—Sé lo que insinúa. Hay gente que…
Se interrumpió de nuevo, contemplando el suelo entre sus pies. Tiene razón, dijo entonces Faulques. La fotografía es un sistema de selección visual. Uno encuadra parte de su ángulo de visión. Se trata de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. De ver la jugada, como en el ajedrez.
Markovic seguía mirando el suelo.
—Ajedrez, dice.
—No sé si es un buen ejemplo. El fútbol también puede valer.
El otro alzó la cabeza, sonrió de modo extraño, casi provocador, e hizo un ademán hacia la pintura mural.
—¿Y dónde está ella?… ¿Le reserva un lugar especial en el tablero, o forma parte de toda esa masa de gente?
Faulques dejó la bandeja. No le gustaba aquella repentina sonrisa insolente. Y, para su íntima sorpresa, por un instante se vio calculando las posibilidades que tenía de golpear a Markovic. El croata era fuerte, decidió. Más bajo que él, pero también más joven y fornido. Tendría que pegarle antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Cogiéndolo de improviso. Miró alrededor: necesitaba un objeto contundente. La escopeta estaba en el piso de arriba. Demasiado lejos.
—No es asunto suyo —dijo.
El otro frunció los labios de modo desagradable.
—Estoy en desacuerdo con eso. Todo lo que a usted se refiere es asunto mío. Incluyo ese ajedrez del que habla con tanta sangre fría… Y a la mujer que fotografió muerta.
Había un tubo de andamio en el suelo, junto a la puerta, a unos tres metros de donde Markovic estaba sentado. Un tubo de aluminio grueso, de tres palmos de longitud. Con el viejo instinto del espacio y el movimiento, como si de tomar una foto se tratara, Faulques calculó los pasos necesarios para hacerse con el tubo y llegar hasta el croata. Cinco hacia la puerta, cuatro hacia el objetivo. Markovic no iba a levantarse hasta que lo viera empuñarlo. En dos pasos rápidos podía llegar cerca de él antes de que terminara de incorporarse. Uno más para golpear. En la cabeza, naturalmente. No podía darle oportunidad de rehacerse. Quizá un par de golpes bastarían. O uno solo, con suerte. No tenía intención de matarlo, ni de avisar luego a la policía. En realidad no tenía intención de nada. Sólo estaba irritado y deseaba hacerle daño.
—Cuentan que era fotógrafa de modas y de arte —dijo Markovic—. Que usted la apartó de su mundo y se la llevó consigo. Que se hicieron compañeros y… ¿Cuál es la palabra?… ¿Marido y mujer?… ¿Amantes?
Faulques se secó las manos con un trapo. Quién cuenta eso, preguntó. Luego fue despacio hacia la puerta, el aire casual. Primero sólo un paso. Por el rabillo del ojo miraba el tubo en el suelo. Cogió el recipiente lleno de agua sucia de los pinceles y se dispuso a vaciarlo afuera, para justificar el movimiento. Me lo contó, estaba diciendo Markovic, gente que la conoció a ella y lo conoció a usted. Le aseguro que hablé con muchas personas antes de llegar aquí. Hice trabajos incómodos en varios países, señor Faulques. Viajar cuesta dinero. Pero tenía una poderosa razón. Ahora sé que mereció la pena.
—Yo pienso mucho en la mía, ¿sabe? — añadió tras quedarse callado un momento—. En mi mujer. Era rubia, dulce. Tenía los ojos castaños, como mi hijo… Y fíjese: en el niño no soporto pensar. Me viene una desesperación negra, ganas de gritar hasta romperme la garganta. Una vez lo hice, grité, y casi me la rompo de verdad. Sucedió en una pensión, y la dueña creyó que estaba loco. Dos días sin poder hablar, figúrese… En ella sí pienso. Es distinto. He ido con otras mujeres, después. Soy un hombre, al fin y al cabo. Pero hay noches que me revuelvo en la cama, recordando. Tenía la piel muy blanca, y la carne… Tenía…
Faulques estaba en la puerta. Arrojó el agua sucia y se inclinó para dejar la lata en el suelo, junto al tubo de andamio. Casi lo rozaba cuando comprobó que su cólera se había desvanecido. Se irguió despacio, las manos vacías. Markovic lo estudiaba ahora con curiosidad, atento a su cara. Por un momento los ojos del croata se posaron en el tubo de andamio.
