Era divertido ver cómo los capitanes, algunos verdaderos déspotas en sus barcos, muchos acostumbrados a combatir y todos capaces de asumir grandes responsabilidades, hacían el tonto delante de una mujer.
—Hay un libro importantísimo, todavía por escribir, sobre la manifestación del deseo de apareamiento humano y todas sus absurdas variedades —dijo el doctor Maturin—. Aunque esto no es más que la sombra del principio de la ceremonia. Aquí no hay rivalidad, no hay ardientes pasiones, no hay esperanza —dijo, mirando fijamente a su amigo Aubrey—. Además, la dama no está libre.
Efectivamente, la señora Fielding no estaba libre, si se tomaba en cuenta el significado con que Maturin había usado esa palabra, aunque también era agradable ver cómo recibía las muestras de respetuosa admiración, las bromas y las frases ingeniosas: no actuaba como una mojigata ni se mostraba ofendida ni sonreía con afectación, pero tampoco daba demasiadas confianzas. Les trataba con el grado de amabilidad justo, y Maturin la miraba con admiración. Antes había notado que ella no había dado importancia a la borrachera de Pelham, y pensó que estaba acostumbrada a tratar con marinos, y en ese momento observó cómo ella recuperó la serenidad inmediatamente después de recibir una fuerte impresión al ver la cara de Pullings cuando Jack Aubrey le hizo salir de la sombra del cenador para presentárselo. También observó cómo felicitaba a Pullings por su ascenso y le invitaba a su casa aquella noche porque daba una pequeña fiesta, solamente para oír ensayar un cuarteto. Notó su infantil regocijo cuando el
chelengk
empezó a girar, y su mirada codiciosa cuando lo tenía en sus manos y admiraba las grandes piedras que lo coronaban. La miraba con curiosidad… y con algo más que eso. Una de las razones era que ella le recordaba a su primer amor. Tenía la misma constitución, no era muy alta, pero era delgada como un junco, y el pelo del mismo color, un color rojo oscuro fuera de lo común, y se daba la coincidencia de que también se había peinado de modo que podía verse su fina y graciosa nuca y las suaves curvas de sus orejas. La otra razón era que ella había mostrado interés por él.
Los insectos todavía podían engañar a Maturin y perforar su piel, pero era difícil que las mujeres pudieran engañarle en esta tardía etapa de su vida. Sabía que nadie podía admirarle por su apariencia; no tenía esperanza de inspirar simpatía por su trato ni por su conversación; y aunque pensaba que algunos de sus mejores libros,
Remarks on Pezophaps solitarius
y
Modest Proposals for the Preservation of Health in the Navy
, no carecían de mérito, no creía que ninguno impresionaría a una mujer. Ni siquiera su esposa había podido leer más de unas cuantas páginas, a pesar de su buena voluntad. Por otra parte, su posición en la Armada no era muy alta, pues ni siquiera había sido nombrado oficial, y no era poderoso ni influyente ni rico.
Por tanto, la amabilidad y las invitaciones de la señora Fielding eran provocadas por cualquier otra cosa que no fuera la coquetería ni la ambición, aunque no sabía qué era y sólo se le había ocurrido que tenía que ver con el espionaje. Si era así, entonces, obviamente, su deber era ser complaciente. No había otra manera de analizar la cuestión, no había ninguna otra manera descubrir sus conexiones o inducirla a revelarlas o utilizarla para dar información falsa. Era posible que estuviera completamente equivocado, ya que después de un tiempo los agentes secretos veían espías por todas partes, eran como los lunáticos a los que les parecía que estaban mencionados en todos los periódicos, pero tanto si era así como si no, jugaría su parte en el hipotético juego. Y se había convencido con facilidad a sí mismo de que esa era la estrategia correcta porque le gustaban su compañía y las veladas musicales en su casa. Además, estaba convencido de que podía controlar cualquier sentimiento inoportuno que brotara en su corazón. Se había puesto esas medias blancas por la señora Fielding (pues por su rango no estaba obligado a asistir a la recepción ni tenía deseos de asistir), y era por la señora Fielding que avanzó en ese momento, se quitó el sombrero, hizo una cortés reverencia con una genuflexión y dijo:
—Buenos días, señora. ¿Se encuentra bien?
—Mejor después de verle a usted, señor —respondió ella, sonriendo y dándole la mano—. Querido doctor, ¿no podría convencer al capitán Aubrey para que tome la lección? Sólo tenemos que repasar el
traspassato remoto.
—Desgraciadamente, no. Es un marino, y ya sabe usted que los marinos sienten devoción por los relojes y las campanas.
El rostro de Laura Fielding se ensombreció, pues pensó que el único punto en que estaba en desacuerdo con su marido era la puntualidad, y luego, con una alegría artificial continuó:
—Sólo el
traspassato remoto regular
. No tardaremos ni diez minutos.
—Mire… —dijo Stephen, señalando el reloj de la torre.
Todos se volvieron hacia allí, y una vez más los espías retrocedieron.
