostenía en alto un vaso de vino y con la otra señalaba un conjunto de espléndidos diamantes que estaba en el sombrero de Jack Aubrey.

—¿Qué… qué es eso? —preguntó.

—Es un
chelengk
—dijo Jack con orgullo. ¿Verdad que estoy elegante?

—Dale vueltas otra vez. Dale vueltas para que él lo vea —dijeron sus amigos.

El capitán Aubrey puso su sombrero de dos picos con un ribete dorado, su mejor sombrero, sobre la mesa. El magnífico broche (formado por dos hileras de pequeños diamantes unidas, cada una de ellas de unas cuatro o cinco pulgadas de longitud y coronada por un diamante de considerable tamaño) estaba montado sobre una base redonda salpicada de pequeños diamantes; Jack le dio varias vueltas en sentido contrario a las manecillas del reloj, y cuando se ponía el sombrero otra vez, la base redonda empezó a girar con un suave zumbido y las ramas empezaron a estremecerse como si tuvieran vida propia. El capitán se quedó allí sentado, rodeado de luces que parecían brotar de fuegos artificiales, cuyos colores hacía más vivos la luz del sol.

—¿Dónde… dónde lo consiguió? —preguntó Holden, mirando a los demás, como si no debiera dirigirse al capitán Aubrey mientras el resplandeciente broche se estremecía.

Los demás preguntaron extrañados si Holden no lo sabía y le dijeron que se lo había regalado el sultán de Turquía por haber capturado la
Torgud
, que estaba al mando de un capitán rebelde, y también el barco que la acompañaba. Luego preguntaron a Holden en qué lugar había estado que no había oído hablar de la batalla entre la
Surprise
y el
Torgud
, la batalla más importante de los últimos tiempos.

—Conocía la
Torgud
, desde luego —dijo Holden—. Tenía cañones muy potentes y estaba bajo el mando del bey Mustafá, un cruel asesino. Dime, Jack, ¿cómo entablaste el combate con ella?

—Pues entrábamos al canal de Corfú, ¿sabes? —dijo Jack—, con viento entablado del sureste, un viento que permitía desplegar las juanetes. Y los barcos se encontraban así…

El cenador estaba ahora más tranquilo, y el doctor Maturin estaba sentado con las piernas cruzadas y los pantalones desabrochados en la parte de la rodilla. En ese momento sintió algo moviéndose por su pantorrilla, algo que parecía un insecto, e instintivamente levantó la mano, pero debido a los años que llevaba dedicado al estudio de las ciencias naturales, que habían aumentado su interés por conocer todas las criaturas y su deseo de proteger desde una abeja a una inocente mariposilla nocturna, retrasó el golpe. En el pasado, a menudo había pagado caro por sus conocimientos, y ahora volvió a pagar caro. Apenas había reconocido el gran tábano maltés, un tábano con doce motas, cuando el insecto clavó profundamente la probóscide en su carne. Entonces golpeó al animal, aplastándolo, y se quedó allí sentado mirando en silencio cómo la sangre se esparcía por su media de seda blanca, con los labios fruncidos a causa de la rabia.

—Decía usted que se había liberado del tabaco —dijo Graham—, pero, ¿no le parece que la decisión de dejar de fumar le priva de libertad? ¿No le parece que suprime el derecho a escoger, que es la verdadera esencia de la libertad? ¿No le parece que un hombre sensato debería ser libre de elegir entre fumar o no fumar, según las circunstancias? Somos animales sociales, pero pasar privaciones voluntariamente, como los ascetas, en un momento inoportuno, nos causa irritación y puede hacernos olvidar nuestra responsabilidad social y, por tanto, llegar a romper los vínculos que nos unen al resto de la sociedad.

—Estoy seguro de que dice esto con buena voluntad —dijo Maturin—. Pero permítame decirle que me extraña que lo diga. Me extraña que un hombre tan inteligente como usted piense que algo tan complejo como es el estado de ánimo sólo tenga una causa. ¿Es posible que la única causa de mi malhumor sea no fumar? No, no. En psicología, como en historia, los fenómenos tienen causas múltiples. Aunque fume un pequeño puro, o parte de un pequeño puro, para complacerle, verá usted que la diferencia, si la hay, será mínima. Los cambios de humor tienen motivos oscuros, y a veces me quedo sorprendido al encontrarme con lo que surge de ellos, con los pensamientos y las actitudes que acuden a mi mente completamente formados.

Eso era cierto. Ni el pez de San Pedro ni el anhelo de fumar eran razones suficientes para justificar el malhumor de Maturin, que desde hacía días aparecía cada mañana cuando se levantaba. Mientras meditaba sobre el asunto, se le ocurrió que al menos una de las muchas razones era que estaba hambriento de placer sexual y que recientemente habían excitado su deseo. «El toro se vuelve resabiado cuando está encerrado», dijo para sí, aspirando profundamente el agradable humo. Pero aún no había encontrado la explicación completa, de ninguna manera. Entonces se pasó a la parte del jardín donde daba el sol, a la parte donde no había viento, para no llenar de humo al profesor Graham, y allí, parpadeando a causa de la intensidad de la luz, dio vueltas al asunto en la cabeza.

