El proceso (22 page)

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Authors: Franz Kafka

BOOK: El proceso
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—¿Los grandes abogados? —preguntó K—. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede establecer contacto con ellos?

—Así que usted aún no ha oído hablar de ellos —dijo el comerciante—. Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea. Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender. Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las instancias inferiores. Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo por la borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.

—¿Usted no pensó entonces en los grandes abogados? —preguntó K.

—No por mucho tiempo —dijo el comerciante, y sonrió otra vez—, por supuesto no se les puede olvidar por completo, la noche es especialmente favorable para que surjan esos pensamientos. Pero en aquellos tiempos sólo pretendía éxitos inmediatos, así que fui a ver a los abogados intrusos.

—Qué bien estáis sentados los dos juntos —exclamó Leni, que había regresado con el plato de sopa.

Realmente estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el mínimo movimiento podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El comerciante, que además de su pequeña estatura se mantenía encorvado obligó a que K se inclinara para poder oír lo que decía.

—Un momento todavía —gritó K, rechazando a Leni y agitando impaciente la mano que aún tenía sobre la del comerciante.

—Quería que le contase mi proceso —dijo el comerciante a Leni.

—Sigue, sigue contando —dijo ella. Hablaba al comerciante con cariño, pero también algo despectivamente. A K no le gustó. Como acababa de reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía experiencias que sabía comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente. Miró a Leni enojado cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había sostenido en alto todo ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y se arrodilló a su lado para raspar algo de cera que le había caído en el pantalón.

—Quería hablarme de los abogados intrusos —dijo K y, sin más comentarios, dio una palmada en la mano de Leni.

—¿Qué quieres? —preguntó Leni, le devolvió la palmada y continuó su trabajo.

—Sí, de los abogados intrusos —dijo el comerciante y se pasó la mano sobre la frente, como si reflexionara.

K quiso ayudarle y dijo:

—Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó abogados intrusos.

—Ah, sí, cierto dijo el comerciante, pero no continuó hablando

«Es posible que no quiera hablar delante de Leni» pensó K. Dominó su impaciencia por oír el resto y no le presionó más.

—¿Me has anunciado? —preguntó a Leni.

—Naturalmente —dijo ella—, te está esperando. Deja a Block, con él puedes hablar más tarde, se quedará aquí.

K aún dudaba.

—¿Quiere quedarse aquí? —preguntó al comerciante. Quería oír su propia respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si estuviera ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra Leni. Pero otra vez fue Leni la que respondió:

—Duerme aquí con frecuencia.

—¿Duerme aquí? —preguntó al comerciante. K había creído que esperaría allí hasta que él cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el abogado, luego podrían continuar juntos y hablarlo todo sin molestias.

—Sí —dijo Leni—, no todos son como tú, Josef, que te presentas a ver al abogado cuando quieres. Ni siquiera pareces asombrarte de que el abogado te reciba a las once de la noche y a pesar de su enfermedad. Aceptas todo lo que hacen tus amigos por ti como algo evidente. Bien, tus amigos o, al menos, yo, lo hacemos encantados. No quiero ningún otro agradecimiento, y tampoco lo necesito, salvo el de que me quieras.

«¿Que te quiera?» —pensó K en el primer momento, luego le pasó por la cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus últimas palabras:

—Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de extraños, debería estar mendigando a casa paso.

—¿Qué mal está hoy, verdad? —preguntó Leni al comerciante.

«Ahora soy yo el ausente» —pensó K, y casi se enoja con el comerciante al asumir éste la descortesía de Leni y decir:

—El abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más interesante que el mío. Además, su proceso está en la primera fase, es decir, no ha avanzado mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de él. Más tarde será diferente.

