El croata se movió sin prisa hacia la puerta. Lo hizo casi con desgana. Allí se detuvo y alzó las manos para encender otro cigarrillo con el mechero de Faulques. Luego indicó el mural.
—Tómese su tiempo, señor pintor. Quizá todavía pueda… No sé. Hay partes sin terminar —se volvió a mirar el bosquecillo de pinos junto al acantilado—… Yo estaré ahí afuera, esperando. Dispone de toda la noche. ¿Le parece bien?… Hasta el alba.
—Me parece bien.
La luz del atardecer llegaba muy baja desde los pinos, rodeando a Markovic de una atmósfera rojiza que parecía mezclarse con la luz pictórica de las escenas representadas en la pared. Faulques lo vio sonreír melancólico, el cigarrillo en la boca, despidiéndose del mural con una última y larga mirada.
—Lástima que no pueda usted acabarlo. Aunque, si he comprendido bien, quizá se trate de eso.
Todos los colores de una sombra podían ser transmutados en el color de esa sombra, y aquella era roja: amarillo y carmín y un poco más de amarillo, añadiendo algo de azul para acercarse al color de la sangre, del barro pegajoso bajo las botas, de ladrillos pulverizados, de cristales que alfombraban el suelo reflejando incendios cercanos, de horizontes con pozos de petróleo en llamas, de ciudades que estallaban en contraluces negros al fondo de cuadros imposibles cuyo realismo, sin embargo, resultaba extremo. Era, en resumen, la sombra del volcán, o más bien la de los objetos iluminados por este; la proyección de sus lados opuestos, recortados, ribeteados por el resplandor en escorzo del cráter que se enseñoreaba, desde su cúspide olímpica y letal, del vértice superior del triángulo, tiñendo los alrededores con una roja simetría.
En el interior de la torre no se oían otros sonidos que el runrún del generador funcionando afuera y el roce de los pinceles en la pared. A la luz de los focos halógenos, el pintor de batallas trabajaba febril. Se detuvo un instante, mezcló carmín de garanza, sombra tostada y un poco de azul prusia para obtener un negro cálido, y lo aplicó de inmediato para resaltar el borde de las heridas zigzagueantes, parecidas a relámpagos rojos y ocres, abiertas en las laderas del volcán. Luego dio unos pasos atrás —al tocarse la cara se manchó de pintura el mentón sin afeitar—, observó el resultado y miró en torno con ansiedad, hacia la parte del mural que estaba en sombras. Los cuerpos colgados de los árboles, uno de los dos ejércitos que se acometía en la llanura, algunas naves situadas en el lado derecho de la puerta y una parte de la ciudad moderna, seguían siendo esbozos a carboncillo sobre la imprimación de la pared. Procurando no pensar en ello —una sola noche no daba mucho de sí—, Faulques reanudó el trabajo. El volcán estaba acabado, o casi. Eso completaba las tres cuartas partes de la superficie prevista.
Eligió un pincel redondo, mediano, y en un ángulo limpio de la bandeja mezcló rápidamente blanco, amarillo, un poco de carmín y una pizca de azul. Después, acercándose de nuevo al muro, prolongó con el color obtenido una de las grietas de la ladera del volcán, dándole forma de camino, de sendero, que resaltó a los lados mezclando grises y azules directamente sobre la pared. El trazo grueso, pues no había tiempo para trabajarlo en detalle, daba al camino una apariencia singular. Era algo que en verdad no llevaba a ningún sitio; salía de la grieta del volcán y moría en la imprimación blanca. No entraba en los planes de Faulques, ni estaba esbozado allí. El efecto, sin embargo, era bueno. Introducía un eje nuevo, una variante inesperada, un vínculo singular que iba desde aquel volcán al otro colgado en la pared del Museo Nacional de México, a los ojos verdes que se habían cruzado con los de Faulques cuando miraba ese cuadro por primera vez. A él mismo allí, inmóvil, observando entrar en su vida a Olvido Ferrara. Un camino que se adentraba recto, amenazador como la línea tensa de un disparo, a través del paisaje pintado en la pared, hasta un lugar preciso de los Balcanes.