—Diez minutos es todo el tiempo que tienen estos señores para ir andando majestuosamente hasta el palacio del gobernador —continuó—, ya que no deben subir a toda prisa por la empinada cuesta porque se les desarreglarían las corbatas, se les caería el polvo de las pelucas y, como hace tanto calor, se sofocarían tanto que llegarían como si vinieran de una batalla. Será mejor que se siente conmigo a la sombra y se tome un vaso de leche de vaca fría. La leche de cabra no se la recomiendo.
—No puedo —dijo ella cuando los capitanes salían uno tras otro, por orden de antigüedad—. Tengo una cita con la señorita Lumley y voy a llegar tarde. ¡Capitán Aubrey! —exclamó—. Si por cualquier motivo se me hiciera tarde para el ensayo de esta noche, le pido que entre y enseñe al capitán Pullings el limonero. Lo han regado hoy. Giovanna se irá a Notabile dentro de poco, pero la puerta no estará cerrada con llave.
—Con mucho gusto le enseñaré el limonero al capitán Pullings —dijo Jack, y al decir «
capitán
Pullings», había soltado una carcajada de nuevo—. Es el más hermoso limonero que he visto en mi vida. Y dígame, señora, ¿Ponto también irá a Notabile?
—No. La última vez mató algunas cabras y algunos cabritillos. Pero conoce el uniforme de la Armada. No le dirá nada a usted, a no ser que coja limones.
—Parece que su plan da resultado, señor —dijo Giuseppe, observando a los oficiales y a Graham, que empezaban a subir la cuesta que llevaba al palacio, y a Stephen y a la señora Fielding, que estaban sentados tomando un helado de café. Se habían sentado después de comentar que la señora Lumley no era un oficial de marina y que, por tanto, no tendría la morbosa costumbre de medir el tiempo constantemente.
—Creo que dará bastante buen resultado —dijo Lesueur—. He descubierto, que, por lo general, mientras más feo es un hombre, más vanidoso es.
—Bien, señor —dijo Laura Fielding antes de lamer la cuchara—, como usted ha sido tan amable y como me gustaría enviar a Giovanna a Notabile enseguida, quisiera pedirle que fuera todavía más amable y me acompañara hasta la iglesia de Santo Publius, porque siempre hay muchos soldados sinvergüenzas merodeando por Porta Reale, y sin mi perro…
El doctor Maturin dijo que sería una satisfacción para él hacer de escolta de una criatura tan gentil. En verdad, parecía estar muy contento y satisfecho cuando salieron del jardín y atravesaron cogidos de la mano la plaza Regina, donde había multitud de soldados y dos rebaños de cabras, pero cuando pasaban por delante de la Posada de Castilla, ya una parte de su mente había vuelto a ocuparse del asunto del estado de ánimo y sus causas. A pesar de eso, la otra parte se ocupaba de lo que ocurría en el presente, y el silencio de Stephen era deliberado. Pero no duró mucho, si bien, como había previsto, molestó a Laura Fielding. Ella se sentía cohibida por algo, lo que él notaba cada vez con más claridad, y su tono alegre y su sonrisa eran artificiales cuando preguntó:
—¿Le gustan los perros?
—¿Los perros? —repitió, mirándola de reojo y sonriendo—. Bueno, si fuera usted una mujer corriente, que entabla una conversación por cortesía, exclamaría: «¡Oh, señora, los adoro!», con una sonrisa artificial y un gesto lo más gracioso posible. Pero puesto que es usted como es, me limitaré a decirle que interpreto sus palabras como una petición de que diga algo. Me podría haber preguntado igualmente si me gustan los hombres, las mujeres, los gatos, las serpientes o los murciélagos.
—No, los murciélagos no —dijo la señora Fielding.
—Sí, los murciélagos —dijo el doctor Maturin—. Hay tantas variedades de ellos como de otras criaturas. He conocido algunos muy alegres y enérgicos y otros hoscos, malhumorados y tercos. Naturalmente, lo mismo ocurre con los perros. La gama de perros va desde los mestizos cobardes y traicioneros hasta el heroico Ponto.
—¡Mi querido Ponto! —exclamó la señora Fielding—. Es un gran consuelo para mí, pero desearía que fuera más inteligente. Mi padre tenía un perro de aguas que sabía multiplicar y dividir.
—No obstante —dijo Maturin, siguiendo sus propios pensamientos—, los perros tienen una característica que, tengo que reconocerlo, rara vez se encuentra en otros animales, y es que sienten afecto. No me refiero al amor violento, posesivo y protector que sienten por sus amos, sino a ese tierno cariño que sienten hacia sus amigos y que a menudo vemos en las mejores especies de perros. Y cuando uno piensa en la lamentable falta de afecto puro y desinteresado en nuestra propia especie cuando llegamos a adultos, y piensa cuánto mejora la vida cotidiana y cuánto enriquece nuestro pasado y nuestro futuro, porque nos permite mirar hacia delante y hacia atrás con satisfacción, es un placer encontrarlo en un animal.
