El pintor de batallas (24 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato, Drama

BOOK: El pintor de batallas
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—No más extraña que la suya, o la de cualquiera.

Ella reflexionó sobre aquello, sorprendida, y movió la cabeza. Parecía rechazar una proposición intolerable.

—Yo nunca vi eso.

—Que no lo vea no significa que no esté.

La mujer tenía la boca entreabierta, los ojos aún risueños y un poco desconcertados. El vestido amplio de algodón, observó Faulques, favorecía sus caderas demasiado anchas.

—¿Siempre fue pintor?

—No siempre.

—¿Y qué hacía antes?

—Fotografías.

Carmen Elsken preguntó qué clase de fotografías, y él señaló
The Eye of War
, que seguía sobre la mesa, entre los utensilios de pintura. Ella pasó algunas páginas y alzó la vista, sorprendida.

—¿Son suyas?

—Sí.

La mujer siguió hojeando el libro. Al fin lo cerró despacio y permaneció con la cabeza baja, cavilando. Ahora comprendo, dijo. Luego hizo un gesto abarcando el mural y se quedó mirando a Faulques, inquisitiva.

—Pinto —dijo este— la foto que no pude hacer.

Ella se había movido hacia la pared. Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado.

—¿Sabe una cosa?… Hay algo en usted que no me gusta.

Sonrió Faulques, prudente.

—Creo saber a qué se refiere.

—Eso es lo que no me gusta. Que sabe a qué me refiero.

Lo observaba fijamente, sin parpadear, y sus ojos ya no parecían risueños. Al poco rato se volvió otra vez hacia la pintura.

—Hay algo maligno aquí.

Observaba la escena del niño llorando junto a la madre violada. Una Piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba. Quizá había sido necesaria la presencia de una mujer —real, de carne y hueso— para que la imagen cobrase todo su sentido. Como aquella vez que, a su lado, un visitante tuvo un ataque al corazón en el museo del Prado, delante del
Descendimiento
de Van der Weyden; y entre el público arremolinado, el médico y los sanitarios que acudieron para llevarse el cadáver, la camilla, el aparato de oxígeno, el cuadro y la sala cobraron de improviso un sentido diferente, como si se tratara de un
happening
de Wolf Vostell.

—Entiéndalo, no es que usted me desagrade —estaba diciendo Carmen Elsken—. Todo lo contrario. Es un hombre interesante. Un hombre guapo, además, si permite que se lo diga… ¿Qué edad tiene?… ¿Cincuenta?

Faulques no respondió. Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado—verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito. Maldito sea el fruto de tu vientre. Y Carmen Elsken tenía razón. La maldad como paisaje. Quien lo llamaba Horror con mayúscula —demasiada literatura al respecto— no hacía sino intelectualizar la simpleza de lo obvio.

—¿Por qué se dirigió a mí en el puerto?

Faulques regresó con dificultad. Ante él estaba la mujer. Sus hombros desnudos bajo los delgados tirantes del vestido. Olía peculiar, descubrió de pronto. Un olor próximo, casi olvidado. A hembra fuerte y sana.

—Ya se lo dije: oigo su voz cada día, a la misma hora. Además, es una mujer guapa. Si permite que se lo diga.

Hubo un silencio y ella apartó los ojos. De nuevo miraba el mural, pero esta vez sus pensamientos parecían hallarse en otra parte. Después observó las manos del pintor de batallas con aire indeciso, como esperando alguna palabra o actitud; pero Faulques permaneció callado e inmóvil. La mujer se removió un poco. Parecía incómoda.

—Le agradezco que me haya mostrado su trabajo.

—Soy yo quien agradece la visita.

—¿Puedo volver alguna vez?

—Claro.

Carmen Elsken anduvo hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró alrededor. Es todo tan extraño, dijo. Como usted mismo. Entonces se encaró de nuevo con él, recortada en la claridad de afuera, los ojos color azul prusia rebajado con blanco clavados en los suyos. Y Faulques supo que si daba un paso adelante, alzaba una mano y deslizaba aquellos tirantes de los hombros bronceados, el vestido caería a sus pies, sin resistencia, y la luz exterior doraría el cuerpo desnudo. Sintió un estremecimiento leve. Fugaz. Hay un tiempo para cada cosa, se dijo. Y aquel no lo era. No podía serlo. Apartó la vista, miró el suelo y encogió un poco los hombros. Realmente, pensó con intimo asombro, no costaba ningún esfuerzo dejar las cosas como estaban. Ya no. De modo que pasó junto a la mujer —intuyó su desconcierto al rozarla—, salió de la torre y aguardó a que se reuniese con él. Ella vino despacio, estudiándolo pensativa, y al llegar a su lado sonrió, la boca entreabierta a punto de pronunciar palabras que no llegaron a salir de sus labios. Entonces Faulques la acompañó hasta el arranque del sendero, estrechó la mano que le tendía y se quedó viéndola alejarse. Antes de desaparecer cuesta abajo, entre los pinos, Carmen Elsken se volvió dos veces a mirar atrás.