Qué diablos. Sorprendido, el pintor de batallas se detuvo y bebió un sorbo del café frío que quedaba en la taza que tenía sobre la mesa, encima de la cubierta de
The Eye of War
. Reflexionando sobre volcanes y caminos. No había tiempo para más, se dijo. Cada zona del mural había sido minuciosamente planificada antes de llevarse a la pared, y aquella variante insólita no estaba prevista; pero comprobó que encajaba como si el espacio le hubiese estado reservado desde el principio. El pintor de batallas apuró el café, comprobando que, en su cabeza, en los ojos que contemplaban el mural, en sus manos manchadas de pintura y en el pincel húmedo surgían posibilidades imprevistas. Matices ocultos que tal vez siempre habían estado allí. Paradójicamente, esos nuevos trazos que se adentraban en la parte no pintada —o esta por sí sola— parecían materializar y confirmar lo pintado en el resto, del mismo modo que un puñado de arena que se escurriera entre los dedos hasta desaparecer representaría, quizá, un ajustado concepto plástico de la palabra arena.
El dolor se insinuó otra vez, abriéndose paso desde sus entrañas. El pintor de batallas se quedó inmóvil un par de segundos, acechándolo, y al confirmar el anuncio sonrió apenas, para sí, con la perversa malicia de saber cosas que el dolor ignoraba. En cualquier caso, aquella noche Faulques no estaba dispuesto a concederle ninguna oportunidad; no había tiempo para eso. Así que lo atajó al instante, casi con precipitación: dos pastillas, un sorbo de coñac en un vaso. Puso la botella sobre la mesa, entre los frascos y los pinceles, y al cabo, tras dudar un momento, volvió a cogerla y bebió un segundo trago, directamente del gollete. Luego salió a la puerta para recostarse en el muro, sintiendo el fresco del terral nocturno mientras esperaba a que el medicamento hiciera su efecto. Miró las estrellas y el reflejo distante del faro recortando el acantilado. En algún momento, entre los puntitos luminosos de las luciérnagas que revoloteaban bajo la masa oscura de los pinos, le pareció ver avivarse la brasa rojiza de un cigarrillo.
Cuando se extinguieron los últimos latidos de dolor, Faulques entró de nuevo en la torre, sintiendo la suave lucidez química del calmante disuelto en su estómago. Dispuesto a reanudar el trabajo, revisó otra vez la parte no pintada. Entonces vio algo que antes no había visto. Se insinuaba allí, descubrió con estupor, una obra diferente, más heterodoxa y atrevida. Un espacio en blanco donde lo incompleto, la ausencia, era confirmación de la presencia misma. Movido por esa intuición, dejó el pincel —sin enjuagar ni secar, tal como estaba— e intentó conseguir el efecto impregnando el dedo pulgar de la mano derecha con la mezcla que había en la paleta. Luego frotó deslizándolo a lo largo del camino recién pintado, dándole apariencia de río inexorable de prolongados surcos, de líneas y crestas minúsculas difíciles de apreciar a simple vista. Siguió trabajando con las manos, sin pinceles. Aplicaba ahora la pintura con los dedos, blanco, azul, amarillo y blanco, obteniendo verdes singulares parecidos a la luz de la mañana sobre un prado, grises semejantes al asfalto de una carretera removida por la metralla, azules sucios de cielo brumoso por el humo de casas en llamas. Y un verde líquido como los ojos de la mujer a la que recordaba en aquel paisaje, pantalones tejanos ajustados a las largas piernas, sahariana caqui, cabello rubio recogido en dos trenzas sujetas con cintas elásticas, la bolsa con las cámaras a la espalda y una de ellas sobre el pecho. Olvido Ferrara caminando por la carretera de Borovo Naselje.