—¿Ese barco de turistas pasa a la misma hora, con la misma mujer, y no piensa ir al puerto y ver cómo es ella?
—Quizá lo haga un día.
Markovic sonrió apenas, el aire distraído.
—Un día.
—Sí.
Puede verse desilusionado, lo previno el otro. La voz parece joven y bonita, pero ella tal vez no lo sea. Dijo eso mientras se apartaba, dejando sitio para que Faulques subiese al piso superior, abriese el frigorífico apagado y sacara dos cervezas.
—¿Ha estado con mujeres desde lo de Borovo Naselje, señor Faulques?… Supongo que sí. Pero es curioso, ¿verdad? Al principio, con la juventud, crees imposible pasarte sin ellas. Luego, cuando las circunstancias o la edad obligan, uno se acostumbra. Se resigna, tal vez. Pero creo que no; que la palabra adecuada es esa: costumbre.
Cogió la lata que Faulques le ofrecía y se la quedó mirando sin abrirla. El pintor abrió la suya tirando de la lengüeta. Estaba tibia, y un borbotón de espuma se derramó entre sus dedos.
—Vive solo, entonces —murmuró Markovic, pensativo.
Faulques bebía a sorbos cortos, observándolo. Sin decir palabra, se secó la boca con el dorso de la mano. El otro movía la cabeza con leve gesto afirmativo. Parecía confirmar algo. Al fin abrió su cerveza, bebió un poco, la puso en el suelo y encendió un cigarrillo.
—¿Quiere que hablemos de la mujer muerta en la carretera?
—No.
—Yo he hablado de la mía.
Se miraron los dos en silencio, un rato largo. Tres chupadas al cigarrillo de Markovic, dos sorbos a la cerveza de Faulques. Fue el croata quien habló de nuevo.
—¿Cree que mi mujer intentó congraciarse con los hombres que la violaban, para salvarse?… ¿O para salvar a nuestro hijo?… ¿Cree que consintió por miedo, o por resignación, antes de que mataran al niño y la mutilaran y degollaran a ella?
Se llevó el cigarrillo a la boca. La brasa se avivó entre sus dedos, y una bocanada de humo veló un instante los ojos claros tras los cristales de las gafas. Faulques no dijo nada. Miraba una mosca que, tras revolotear entre ambos, había ido a posarse sobre el brazo izquierdo del croata. Este la observaba muy quieto. Impasible. Sin moverse ni espantarla.
La brisa iba de la tierra al mar y la noche era calurosa. A pesar del resplandor de la luna, podía verse casi toda la constelación de Pegaso. Faulques seguía afuera, las manos en los bolsillos, entre el chirriar de los grillos y el revoloteo de luciérnagas bajo los pinos que se recortaban, negros, en cada destello del faro lejano. Seguía pensando en Ivo Markovic: en sus palabras, en sus silencios y en la mujer a la que el croata se había referido antes de irse. Qué hubo entre ella y usted, señor Faulques, había dicho puesto ya en pie y camino de la puerta, la lata de cerveza vacía en la mano y mirando alrededor en busca de un lugar adecuado para dejarla. Qué hubo de verdad en esa última foto, quiero decir. Lo expuso de ese modo casual, en mitad de un gesto intrascendente, seguro de no obtener respuesta. Después, tras arrugar la lata entre los dedos y depositarla en una caja de cartón con desperdicios, había encogido los hombros. La foto de la cuneta, repitió alejándose. Aquella extraña foto que no se publicó nunca.
