Authors: Franz Kafka
—No se ha decidido respecto a mis proposiciones. Lo apruebo. Lo mismo le hubiera desaconsejado que se decidiera en seguida. Las ventajas y las desventajas son nimias. Hay que valorarlo todo con exactitud.
—Le volveré a visitar pronto —dijo K, que con decisión repentina puso la chaqueta, se echó el abrigo sobre los hombros y se apresuró hacia la puerta. Las niñas, al advertirlo, comenzaron a gritar.
—Pero debe mantener su palabra —dijo el pintor, que le había seguido, si no, me presentaré en su banco y preguntaré por usted.
—Abra la puerta —dijo K, al notar cómo las niñas hacían fuerza en el picaporte.
—¿Acaso quiere que las niñas le molesten? Salga mejor por la otra puerta —y señaló la puerta situada detrás de la cama.
K estuvo de acuerdo y retrocedió hasta la cama. Pero el pintor, en vez de abrir la puerta, se metió debajo de la cama y preguntó desde allí:
—¿No quiere ver un cuadro que le podría vender?
K no quería ser descortés, el pintor se había portado bien y le había prometido seguir ayudándole, además K se había olvidado de hablar sobre la recompensa por la ayuda, por este motivo no pudo zafarse y dejó que le mostrara el cuadro, aunque temblase de impaciencia por salir del estudio. El pintor sacó de debajo de la cama un montón de cuadros sin enmarcar tan llenos de polvo que, cuando el pintor sopló sobre el primero, K estuvo un tiempo sin poder respirar ni ver bien.
—Un paisaje de landa —dijo el pintor, y alcanzó el cuadro a K. Representaba unos árboles débiles, muy alejados entre sí, rodeados de hierba oscura. En segundo plano se veía un policromo crepúsculo.
—Muy bonito —dijo K—, lo compro.
K se había expresado con tal brevedad de una forma impensada. Por eso se alegró cuando el pintor en vez de tomarlo a mal, levantó otro cuadro del suelo.
—Aquí tiene un contraste con el anterior —dijo el pintor.
Se habría concebido como un contraste, pero no había la más mínima diferencia con el anterior, ahí estaban los árboles, la hierba y en el fondo el crepúsculo. Pero a K no le importaba.
—Son paisajes muy bonitos —dijo—. Se los compro. Los colgaré en mi despacho.
—Parece que el motivo le gusta. Casualmente tengo un tercer cuadro similar.
No era similar, más bien se trataba de un paisaje idéntico. El pintor aprovechaba la oportunidad para vender cuadros viejos.
—También lo compro —dijo K—. ¿Cuánto cuestan los tres cuadros?
—Ya hablaremos de eso —dijo el pintor—. Ahora tiene prisa, pero vamos a permanecer en contacto. Por lo demás, me alegra que le hayan gustado los cuadros. Le daré todos los que tengo debajo de la cama. Todos son paisajes de landa, ya he pintado muchos. Hay personas que les tienen cierta aversión porque son melancólicos, otros, sin embargo, entre los que usted se cuenta, aman precisamente esa melancolía. Pero K ya no tenía ganas de oír las experiencias profesionales del pintor pedigüeño.
—Empaquete los cuadros —exclamó, interrumpiendo al pintor—, mañana vendrá mi ordenanza y los recogerá.
—No es necesario —dijo el pintor—. Creo que podré conseguir que alguien se los lleve ahora.
Finalmente, salió de debajo de la cama y abrió la puerta.
—Súbase a la cama —dijo el pintor—, lo hacen todos los que entran.
K tampoco habría tenido ninguna consideración si el pintor no hubiese dicho nada. En realidad ya tenía puesto un pie encima de la cama, pero entonces se quedó mirando hacia la puerta abierta y volvió a retirar el pie.
—¿Qué es eso? —preguntó al pintor.
—¿De qué se asombra? —preguntó éste, asombrado a su vez—. Son dependencias del tribunal. ¿No sabía que aquí había dependencias judiciales? Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí? También mi estudio pertenece a las dependencias del tribunal, éste es el que lo ha puesto a mi disposición.
K no se horrorizó tanto por haber encontrado allí unas dependencias judiciales, sino por su ignorancia en asuntos relacionados con tribunal. Según su opinión, una de las reglas fundamentales que debía regir la conducta de todo acusado era la de estar siempre preparado, no dejarse sorprender, no mirar desprevenido hacia la derecha, cuando el juez se encontraba a su izquierda, y precisamente infringía esta regla continuamente. Ante él se extendía un largo pasillo, por el que corría un aire fresco en comparación con el del estudio. A ambos lados del pasillo había bancos, como en la sala de espera de las oficinas judiciales competentes para el caso de K. Parecían existir reglas concretas para la construcción de las dependencias. En ese momento no había mucho tráfico de personas. Un hombre permanecía casi tendido, había apoyado la cabeza en el banco y se había cubierto el rostro con las manos. Parecía dormir. Otro estaba al final del pasillo, en una zona oscura. K se subió a la cama, el pintor le siguió con los cuadros. Al poco tiempo encontraron a un empleado de los tribunales. K reconocía a todos estos empleados por el botón dorado que llevaban en sus gajes normales, junto a los otros botones usuales. El pintor le encargó que acompañase a K con los cuadros. K vacilaba al caminar y avanzaba con el pañuelo en la boca. Ya se encontraban cerca de la salida, cuando las niñas irrumpieron frente a ellos, así que K ni siquiera se pudo ahorrar esa situación. Habrían visto cómo abrían la otra puerta y habían corrido para sorprenderlos.
