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Authors: Franz Kafka

El proceso (29 page)

BOOK: El proceso
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El fiscal

A pesar de los conocimientos psicológicos y de la experiencia adquirida durante su larga actividad bancaria, sus compañeros de tertulia siempre le habían parecido dignos de admiración y jamás negaba que para él suponía un gran honor pertenecer a un grupo semejante. Estaba constituido casi exclusivamente por jueces, fiscales y abogados; a algunos jóvenes funcionarios y pasantes se les admitía en la reunión, pero se sentaban al final de la mesa y sólo podían intervenir en los debates cuando se les preguntaba expresamente algo. Pero esas preguntas solían tener el único objetivo de divertir a la concurrencia: especialmente el fiscal Hasterer, habitual vecino de mesa de K, gustaba de avergonzar así a los jóvenes. Cuando ponía su gran mano peluda en el centro de la mesa, la extendía y miraba hacia el extremo, todos aguzaban los oídos. Y cuando uno de los jóvenes se adjudicaba la pregunta, pero o no podía descifrarla o se quedaba mirando la cerveza pensativo, moviendo las mandíbulas en vez de hablar, o —lo que era más enojoso— defendía con un torrente de palabras una opinión falsa o desautorizada, entonces todos los señores volvían a acomodarse riendo en sus asientos y sólo a partir de ese momento parecían sentirse realmente a gusto. Las conversaciones serias y especializadas quedaban reservadas para ellos.

K había sido introducido en esa sociedad por el asesor jurídico del banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas entrevistas con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adaptado a su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí podía ver a eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya diversión consistía en intentar resolver cuestiones ajenas a la vida común. Aunque él podía intervenir muy poco, al menos disfrutaba de la posibilidad de acumular conocimientos, lo que más tarde o más temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía conseguir importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía tolerarle. Pronto fue reconocido como un experto en negocios y su opinión en esa materia —muchas veces emitida con ironía— resultaba irrefutable. Ocurría con frecuencia que dos personas, que juzgaban de manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban a K su opinión, de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se perdía. No obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones más complejas, pues contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un buen consejero que le ayudaba amigablemente en esas cuestiones. Algunas veces K le acompañaba por la noche a casa, aunque no se podía acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que le podría haber ocultado en los faldones de su abrigo.

A lo largo del tiempo se hicieron tan amigos que las diferencias de educación, de profesión y de edad desaparecieron. Hablaban entre ellos como si hubieran estado juntos desde siempre y, aunque en la relación a veces parecía que uno mostraba cierta superioridad, no era Hasterer, sino K el que quedaba algo por encima, pues sus experiencias prácticas le daban con frecuencia la razón, no en vano las había adquirido directamente, como nunca ocurre en un despacho judicial.