Cuando Faulques regresó a la torre, el sol estaba más bajo en su lento descenso sobre Cabo Malo, y la luz que entraba por la puerta daba tonos amarillentos a la imprimación blanca de la pared opuesta, donde, dibujadas a carboncillo bajo la ventana de levante, figuras de aire entre bruegheliano y goyesco —la frontera de la atrocidad vista con ojos modernos— se escalonaban al pie del volcán en llamas: el hombre que remataba al herido a golpes de arcabuz, el que despojaba a los muertos, el perro que devoraba cadáveres, las ejecuciones, la rueda del tormento, el árbol con cuerpos colgados como racimos. La maldad fuera del control de la razón y como instinto natural del hombre. El pintor de batallas se quedó parado ante la escena, observándola. Maligno, había dicho Carmen Elsken con extraordinaria lucidez, o intuición. La palabra era exactamente esa, y ahora culebreaba por cada circunvalación de la memoria de Faulques cuando cogió los pinceles y se puso a trabajar en aquella zona del mural, espiando de reojo el Mal encarnado en la mirada del soldado, en la del niño sentado en el suelo junto a la madre. Aquel rostro infantil e inquietante no era fruto de su imaginación. Tenía una localización exacta en el espacio y el tiempo, además de constancia gráfica: página cuarenta y dos del álbum que estaba sobre la mesa. Era una de las fotografías más simples y más terribles de Faulques. Un niño sonriendo, un estadio de fútbol vacío. Pero nunca hubo desastre de la guerra tan siniestro como ese.

Había ocurrido en la confusa línea de demarcación serbocroata, poco antes de Vukovar. El pueblo se llamaba Dragovac: una iglesia ortodoxa, otra católica, un ayuntamiento, un polideportivo. Un lugar campesino, tranquilo. El conflicto de los Balcanes había pasado por allí sin ruido aparente; la única huella visible era un solar arrasado donde antes se levantaba la iglesia católica. Por lo demás no había ninguna casa incendiada, en ruinas o con huellas de combates ni disparos. Los habitantes se dedicaban a sus tareas y apenas se veían soldados. Todo habría sido casi bucólico de no mediar un detalle: los croatas de Dragovac, un centenar de personas, habían desaparecido de la noche a la mañana. Allí sólo quedaban serbios. Corrían rumores de otra matanza; así que Faulques y Olvido se proveyeron de salvoconductos del ejército yugoslavo y viajaron por la carretera que corría a lo largo del Vrbas. Llegaron a Dragovac por la mañana, cuando casi todos los vecinos estaban trabajando en el campo. Estacionaron el coche frente al ayuntamiento y pasearon sin que nadie los molestara. No hubo hostilidad, ni cooperación; a cada pregunta la gente respondía con evasivas o silencios. Nadie sabía nada de croatas, nadie había visto croatas. Nadie los recordaba.

El único incidente ocurrió en la explanada donde estuvo la iglesia católica, cuando dos milicianos con el águila serbia en las gorras les pidieron la documentación. No foto, fue el comentario.
Verboten
. Prohibido. Al principio Faulques se inquietó, pues pronunciaron
verbluten
; y aquello significaba morir desangrado —más tarde consideró que no era mucha la diferencia, y que tal vez eso mismo habían querido decir—. Una oportuna sonrisa de Olvido, unos cigarrillos y algo de charla distendieron el ambiente. Los milicianos tampoco sabían nada de croatas. Punto final, concluyó Faulques. Vámonos. Volvieron al automóvil, y estaban a punto de salir del pueblo cuando pasaron ante el polideportivo. No se veía un alma. De pronto él tuvo una sensación extraña y detuvo el coche. Se quedaron sentados, Faulques con las manos en el volante, Olvido con la bolsa de las cámaras en el regazo, mirándose. Luego, sin pronunciar palabra, bajaron del coche y caminaron. No había nadie, excepto un niño que los observaba de lejos, junto a un árbol seco. Flotaba algo siniestro en el ambiente, en la ausencia de sonidos del edificio de cemento gris, tan sombrío y desierto que ni siquiera los pájaros volaban por encima. Y cuando pasaron bajo el arco de entrada y salieron al campo de fútbol desprovisto de césped, con la tierra removida y aquel curioso olor, Olvido se detuvo, estremeciéndose. Están aquí, dijo en voz baja. Todos. Fue entonces cuando se les unió el niño. Los había seguido, y ahora fue a sentarse cerca, en una grada del estadio. Debía de tener ocho o diez años y era flaco, rubio, de ojos muy claros. Un niño serbio. Llevaba una tosca pistola de madera metida en la cintura del pantalón corto. Y entonces, sin que ninguno de los dos hubiese pronunciado una palabra, el niño sonrió. ¿Buscáis croatas?, preguntó en inglés escolar. Después, sin aguardar respuesta, acentuó la sonrisa. En este pueblo no encontraréis ninguno, dijo burlón.
Nema nichta
. Aquí no hay croatas ni los hubo nunca. Entonces Olvido se estremeció otra vez, como si por aquel lugar corriese un soplo de aire frío. Lo sabe igual que tú y que yo, murmuró. Pero Faulques negó con la cabeza. Lo sabe mejor que nosotros, dijo. Y le gusta. Luego alzó la cámara para enfocar el rostro del niño: los ojos helados como escarcha, y aquella sonrisa despiadada y maligna.