—Sí, sí —dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo—. ¡Cómo bromea! No le creas nada —dijo Leni volviéndose a K—. Es tan cariñoso como hablador. A lo mejor es por eso que el abogado no le puede soportar. Sólo le recibe cuando está de buen humor. Me he esforzado mucho por cambiarlo, pero es imposible. Hay veces en que anuncio a Block y le recibe tres días después. Si cuando lo llama no está preparado para entrar, entonces está todo perdido y hay que anunciarle de nuevo. Por eso le he permitido dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha llamado en plena noche. Ahora Block también está preparado de noche. Pero puede ocurrir que el abogado, si resulta que Block está aquí, cambie de opinión y cancele la visita.

K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la vergüenza:

—Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado.

—Sólo se queja para guardar las apariencias —dijo Leni—, le encanta dormir aquí, como ha reconocido ante mí muchas veces.

Ella se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe.

—¿Quieres ver dónde duerme? —preguntó.

K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y sin ventanas, ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a ella escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento en la pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela, un tintero, una pluma y unos papeles, probablemente escritos del proceso.

—¿Duerme en la habitación de la criada? —preguntó K volviéndose hacia el comerciante.

—Leni la ha arreglado para mí —respondió el comerciante—. Dormir en ella es muy ventajoso.

K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues su proceso duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De repente, K no soportó por más tiempo la visión del comerciante.

—¡Llévatelo a la cama! —le gritó a Leni, que pareció no entenderle. Él, sin embargo, quería ir a ver al abogado y, con su renuncia, liberarse no sólo de él, sino también de Leni y del comerciante. Pero antes de que llegase a la puerta, el comerciante se dirigió a él en voz baja:

—Señor gerente.

K se volvió enojado.

—Ha olvidado su promesa —dijo el comerciante, que se estiró en su sitio y miró a K suplicante—. Me tiene que decir un secreto.

—Es verdad —dijo K, y acarició ligeramente a Leni con una mirada. Ella prestó atención a lo que iba a decir—. Escuche, aunque ya no es ningún secreto. Voy a ver al abogado para despedirle.

—¡Le despide! —gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió alrededor de la cocina con los brazos en alto.

Una y otra vez gritaba:

—¡Despide al abogado!

Leni quiso acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su camino, por lo que le dio un golpe con el puño. Aún con la mano cerrada, corrió detrás de K, pero éste le llevaba ventaja. Acababa de entrar en la habitación del abogado, cuando Leni logró alcanzarle. K cerró la puerta, pero Leni la mantuvo abierta con el pie, le cogió del brazo e intentó sacarle. K presionó tanto su muñeca que se vio obligada a soltarle lanzando un quejido. No se atrevió a entrar de inmediato en la habitación. K cerró la puerta con llave.

—Le espero desde hace tiempo —dijo el abogado desde la cama, dejó un escrito, que había estado leyendo a la luz de una vela, sobre la mesilla de noche y se puso las gafas, con las que miró a K con ojos penetrantes. En vez de disculparse, K dijo:

—Me iré en seguida.

El abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna disculpa, y dijo:

—La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada.

—No importa —dijo K.

El abogado le lanzó una mirada interrogativa.

—Siéntese —dijo.

—Como guste —dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche.

—Me parece que ha cerrado la puerta con llave dijo el abogado.

—Sí —dijo K—, ha sido por Leni.

No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado preguntó:

—¿Ha vuelto a ser atrevida?

—¿Atrevida? —preguntó K.

—Sí —dijo el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó riendo en cuanto se le pasó.

—Usted habrá notado ya su osadía —dijo, y dio unos ligeros golpecitos en la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de noche, retirándola ahora de inmediato.