El afecto también podía encontrarse en los capitanes: Pullings lo irradiaba cuando Aubrey le condujo adonde estaban el gobernador y su invitado. A Jack no le hacía gracia encontrarse con Wray, pero como sabía que no podía evitarlo sin que pareciera que le hacía un desaire, estaba contento de que el protocolo exigiera que presentara a su antiguo teniente, pues la necesaria formalidad haría menos difícil la situación. Sin embargo, al mirar hacia donde empezaba la fila, pensó que tal vez no sería difícil. Wray estaba igual. Era un hombre alto, apuesto, simpático y caballeroso, y vestía una chaqueta negra con dos insignias de órdenes extranjeras. Había advertido que Jack se le acercaba, y su mirada se había cruzado con la de él, pero había seguido riendo con sir Hildebrand y un civil con la cara roja, aparentemente sin alterarse, como si no tuviera ningún motivo para preocuparse ni para inquietarse.
La fila se movió. Llegó el turno de Jack y Pullings. Jack le presentó al gobernador, que respondió con una inclinación de cabeza, una mirada indiferente, y la palabra «encantado». Entonces indicó a Pullings que diera un paso adelante y dijo:
—Señor, permítame presentarle al capitán Pullings. Capitán Pullings, el señor vicesecretario Wray.
—Encantado de conocerle, capitán Pullings —dijo Wray, tendiéndole la mano—. Le felicito de todo corazón por haber contribuido a la gran victoria de la
Surprise
. En cuanto leí el informe del capitán Aubrey —dijo volviéndose hacia Jack y haciendo una inclinación de cabeza— y la magnífica descripción de sus esfuerzos sin parangón, me dije: «El señor Pullings debe ser ascendido». Algunos caballeros objetaron que la
Torgud
no estaba al servicio del Sultán en el momento de su captura y que, por tanto, el ascenso sería irregular y establecería un indeseable precedente, pero insistí en que debíamos hacer caso de la recomendación del capitán Aubrey y, aquí entre nosotros —añadió en un tono más bajo y mirando sonriente a Jack—, le diré que insistí más porque una vez el capitán Aubrey fue injusto conmigo, y conceder el ascenso a su teniente era la mejor manera de demostrarle que obro de buena fe. Pocas cosas me han proporcionado tanto placer como dar este nombramiento, y lo único que lamento es que la victoria le costara esa terrible herida.
—Señor Wray, el coronel Manners, del Cuadragésimo Tercer Regimiento —dijo el señor Hildebrand, que pensaba que la presentación había durado demasiado.
Jack y Pullings hicieron una reverencia y dieron paso al coronel. Jack oyó al gobernador decir: «Ese es Jack Aubrey, el que conquistó Marga», e inmediatamente después, la respuesta del militar: «¡Ah! ¿Estaba entonces ocupada por el enemigo, verdad?», pero estaba muy turbado. ¿Era posible que hubiera juzgado mal a Wray? ¿Era posible que un hombre tuviera el descaro de hablar de esa manera si la acusación era falsa? Indudablemente, Wray podría haber denegado el ascenso si hubiera querido, ya que tenía la excusa de que la
Torgud
estaba al mando de un rebelde. Jack intentó recordar todos los detalles de lo que había sucedido aquella remota noche desafortunada y llena de ira en Portsmouth. Quería recordar el orden en que habían ocurrido los acontecimientos, quiénes eran los otros civiles que estaban en la mesa, y si había bebido mucho, pero desde entonces había pasado muchas más situaciones difíciles y ya no podía recordar cuál era la base de su certeza de entonces. Hubo trampas, sobre todo cuando había grandes sumas en juego, de eso todavía estaba seguro, pero en la mesa había varios jugadores, no sólo estaba Andrew Wray.
En ese momento se dio cuenta de que Pullings, desde hacía un rato, hablaba del vicesecretario con entusiasmo: «¡Qué magnanimidad! ¡Qué magnanimidad!…Ya sabe a lo que me refiero, señor… ¡Qué benévolo!… Sin duda, es muy culto… Debería ser secretario e incluso primer lord…». Y también se dio cuenta de que estaban de pie frente a una mesa llena de botellas, garrafas, copas y jarras.
—¡Bebamos una jarra
de flip
a la salud del señor Wray, señor! —dijo Pullings, cogiendo una jarra de plata, fría como el hielo.
—
¿Flip
a esta hora del día? —dijo Jack, mirando atentamente la cara redonda y alegre del capitán Pullings, donde la herida, ahora de un intenso color púrpura, se destacaba; la cara de un hombre que había bebido ya una pinta de vino de Marsala y que estaba turbado por la felicidad; la cara de un hombre que casi nunca bebía y no estaba ahora en condiciones de beber champán mezclado con coñac a partes iguales—. ¿No sería lo mismo brindar con un vaso de cerveza? Es buenísima esta cerveza de las Indias Orientales.
—¡Vamos, señor! —dijo Pullings con reproche—. No brindo por un ascenso todos los días.
—Es cierto —dijo Jack, recordando la infinita alegría que había sentido la primera vez que se había puesto la charretera de capitán y que en aquella época sólo daban una a los capitanes—. Es cierto. ¡A la salud del señor vicesecretario! ¡Que pueda realizar todos sus proyectos!