Ella había dicho algo aquella misma mañana. Lo hizo mientras comprobaban el equipo tras pasar la noche acurrucados en un portal, en un patio junto a la calle principal de Vukovar que parecía a resguardo de los morteros serbios. Habían estado bombardeando las inmediaciones; varias veces los resplandores iluminaron los tejados rotos de los edificios cercanos, pero luego siguieron tres horas de silencio. Los dos fotógrafos se pusieron en pie al alba, con la primera luz tiñéndolo todo igual que una veladura de grisalla, y fue entonces cuando Olvido miró alrededor, las fachadas de las casas desiertas, los fragmentos de ladrillo y vidrio esparcidos por el suelo, y habló sin dirigirse a Faulques, como expresando en voz alta un pensamiento en el que estuviese sumida. Es cuestión de imaginación más que de óptica, dijo. Luego se quedó callada mirando aquel lugar sombrío, el cuerpo de la cámara abierto en las manos y la película a medio introducir. Cerró la tapa con un chasquido, hizo sonar el motor de arrastre y le sonrió a Faulques, distraída, cual si todo cuanto ocupase en ese momento su cabeza estuviese lejos. Aquellos tipos, añadió de pronto, Géricault y Rodin, tenían razón: sólo el artista es veraz. Es la fotografía la que miente.
Más tarde, esa mañana, las deportivas blancas de Olvido hacían crujir la gravilla del suelo —la carretera estaba salpicada de impactos de artillería— y Faulques escuchaba ese sonido mientras caminaba por el otro lado, las manos sobre las dos cámaras listas, atento al terreno y al cruce que tenían delante, una zona descubierta por la que tenían que pasar hacia Borovo Naselje. Un grupo de soldados croatas los precedía y otro iba detrás. Sonaban disparos de armas automáticas en la distancia: un crepitar apagado que se concertaba con el de las maderas del techo incendiado de una casa cercana. Había también un militar serbio muerto en el centro de la carretera, alcanzado el día anterior por uno de los morteros cuyos impactos en forma de estrella jalonaban esta. El serbio estaba boca arriba, la ropa destrozada por las esquirlas, cubierto de polvo gris que también le tapizaba los ojos entornados y la boca abierta, con los bolsillos vueltos del revés y sin botas. A su lado había objetos desdeñados por los saqueadores: un casco de acero verde con una estrella roja, una cartera abierta, algunos documentos esparcidos por el suelo, un manojo de llaves, un bolígrafo, un pañuelo arrugado. Mientras se aproximaba al cadáver, Faulques consideró la posibilidad de una foto con la casa incendiada al fondo. Así que calculó la luz a 125 de velocidad y 5.6 de diafragma, dispuso de antemano la Nikon F3, y al llegar a su altura, deteniéndose un instante rodilla en tierra, encuadró el cuerpo, las piernas abiertas en V, los pies descalzos con un dedo asomando por un agujero del calcetín, los brazos en cruz y los objetos esparcidos junto a ellos, la casa incendiada a la izquierda haciendo otro ángulo con la carretera. Lo que no había modo de fotografiar era el zumbido de las moscas —ellas sí que ganaban todas las batallas—, ni el olor, evocadores de tantos otros olores y zumbidos, moscas y hedor entre cuerpos hinchados en Sabra y Chatila, manos atadas con alambre en los vertederos de San Salvador, camiones descargando cadáveres empujados por palas mecánicas en Kolwezi: zumzumzum. Un fotógrafo hábil, había dicho alguien, podía fotografiar bien cualquier cosa. Pero Faulques sabía que quien dijo eso nunca estuvo en una guerra. No era posible fotografiar el peligro, o la culpa. El sonido de una bala al reventar un cráneo. La risa de un hombre que acaba de ganar siete cigarrillos apostando sobre si el feto de la mujer a la que ha desventrado con su bayoneta es varón o hembra. En cuanto al cadáver del serbio descalzo, tal vez un escritor pudiera encontrar algunas palabras. Para las moscas, por ejemplo. Zumzumzumzumzumzum. El olor era otra cosa. O la escueta soledad del cuerpo muerto cubierto de polvo: nadie le sacudía el polvo a un cadáver. Sólo el artista es veraz, recordó Faulques. Y se dijo que tal vez era cierto, que la fotografía pudo ser veraz cuando era ingenua e imperfecta, en sus comienzos, cuando la cámara únicamente podía captar objetos estáticos, y en las antiguas placas las ciudades aparecían como escenarios desiertos donde los seres humanos y los animales eran trazos fugaces, imprecisos rastros fantasmales tan parecidos a los de otra foto posterior, hecha en Hiroshima el 6 de agosto de 1945: la huella impresa en un muro de una silueta humana y una escalera desintegradas por la deflagración de la bomba.