—No le da importancia —dijo el abogado cuando K se quedó callado—, mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme ante usted. Es una peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave. A usted sería a quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero como me mira tan consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en que Leni encuentra guapos a la mayoría de los acusados. Se encapricha de todos, los ama, al menos aparentemente todos le corresponden; para entretenerme, cuando le doy permiso, me cuenta algo. Para mí no es ninguna sorpresa, como para usted parece serlo. Cuando se tiene la perspectiva visual adecuada, se encuentra que, efectivamente, la mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta manera, de un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable del aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros asuntos judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual y, si tienen un buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les afectará. Sin embargo, los que poseen una dilatada experiencia son capaces de reconocer a los acusados entre una multitud. ¿Por qué?, preguntará. Mi respuesta no le satisfará. Los acusados son los más guapos. No puede ser la culpa la que los embellece, pues —y aquí tengo que hablar como abogado— no todos son culpables; tampoco puede ser la pena futura la que les hace guapos, pues no todos serán castigados; por consiguiente, se tendría que deber al proceso, que, de algún modo, les marca. Aunque también hay que reconocer que entre todos ellos hay algunos que se distinguen por una belleza especial. Pero todos son guapos, incluso Block, ese gusano miserable.

Cuando el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había asentido con la cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su antigua opinión de que el abogado siempre intentaba confundirle con informaciones generales ajenas al caso y, así, evitaba dar respuesta a la cuestión de si había realizado algo en su favor. El abogado notó que K estaba dispuesto a ofrecerle más resistencia que de costumbre, pues se calló para dar a K la posibilidad de hablar. No obstante preguntó al ver que K mantenía su silencio:

—Pero usted ha venido a verme con una intención especial, ¿verdad?

—Sí —dijo K y tapó un poco la vela con la mano para poder ver mejor al abogado—, quería decirle que renuncio a partir del día de hoy a sus servicios.

—¿Le he entendido bien? —preguntó el abogado, se incorporó en la cama y se apoyó con una mano en la almohada.

—Creo que sí —dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera al acecho.

—Bien, podemos discutir ese plan —dijo el abogado transcurrido un rato.

—Ya no es ningún plan —dijo K.

—Puede ser —dijo el abogado—, pero tampoco nos vamos a precipitar.

Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera la intención de desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su defensor, sí, al menos, su consejero.

—No es precipitado —dijo K, y se levantó lentamente, poniéndose detrás de la silla, lo he pensado mucho y, quizá, demasiado tiempo. La decisión es definitiva.

—Al menos permítame decir algunas palabras —dijo el abogado, que se quitó la manta y se sentó en el borde de la cama. Sus piernas desnudas, cubiertas de pelo blanco, temblaban de frío. Le pidió a K que le diera una manta que había sobre el canapé. K le llevó la manta y dijo:

—Se expone inútilmente a un enfriamiento.

—El motivo es lo suficientemente importante —dijo el abogado, mientras cubría la parte superior del cuerpo con la manta de la cama y luego las piernas con la manta que le había llevado K—. Su tío es mi amigo y también le he cogido cariño a usted. Lo reconozco abiertamente. No necesito avergonzarme de ello.

Esos discursos enternecedores del viejo eran inoportunos para las intenciones de K, pues le obligaban a dar una aclaración detallada, que él hubiera querido evitar. Además, le confundían, aunque nunca lograban que cambiase de decisión.

—Le agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí —dijo—, también reconozco que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible y con la mayor ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos se ha afianzado en mí la convicción de que no es suficiente. Por supuesto que jamás intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho más experimentado y mayor que yo. Si lo he intentando alguna vez, le ruego que me perdone. El asunto, como usted dice, es lo suficientemente importante y estoy convencido de que es necesario actuar con más energías en el proceso de las que se han empleado hasta ahora.

—Le comprendo —dijo el abogado—. Usted es impaciente.

—No soy impaciente —dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus palabras—. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de mi tío, que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban con insistencia, lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que le encargase mi defensa, así lo hice, pero sólo para ser amable con él. Y a partir de ese momento creí que soportar el proceso sería aún más fácil para mí, pues al encargar al abogado la defensa, la carga del proceso recaería sobre él. Pero ocurrió todo lo contrario. Nunca antes de que usted asumiera mi defensa tuve tantas preocupaciones a causa del proceso. Cuando estaba solo no emprendía nada a favor de mi causa, pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse de un defensor, todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba cada vez más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted recibí informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir de otros. Pero eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en secreto, me afecta cada vez más.

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