Esa amistad era conocida entre los contertulios; al final, sin embargo, se olvidó quién había introducido a K en la sociedad, aunque Hasterer le cubría en todo momento. Si el derecho de K a sentarse entre ellos hubiese sido puesto en duda, habría podido apelar a Hasterer con todo derecho. Por eso K ocupó una posición privilegiada, pues Hasterer era tan admirado como temido. La fuerza de su argumentación jurídica era digna de admiración, pero había otros señores que estaban a su altura en ese terreno. No obstante, ninguno de ellos alcanzaba la impetuosidad con que defendía su opinión. K tenía la impresión de que Hasterer, cuando no podía convencer a su contrario, al menos le quería asustar, sólo ante su dedo índice admonitorio había más de uno que retrocedía. Entonces era como si el oponente olvidara que estaba en la compañía de buenos conocidos y colegas, que sólo se trataba de cuestiones teóricas y de que en realidad no podía ocurrirle nada. A pesar de todo esto, enmudecía y un ligero balanceo de cabeza ya era un acto de valor. Era un espectáculo patético cuando el oponente estaba sentado lejos; Hasterer sabía que con esa distancia no se podría llegar a ninguna unanimidad, a no ser que desplazara el plato de la cena y se levantase lentamente para buscar al hombre en cuestión. Los que estaban a su lado miraban hacia arriba para observar su rostro. Pero esos incidentes eran relativamente escasos, ante todo se irritaba tratando de cuestiones jurídicas, principalmente en aquellas que aludían a procesos en los que él mismo participaba o había participado. Si no se trataba de esas cuestiones, permanecía tranquilo y amable, su sonrisa era cariñosa y su pasión era comer y beber. Podía ocurrir incluso que no escuchase la conversación, se volviera hacia K, pusiera el brazo sobre el respaldo de la silla de éste, le preguntase algo en voz baja acerca del banco, luego hablase él sobre su propio trabajo y contase algo sobre las damas que conocía, que le daban tanto o más trabajo que el tribunal. Con ningún otro hablaba así, podía ocurrir, incluso, que cuando alguien quería solicitar algo de Hasterer —la mayoría de las veces para lograr una reconciliación con algún colega— se dirigiera primero a K y le pidiera su intercesión, a lo que él siempre accedía. Sin aprovecharse en este sentido de la amistad con Hasterer, K era amable y modesto con todos los demás y sabía distinguir —lo que era mucho más importante que la cortesía y la modestia— los distintos rangos jerárquicos y tratar a cada uno según su posición. Hasterer le ilustraba a este respecto una y otra vez, ésas eran las únicas normas que ni siquiera Hasterer rompía en sus debates más enconados. Por el respeto a estas normas se juzgaba también a los jóvenes situados al fondo de la mesa, que aún no poseían rango alguno y a los que se dirigían como si no fueran individuos, sino una masa compacta. Pero precisamente estos jóvenes eran los que brindaban mayores honores a Hasterer, y cuando se levantaba a las once para irse a casa, siempre había uno dispuesto a ayudarle a ponerse el pesado abrigo y otro que con inclinaciones se apresuraba a abrirle la puerta y, naturalmente, la mantenía abierta hasta que K abandonaba la estancia detrás de él.

Mientras que al principio K acompañaba a Hasterer, o este último a K, un trecho del camino, más tarde Hasterer comenzó a invitar a K para que subiese a su vivienda y conversaran un rato. Permanecían alrededor de una hora juntos bebiendo licor y fumando cigarros. A Hasterer le gustaban tanto esas veladas que no quiso renunciar a ellas cuando una mujer, Helene de nombre, vivió allí durante unas semanas. Era una mujer gorda y ya mayor, con una piel amarillenta y rizos negros que le caían por la frente. K al principio sólo la vio en la cama; permanecía tendida sin vergüenza alguna, leyendo una novela y sin interesarse por la conversación de los dos hombres. Sólo cuando se había hecho tarde acostumbraba estirarse y bostezar. Y si así no podía llamar la atención, entonces le arrojaba la novela a Hasterer. Éste se levantaba sonriendo y se despedía de K. Después, cuando Hasterer comenzó a cansarse de Helene, ésta perturbaba considerablemente los encuentros. Esperaba la llegada de ambos completamente vestida y, además, con un traje que ella, probablemente, consideraba muy elegante, pero que en realidad era un vestido de baile pasado de moda y que llamaba desagradablemente la atención por una serie de volantes que ella misma le había añadido como adorno. K ignoraba el aspecto real que podía haber tenido ese vestido, él se negaba a mirarlo y permanecía sentado durante horas con los ojos bajos, mientras ella iba y venía contoneándose por la habitación o se sentaba cerca de él. Más tarde, cuando su situación empezaba a ser insostenible, intentó dar, llevada por la desesperación, un trato de preferencia a K para, así, poner celoso a Hasterer. Era sólo por desesperación, no por maldad, cuando apoyaba su grasienta espalda desnuda en la mesa, acercaba su rostro a K y le quería obligar a que la mirara. Ella sólo consiguió que K renunciase a visitar a Hasterer y cuando, transcurrido un tiempo, regresó, ya se había desembarazado de Helene. K lo tomó como algo evidente. Esa noche permanecieron juntos más de lo habitual, celebraron su hermandad por iniciativa de Hasterer y K regresó a casa algo mareado a causa de los cigarros y del licor.