Faulques regresó despacio a la torre, cuya mole sombría se destacaba sobre el acantilado. De nada servía recordar, pensó. Pero era inevitable. Entre los dos puntos determinados por el azar y el tiempo, el museo mejicano y la cuneta de la carretera de Borovo—Naselje, Olvido Ferrara lo había amado, sin duda. Lo había hecho a su manera deliberada y vital, egoísta, con un poso de tristeza inteligente en las pausas. En torno a aquella sutil melancolía, latente en el fondo de su mirada y sus palabras, él se movió siempre con suma precaución, igual que un merodeador prudente, procurando no dar ocasión a que se hiciera explícita. Las flores siguen creciendo impasibles y seguras de sí, dijo ella una vez. Los frágiles somos nosotros. A Faulques lo preocupaba la eventualidad de afrontar en voz alta las causas de la resignación desesperada que a ella le corría por las venas, tan precisa como el bombeo sano y exacto de su corazón, y que podía advertirse, cual si se tratara de una enfermedad incurable, en el pulso de sus muñecas, en su cuello, en sus abrazos. En sus impulsos y en aquella extrañísima alegría —era capaz de reír como un muchacho feliz, a carcajadas— tras la que se escudaba como otros seres humanos suelen hacerlo con un libro, un vaso de vino o una palabra. Respecto a Faulques, la cautela de Olvido era semejante. Durante el tiempo que estuvieron juntos, ella lo observó siempre de lejos, o más bien desde fuera, quizá recelando de penetrar en él y descubrir que era como otros hombres a los que había conocido. Nunca hizo preguntas sobre mujeres, sobre años pasados, sobre nada. Tampoco sobre el desarraigo nómada que él utilizaba como defensa en un territorio que, desde muy joven, había decidido considerar hostil. Y a veces, cuando en momentos de intimidad o ternura él estaba a punto de confiar un recuerdo o un sentimiento, ella le ponía sus dedos sobre la boca. No, mi amor. Calla y mírame. Calla y bésame. Calla y ven exactamente aquí. Olvido deseaba creer que era distinto y que por eso lo había elegido, menos como compañero de un futuro improbable —Faulques advertía, impotente, los signos de esa improbabilidad— que como camino hacia el lugar ineludible donde su propia desesperanza la guiaba. Y quizá fuera, en cierto modo, distinto. Una vez ella se lo dijo. Subían por la escalera de un hotel, en Atenas, casi de madrugada, Faulques con la americana sobre los hombros, Olvido con un vestido blanco, ceñido, que se cerraba con una cremallera desde la cintura a la espalda. Él, un peldaño detrás de ella, pensó de pronto: un día ya no estaremos aquí. Y le bajó despacio el cierre del vestido mientras subían. Olvido siguió por la escalera sin inmutarse, una mano en la barandilla de latón dorado, el vestido abierto hasta las caderas sobre su espalda espléndida, los hombros desnudos, elegante como una gacela imperturbable —habría permanecido igual aunque se hubieran cruzado con un cliente o un empleado del hotel—. Al fin llegó al rellano y se detuvo, volviéndose a mirarlo. Te amo, dijo serena, porque tus ojos no te engañan. Nunca lo permites. Y eso le da un silencioso peso a tu equipaje.
Entró en la torre, buscó a tientas una caja de fósforos y encendió el farol de gas. Por efecto de la penumbra, las imágenes pintadas en la pared parecían envolverlo como fantasmas. O tal vez no fuese la penumbra, se dijo mientras dirigía una lenta mirada circular al paisaje que esa noche, como otras muchas, lo hacía asomarse a la orilla del río de los muertos: un lugar de aguas oscuras y tranquilas, en cuya orilla opuesta se congregaban, mirándolo, sombras ensangrentadas que sólo respondían con palabras tristes. Faulques buscó la botella de coñac y se puso tres dedos en un vaso. Vuela la noche, murmuró después del primer sorbo. Y se nos pierde en llantos.