17.

—Espero que eso no lo incomode mucho —dijo Ivo Markovic.

Estaba sentado en los peldaños de la escalera, las manos cruzadas sobre el regazo, envuelto en la luz rojiza que entraba por la ventana de poniente. Su gesto era apacible y cortés, como de costumbre. Casi solícito.

—Pensé que, entre usted y yo, la escopeta estaba de más. Desequilibraba demasiado la situación… No sé si me entiende.

Faulques encogió los hombros, sin responder. En realidad, y para su íntimo asombro, lo que acababa de contarle Markovic no le importaba gran cosa. Terminó de limpiar los pinceles, chupó la punta y los puso a secar. Después comprobó que todos los frascos de pintura estuvieran cerrados y miró al croata.

—Creí que jugaría limpio —dijo.

—Sí, hasta donde sea posible —Markovic parpadeó tras los cristales de sus gafas, como si lo que acababa de oír lo embarazase—. Sólo quiero asegurarme de que será limpio por ambas partes.

—No me imagino estrangulándolo con las manos desnudas. Estoy viejo para eso.

—Usted dramatiza, señor Faulques.

El pintor de batallas no pudo evitar una mueca. O tal vez era un apunte de sonrisa. Movió la cabeza, dio unos pasos terminando de ordenar los utensilios de pintura y se detuvo de nuevo ante Markovic. El croata se había presentado hacía un cuarto de hora, recién afeitado y con una camisa blanca bien planchada. Llamó a la puerta, pidió permiso para entrar en la torre, y una vez dentro dirigió una prolongada mirada al mural y otra no menos larga a Faulques. Ha pintado más desde la última vez, dijo. Las figuras junto a la puerta, los ahorcados y lo demás. Realmente ha trabajado mucho. Y fíjese. Esta curiosa pareja —señalaba a Héctor y Andrómaca— me recuerda a mí despidiéndome de mi mujer. Tiene gracia, ¿no? Paradojas de la vida. Lloraba porque temía que me mataran, y fue ella la que murió. Con el niño. Y aquí estoy. Markovic repitió pensativo lo de aquí estoy, y se quedó mirando las tres colillas que Faulques acababa de poner sobre la mesa. Estuvo así un momento, absorto, y luego se tocó la nariz. Es cierto, dijo. Me tomé la libertad de venir esta mañana, mientras usted bajaba al pueblo. Tenia ganas de echar un vistazo. Pasé un rato admirando su trabajo. Hay cosas que necesitaba pensar, solo, ante esta pintura. Y deje que le diga: no sé si es buena, pero hace reflexionar. Dice mucho sobre usted. Y sobre mí. Luego fui indiscreto y miré sus cosas. Arriba encontré la escopeta y los cartuchos. Lo tiré todo por el acantilado, antes de irme.

Faulques había terminado de ordenar sus cosas. Estaba ante Markovic, que seguía sentado en la escalera. Con movimientos tranquilos, deliberados, sacó un cuchillo del cajón de la mesa y lo puso entre los utensilios de pintura: un cuchillo de buceo recio, amenazador, de hoja un poco oxidada. El croata lo seguía todo con la vista.

—Lo malo de los recuerdos —dijo este al fin— es que pueden convertirlo a uno en profeta. ¿No cree?… Incluso de sí mismo.

Apuntó eso en tono enigmático. Parecía a la espera de un asentimiento, un gesto de complicidad. Al cabo sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca.

—¿Alguna vez imaginó un topo loco, señor Faulques?

Inclinó la cabeza para encender el cigarrillo y se quedó contemplando el encendedor, dándole vueltas entre los dedos. Al fin lo guardó en un bolsillo.

—Cuando salí del campo de concentración y supe lo de mi mujer y mi hijo me sentí así. Como un topo enterrado y loco que excavara en cualquier dirección, sin objetivo. Hasta que pensé en usted. Eso me devolvió la cordura. La luz.

Contemplaba amistosamente a Faulques. Reconocido. Este movió la cabeza.

—Su cordura es discutible.

—No diga eso. Estoy tan cuerdo que me asombro de mí mismo. Gracias a lo que hizo con mi vida, pude darme cuenta del papel que representamos todos en este cuadro. En realidad le estoy agradecido, y mucho.

Dio varias chupadas al cigarrillo, pensativo, y luego se incorporó, aproximándose al mural. También, dijo, he aprendido otras cosas. Por ejemplo, que cuando algo está hecho ya no se puede cambiar, ni remediar. Sólo queda pagar el precio. La penitencia. Tengo la esperanza de que también usted haya aprendido eso.

—Y dígame… ¿Por qué pintó a esta mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en los muslos y el niño que mira?

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