Precisamente a la mañana siguiente, el director del banco, durante una conversación de negocios, mencionó que le había parecido ver a K la noche anterior. Si no se equivocaba, había visto a K andando con el fiscal Hasterer cogidos del brazo. Al director le parecía tan extraño, que nombró la iglesia —esto correspondía a su pasión por la exactitud— en cuyo muro lateral, cerca de la fuente, se había producido ese encuentro. Si hubiese querido describir un espejismo, no lo hubiera podido expresar mejor. K le explicó que el fiscal era amigo suyo y que, en efecto, la noche anterior habían pasado por la iglesia mencionada. El director rió asombrado y pidió a K que se sentase. Era uno de esos momentos por los que K tenía tanto cariño al director. Eran instantes en que ese hombre enfermo y débil, que apenas dejaba de toser, sobrecargado de trabajo y lleno de responsabilidad, se preocupaba por el bienestar de K y por su futuro. Se trataba de una preocupación que, según otros funcionarios que habían experimentado algo parecido, se podía denominar fría y superficial, pues no era nada más que un buen método para ganarse a valiosos funcionarios por muchos años con el sacrificio de dos minutos. Pero fuera lo que fuese, K quedaba sometido al director en esos instantes. Tal vez el director hablaba con K de un modo algo diferente, jamás olvidaba su posición para ponerse al mismo nivel de K —esto, sin embargo, lo hacía con regularidad en las relaciones usuales de negocios—, pero sí parecía olvidar la posición de K, ya que hablaba con él como con un niño o como con un joven ignorante que pretende un puesto de trabajo y, por motivos inescrutables, cae simpático al director. K no habría tolerado semejante tratamiento de nadie, ni siquiera del director, si su preocupación no le hubiera parecido sincera o si al menos la posibilidad de esa preocupación, como se mostraba en esos instantes, no le hubiera hechizado de ese modo. K reconocía sus debilidades. Tal vez el motivo era que en él había algo infantil, ya que no había recibido el cariño de un padre, pues éste había muerto muy joven. Además, había salido muy pronto de casa y no se había sentido atraído por la ternura de la madre, que, medio ciega, vivía en una de esas ciudades de provincia por las que no pasa el tiempo y a la que había visitado por última vez hacía dos años.

—No sabía nada de esa amistad —dijo el director, y sólo una débil y amable sonrisa dulcificó la severidad de sus palabras.

Hacia la casa de Elsa

Una noche, poco antes de irse, K recibió una llamada en la que le exhortaban a que se presentase inmediatamente en las oficinas del juzgado. Se le advertía que obedeciese. Sus inauditas indicaciones acerca de la inutilidad de los interrogatorios, de que éstos no conducían a nada, de que él no volvería a comparecer, de que no atendería ninguna notificación, ni por teléfono ni por escrito, y de que echaría a todos los ujieres, todas esas indicaciones constaban en acta y ya le habían perjudicado mucho. ¿Por qué no se quería plegar? ¿Acaso no se esforzaban, sin considerar el tiempo invertido ni los costes, en ordenar algo su confusa causa? ¿Acaso pretendía molestar y que se tomasen medidas violentas, de las que hasta ahora había sido eximido? La citación de ese día era un último intento. Que hiciera lo que quisiese, pero que supiese que el tribunal supremo no iba a tolerar que se burlasen de él.

Precisamente esa noche K había avisado a Elsa de su visita y por ese motivo no podía comparecer ante el tribunal. Estaba contento de poder justificar su incomparecencia con ese motivo, aunque, natural mente, jamás utilizaría semejante excusa ni, con toda probabilidad, acudiría esa noche al tribunal aun cuando no tuviera la obligación más nimia. En todo caso, con la conciencia de estar en su derecho, planteó la pregunta de qué ocurriría si no fuera.

—Sabremos encontrarle —fue la respuesta.

—¿Y seré castigado porque no me he presentado voluntariamente? —preguntó K, y sonrió en espera de lo que le iban a responder.

—No —fue la respuesta.

—Estupendo —dijo K—, ¿qué motivo podría tener entonces para cumplir con la citación de hoy?

—No se suele acosar con los medios punitivos del tribunal —dijo la voz ya debilitada y que terminó por extinguirse.

«Es muy imprudente si no se hace —pensó K mientras se marchaba—. Hay que conocer esos medios punitivos».

Se dirigió a casa de Elsa sin pensarlo dos veces. Sentado cómodamente en la esquina del coche, con las manos en los bolsillos del abrigo —empezaba a hacer frío—, contempló las animadas calles. Pensó con cierta satisfacción que le causaría dificultades al tribunal, si realmente estaban trabajando, pues no había dicho con claridad si se iba a presentar o no. Así que el juez estaría esperando, quizá toda la asamblea, pero K, para decepción de toda la galería, no aparecería. Sin tomar en consideración al tribunal, iba a donde quería. Por un momento dudó de si, por distracción, le había dado al conductor la dirección del tribunal, así que le gritó la dirección de Elsa. El conductor asintió, la dirección que le había dado era la correcta. A partir de ese momento K se fue olvidando del tribunal y los pensamientos del banco comenzaron a invadir su mente, como en los viejos tiempos.