—Ya no puedo acompañarle más —exclamó el pintor sonriendo y resistiendo el embate de las niñas—. ¡Adiós! ¡Y no tarde mucho en decidirse!
K ni siquiera le miró. Al salir a la calle tomó el primer taxi que pasó. Deseaba deshacerse del empleado, ese botón dorado se le clavaba continuamente en el ojo, aunque a cualquier otro ni siquiera le llamara la atención. El empleado, servicial, quiso sentarse con K, pero éste lo echó abajo. K llegó al banco por la tarde. Habría querido dejarse los cuadros en el coche, pero temió necesitarlos en algún momento para justificarse ante el pintor. Así que pidió que los subieran a su despacho Y los guardó en el último cajón de su mesa. Allí estarían a salvo de la curiosidad del subdirector, al menos durante los primeros días.
Por fin se había decidido K a renunciar a la representación del abogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al abogado, le había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva lentitud y tuvo que permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban de las diez de la noche cuando K se presentó ante la puerta del abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el abogado por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla, de otro modo el abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su reacción ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada despreciable del abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K estaba sentado frente al abogado, aunque éste no quisiera decir mucho, al menos podría deducir bastante de sus gestos y de su actitud. Tampoco se podía excluir que le convenciese para que el abogado continuase con la defensa y que él renunciase a su decisión.
Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni podría ser más rápida» —pensó K. Pero resultaba una ventaja que no se inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre en bata o cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda vez, miró hacia la puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta, pero no eran los de Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en ella, y gritó hacia el interior:
—¡Es él! —y abrió del todo.
K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave de la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se precipitó hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían dirigido antes el grito de advertencia, corría por el pasillo vestida con una simple camisa. Se quedó mirándola un rato y luego se volvió hacia el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y delgado, con barba, y sostenía una vela en la mano.
—¿Está empleado aquí? —preguntó K.
—No —respondió el hombre—, el abogado me defiende, estoy aquí por un asunto judicial.
—¿Sin chaqueta? —preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano su forma inapropiada de vestir.
—¡Oh, disculpe! —dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela, como si advirtiese por primera vez su estado.
—¿Leni es su amante? —preguntó K brevemente. Había abierto algo las piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior a aquella figura esmirriada.
—¡Oh, Dios! —dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud defensiva—, no, no, ¿cómo puede pensar eso?
—Parece que dice la verdad —dijo K sonriendo—, no obstante, venga le hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante.
—¿Cómo se llama? —preguntó K mientras caminaban.
—Block, soy el comerciante Block —dijo, y al hacer su presentación se volvió, pero K no dejó que se detuviera.
—¿Es su apellido de verdad? —preguntó K.
—Claro —fue la respuesta—, ¿por qué?
—Pensé que tenía razones para silenciar su apellido —dijo K. Se sentía libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente de baja condición, guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o dejándolos caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del abogado, la abrió y gritó al comerciante, que había continuado:
—¡No tan deprisa! Ilumine aquí.
K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por los tirantes.
—¿Le conoce? —preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba.
El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo:
—Es un juez.
—¿Un juez supremo? —preguntó K, y se puso al lado del comerciante para observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba con admiración.
—Es un juez supremo —dijo.
—Usted no tiene mucha capacidad de observación —dijo K—. Entre todos los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.
—Ahora me acuerdo —dijo el comerciante, y bajó la vela—, yo también lo he oído.
—Naturalmente —exclamó K—, lo olvidé, claro que lo habrá oído.
—Pero, ¿por qué?, ¿por qué? —preguntó el comerciante, mientras se dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K:
—¿Sabe dónde se ha escondido Leni?
—¿Escondido? —dijo el comerciante—. No, pero puede estar en la cocina preparando una sopa para el abogado.
—¿Por qué no lo ha dicho en seguida? —preguntó K.
—Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me ha llamado —respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes contradictorias.
—Usted se cree muy astuto —dijo K—. ¡Lléveme entonces hasta ella! K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los normales; del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba iluminada por una pequeña lámpara situada a la entrada. Frente al fogón se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba huevos en una olla puesta al fuego.
—Buenas noches, Josef —dijo mirándole de soslayo.
—Buenas noches —dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó a Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó:
—¿Quién es ese hombre?
Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba vueltas a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo:
—Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block. Míralo.
Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le había asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba presionar el pabilo con los dedos para evitar que humease.
—Estabas en camisa —dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella calló.
—¿Es tu amante? —preguntó K.
Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo:
—¡Responde!
Ella musitó:
—Ven al despacho, te lo explicaré todo.
—No —dijo K—, quiero que lo aclares aquí.
Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo:
—No quiero que me beses ahora.
—Josef —dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con sinceridad—, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi —dijo ahora volviéndose hacia el comerciante—, ayúdame y deja la vela, mira cómo sospecha de mí.
Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía perfectamente la conversación.
—No sé por qué tiene que estar celoso —dijo sin saber qué responder.
—Yo tampoco lo sé —dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni rió en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su brazo y susurró:
—Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro motivo. ¿Y tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo, pero si quieres te anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo, ¿verdad? Hace tiempo que no vienes, el abogado ha preguntado por ti. ¡No descuides el proceso! También yo tengo que comunicarte algo que he sabido hace poco. Pero ahora quítate el abrigo.
Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó y comprobó cómo iba la sopa.
—¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la sopa?
—Anúnciame primero —dijo K.
Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante le había quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto demasiado importante como para que ese comerciante bajito pudiera interferir en él de una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya estaba en el pasillo, y le dijo que regresara.