Al bajar la cámara, Faulques vio que Olvido se había detenido al otro lado de la carretera para no meterse en cuadro, y que lo miraba. Entonces se puso en pie y cruzó hacia ella, y mientras lo hacía comprobó que no apartaba sus ojos de él, como si estudiase cada uno de sus movimientos, sus gestos, su aspecto. En los últimos días la había sorprendido varias veces mirándolo de aquel modo, a hurtadillas primero, francamente después, cual si pretendiera grabarse en la memoria cuanto a él se refería, todas las imágenes de aquella etapa de un largo y extraño viaje que se hallara a punto de terminar. Un viaje del que ella tuviese el pasaje de vuelta en el bolsillo. Faulques caminaba con una sensación de tristeza y de frío infinitos. Para disimularlos miró alrededor: los soldados que se alejaban hacia el cruce, la casa incendiada. Sobre todo eso había un cielo limpio, sin una nube, y un sol que todavía no alcanzaba la altura incómoda para las fotos y proyectaba la sombra de Olvido sobre la gravilla suelta de la carretera, cuyo relieve deformaba sus contornos. Por un instante Faulques pensó en tomar una foto de esa sombra de bordes imprecisos; pero no lo hizo. Fue entonces cuando ella vio un cuaderno roto y descolorido en el suelo. Un cuaderno escolar, de tapas azules, con algunas hojas arrancadas, abierto sobre la hierba. Empuñó la cámara, dio dos pasos adelante buscando el encuadre, dio otro paso hacia la izquierda, y pisó la mina.
Faulques se miró las manos manchadas de pintura roja, y luego observó el mural que lo circundaba. Las formas cambiaban en contacto con el color. Los espacios en blanco, el esbozo a carboncillo sobre la imprimación de la pared, habían dejado de parecerle zonas vacías. Bajo la intensa luz de los focos halógenos, todo parecía fundirse en su cerebro a la manera de las pinturas impresionistas: colores, espacios, volúmenes que sólo alcanzaban su integración correcta en la retina del espectador. Tan reales, tan veraces —sólo el artista es veraz, recordó de nuevo— eran allí las figuras y paisajes acabados como los que apenas se insinuaban, las formas anunciadas en la pared, las pinceladas minuciosas y los trazos gruesos, fresca la pintura todavía, aplicados con los dedos sobre figuras ya pintadas o sobre espacios en blanco. Un largo camino. Había una trama subyacente, una perspectiva fabulosa e interminable como un bucle, que recorría el círculo del mural sin detenerse nunca, integrando cada uno de los elementos, relacionando entre sí las naves que zarpaban bajo la lluvia, la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer violada y el niño verdugo, el hombre a punto de morir, los bosques con ahorcados colgantes como frutos, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer término, los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal. El universo visible y la inmensidad concebible de la naturaleza. Todo lo que había querido pintar estaba allí: Brueghel, Goya, Uccello, el doctor Atl y los demás, cuantos dispusieron la mirada y las manos de Faulques para expresar lo que a lo largo de su vida había penetrado por el visor de la cámara hasta la caverna de Platón de su retina —la película fotográfica y el papel de positivar sólo jugaban roles secundarios en todo aquello— se explicaban al fin, combinados en la formulación geométrica cuyo principio y resultado final convergían en el triángulo que lo presidía todo: el volcán negro, pardo, gris, rojo. El símbolo del criptograma, desprovisto de sentimientos e implacable en simetrías, que extendía sus grietas de lava como una tela de araña cuya red abarcase la cifra del universo, las fisuras en la pared de la vieja torre que servía de soporte a todo ello, el alba del día que pronto iba a penetrar por las ventanas, el hombre que aguardaba afuera mientras el pintor de batallas culminaba su trabajo.