Lucha con el subdirector

Una mañana K se encontró mucho más fresco y fuerte que de costumbre. Apenas pensaba en el tribunal. Cuando se acordaba de él, le parecía como si, palpando en la oscuridad un mecanismo oculto, pudiera manejar fácilmente a esa gran organización inabarcable, desgarrarla y hacerla trizas. Su ánimo extraordinario le tentó a invitar al subdirector para que viniera a su despacho y tratar de un asunto de negocios que urgía desde hacía tiempo. En esas ocasiones, el subdirector solía fingir que sus relaciones con K no se habían alterado en los últimos meses. Entraba tranquilo, como en los tiempos de continua competencia con K, le escuchaba paciente, mostraba su interés con pequeñas indicaciones amistosas y de confianza, y sólo confundía a K, sin que se notase ninguna intención expresa en ello, al no desviarse un ápice del asunto de negocios, al mostrarse receptivo y concentrado mientras los pensamientos de K, ante ese modelo de cumplimiento del deber, comenzaban a dispersarse y le obligaban, casi sin resistencia, a cederle todo el asunto. Una vez la situación fue tan mala que el subdirector se levantó repentinamente y regresó a su oficina en silencio. K no sabía lo que había ocurrido, era posible que la entrevista hubiera concluido, pero también era posible que el subdirector la hubiera interrumpido porque K, sin saberlo, le había molestado, o porque había dicho alguna necedad, o porque al subdirector le había resultado indudable que K no escuchaba y estaba ocupado en otros asuntos. Era posible, incluso, que K hubiese tomado una decisión ridícula o que el subdirector le hubiese sonsacado algo absurdo y ahora se apresurase a difundirlo para dañar a K. Por lo demás, ya no volvieron a hablar de ese asunto. K no quería recordárselo y el subdirector permaneció inaccesible al respecto. Tampoco hubo, al menos provisionalmente, consecuencias visibles. Pero K no aprendió del incidente, cuando encontraba una oportunidad adecuada y se sentía con algo de fuerzas, ya estaba en la puerta del despacho del subdirector invitándole a ir al suyo o pidiendo permiso para entrar. Ya no se escondía de él como había hecho anteriormente. Tampoco tenía la esperanza de que se produjera una pronta decisión que le liberase de una vez por todas de sus cuitas y que restableciera la relación originaria con el subdirector. K comprendió que no podía ceder; si retrocedía, como, tal vez, exigían las circunstancias, corría el peligro de no poder avanzar más. No se podía dejar que el subdirector creyese que K estaba acabado, no podía permanecer sentado tranquilamente en su despacho con esa suposición, había que ponerlo nervioso, tenía que experimentar con tanta frecuencia como fuera posible que K vivía y que, como todo lo que poseía vida, un día podía sorprender con nuevas capacidades, por muy inofensivo que pareciese hoy. A veces, sin embargo, K se decía que con ese método lo único que conseguía era luchar por su honor, pero que no le sería de ninguna utilidad, puesto que siempre que se enfrentaba al subdirector terminaba fortaleciendo la posición de éste y, además, le daba la oportunidad de realizar observaciones y tomar las medidas adecuadas que reclamaban las circunstancias que en ese momento se imponían. Pero K no hubiera podido alterar su comportamiento, estaba sometido a ilusiones generadas por él mismo, a veces creía que podía medirse con el subdirector con despreocupación. No aprendió de las experiencias más desgraciadas; lo que no había resultado en diez intentos, creía que podría resultar en el decimoprimero, aunque las circunstancias eran las mismas y todo estaba en su contra. Cuando, después de uno de esos encuentros, regresaba agotado, sudoroso, con la mente vacía, no sabía si lo que le había impulsado a entrevistarse con el subdirector había sido la esperanza o la desesperación. En la siguiente ocasión fue claramente la esperanza la que le indujo a apresurarse hacia la puerta del subdirector.

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