El lugar al que se había cambiado podía verse desde la torre de la sede de la Orden de Malta, un edificio alto, sobrio, con un incongruente reloj en la parte superior de la fachada. La habitación más alta, una habitación lóbrega y desamueblada, no había sido ocupada desde que se habían ido los caballeros, tenía el suelo cubierto de polvo suave y gris y de los excrementos de los murciélagos que se oían volar entre las oscuras vigas del techo y retumbaba con el grave sonido con que el reloj marcaba los segundos. Era la habitación más oscura e incómoda; sin embargo, desde ella los espías podían ver bien el paseo, el hotel Searle y su jardín, aunque, obviamente, no su cenador.

—Ahí está uno de ellos —dijo uno de los espías—. Se acaba de pasar adonde da el sol.

—¿Ese hombre que está fumando un puro? —preguntó el otro—. ¿El cirujano naval?

—Es un cirujano naval, y muy inteligente, según dicen, pero también un agente secreto. Su nombre es Stephen Maturin. Su padre es irlandés y su madre es española, y podría pasar por un hombre de ambas nacionalidades o por francés. Nos ha hecho mucho daño: por su causa han muerto muchos de nuestros hombres. Estaba a bordo del
Ocean
cuando tu primo fue envenenado.

—Le eliminaré esta noche.

—No harás semejante cosa —dijo el primer hombre secamente.

Hablaba italiano con un marcado acento del sur, pero, en realidad, era un espía francés, uno de los espías franceses más importantes en la región mediterránea, y los malteses que estaban con él bajaron la cabeza sumisamente. Lesueur era el apellido del francés, y parecía una versión antigua del doctor Maturin, a quien miraba ahora atentamente a través de un telescopio de bolsillo: un hombre de baja estatura, delgado, encorvado, de piel amarillenta, habitualmente con una expresión adusta, reservada y pedante, que rara vez atraía la atención de los demás, pero que si la atraía, les demostraba enseguida que tenía dominio de sí mismo y una gran inteligencia. Pero Lesueur, además, controlaba cuantiosas sumas y vestía como un próspero comerciante.

—No, no, Giuseppe —dijo en tono más amable—. Admiro tu determinación y sé que manejas muy bien el cuchillo, pero esto no es Nápoles ni Roma. Su repentina e inexplicable desaparición levantaría un revuelo y, obviamente, nos relacionarían con ella, y es fundamental que no sospechen de nuestra presencia aquí. De todas formas, obtendríamos poca información de un cadáver, mientras que podríamos obtener mucha del doctor Maturin vivo. Le he encargado a la señora Fielding que le vigile, y tú y Luigi le vigilaréis cuando se reúna con otras personas.

—¿Quién es la señora Fielding?

—Una dama que trabaja para nosotros. Nos da la información a mí o a Carlos.

Podría haber añadido que Laura Fielding era napolitana y estaba casada con un teniente de la Armada real, un joven que había sido capturado por los franceses cuando participaba en una operación que tenía como objetivo sacar un barco de uno de sus puertos y que ahora estaba encerrado en la prisión de Bitche, una prisión de castigo, por haberse fugado de Verdún. Puesto que había matado a uno de los gendarmes que le perseguía, era probable que en el juicio le condenaran a muerte. Pero el juicio había sido aplazado una y otra vez, y la señora Fielding había sido informada de manera indirecta de que podía ser aplazado indefinidamente si cooperaba con una persona que estaba interesada en los movimientos del transporte marítimo. Le habían presentado el asunto como algo relacionado con los seguros internacionales y con grandes compañías venecianas y genovesas cuyos corresponsales franceses tenían el apoyo del Gobierno. Ninguna persona que estuviera familiarizada con los negocios habría dado crédito a esa historia, pero el hombre que se la había contado era un orador convincente y le dio una carta auténtica del señor Fielding dirigida a su esposa y escrita menos de tres semanas antes, una carta en la que decía que aprovechaba esa excepcional oportunidad para enviar su amor a su «queridísima Laura» y decirle que el juicio había sido aplazado de nuevo, que en la prisión le trataban con menos severidad y que era posible que no mantuvieran todas las acusaciones que le habían hecho.

La señora Fielding tenía una posición adecuada para conseguir información porque era bien recibida en todas partes y, además, porque, para ganarse un poco de dinero que complementara sus modestos ingresos, daba clases de italiano a las esposas y las hijas de los oficiales y a veces a los propios oficiales, lo que le permitía enterarse de fragmentos de noticias, en ocasiones sobre asuntos confidenciales, que no tenían sentido por sí solos, pero que unidos permitían hacerse una idea de la situación. A pesar de su pobreza, también daba fiestas en las que se tocaba música y en las que brindaba a sus invitados limonada procedente del prolífico árbol de su propio jardín y galletas de Nápoles, aunque sólo una a cada uno. Lesueur pensaba que ella tenía aún más valor debido a eso, pues como tocaba muy bien el piano y la mandolina y cantaba bastante bien, reunía a todos los marinos y militares que eran músicos de afición y que tenían más talento en una atmósfera distendida y sin recelos; sin embargo, hasta ahora no había aprovechado todo su potencial, porque prefería que se acostumbrara a la idea de que el bienestar de su marido dependía de su diligencia. Lesueur no habría causado ningún daño si hubiera dicho a Giuseppe todo esto, pero era un hombre tan circunspecto como su gesto y le gustaba reservar para sí la información, toda la información. Sin embargo, tenía que complacer en algo a Giuseppe y tenía que darle cierta información sobre la situación actual, ya que el maltes había estado ausente mucho tiempo.

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