Nadie que ame de verdad, había dicho Markovic aquella tarde. ¿Fue siempre lo que sus fotos dicen que es?… Y sin embargo, el pintor de batallas sabía que sólo de ese modo era posible pasar por todo ello y mantener enfocada la lente. A diferencia del propio Markovic y hasta de Olvido, a quienes la guerra señaló voluntaria o involuntariamente, cambiando sus vidas o destruyéndolas, en treinta años de recorrer el mundo escudado tras una cámara, Faulques había aprendido mucho de la Humanidad, observándola; mas nada había cambiado en él. Al menos, nada que alterase la visión precoz del problema. El croata tenía razón en cierto modo. Aquel mural que lo rodeaba con sus sombras y espectros era la exposición científica de esa mirada, no un remordimiento ni una expiación. Pero había una grieta en el muro, en la pintura circular, que en esencia era confirmación de lo que en otro tiempo Faulques había intuido y ahora sabía. Pese a su arrogancia técnica, el científico que estudiaba al hombre desde la helada soledad de su observación no se hallaba fuera del mundo, aunque le gustara pensarlo. Nadie era por completo indiferente, por más que lo pretendiese. Ojalá fuera posible, se dijo apurando el vaso y sirviéndose más coñac. En lo que a él se refería, Olvido lo había hecho salir de sí mismo. Después, su muerte cerró la tregua. Aquellos pasos ejecutados con precisión geométrica en la carretera de Borovo—Naselje —casi el movimiento elegante de un caballo en el ajedrez del caos— que habían devuelto a Faulques a la soledad, resultaban en cierto modo tranquilizadores: ponían las cosas en su sitio. El pintor de batallas bebió otro trago después de hacer un brindis silencioso en dirección a la pared, casi en redondo, a la manera de un torero que saludara desde el centro de la arena. Ahora ella estaba en la orilla oscura, donde las sombras hablaban con ladridos de canes y gemidos de lobos.
Gemitusque luporum
. En cuanto a Faulques, los últimos pasos de Olvido lo habían devuelto para siempre a la compañía de las sombras que poblaban la torre: un hombre de pie junto al río negro, contemplado desde el otro lado por los espectros melancólicos de aquellos a quienes conoció con vida.
Olvido y él, recordó, habían estado mirando desde la misma orilla un río pintado en un cuadro de los Uffizi:
la Tebaida
, de Gherardo Starnina, que algunos atribuían a Paolo Uccello o a la juventud de Fra Angélico. Pese a su aspecto amable y costumbrista —escenas de la vida eremita con algún toque picaresco, alegórico o fabuloso—, una observación detenida de la tabla revelaba un segundo nivel más allá de la primera apariencia, donde por debajo de la síntesis gótica asomaban extrañas líneas geométricas e inquietante contenido. Olvido y Faulques se habían quedado inmóviles ante la pintura, subyugados por las actitudes de los monjes y el resto de los personajes del cuadro, por la intensidad alegórica de las escenas dispersas. Parece uno de esos nacimientos que se hacen con figuritas por Navidad, apuntó Faulques, dispuesto a seguir adelante. Pero Olvido lo retuvo por el brazo, mientras sus ojos permanecían clavados en el cuadro. Fíjate, dijo. Hay algo oscuro que intranquiliza. Mira el asno que cruza el puente, las escenas perdidas al fondo, la mujer que parece huir furtiva a la derecha, el monje que está detrás, asomado desde una gruta sobre la peña. A fuerza de observarlas, algunas de estas figuras se vuelven siniestras, ¿verdad? Da miedo no saber lo que hacen. Lo que traman. Lo que piensan. Y mira el río, Faulques. Pocas veces he visto uno tan raro. Tan equívocamente apacible y tan oscuro. Menudo cuadro, ¿verdad? No hay nada ingenuo pintado ahí. Sea de Starnina, de Uccello o de quien lo pintara —supongo que al museo le conviene que haya sido Uccello, eso lo revaloriza—, empiezas mirándolo divertido, y poco a poco se te hiela la sonrisa.