Olvido se había burlado de él cuando empezó a manifestar aquello. Por ese tiempo Faulques aún no se adentraba en las grietas y anfractuosidades del problema, pero ya vivía entre intuiciones, cual si llevase un enjambre de molestos mosquitos zumbándole alrededor. Fotografías a la gente buscando las rectas y curvas que la matarán, decía riéndose de pronto después de observarlo un rato en silencio. Fotografías las cosas buscando los ángulos por donde empezarán a desmoronarse. Vas a la caza de cadáveres y ruinas adivinados, prematuros. A veces pienso que me haces el amor con esa desesperación desolada y violenta porque al abrazarme sientes el cadáver que seré un día, o que seremos ambos. Estás acabado a medio plazo, Faulques. Empiezas a dejar de ser un soldado callado y flaco. No lo sabes, pero has contraído el virus que terminará impidiéndote hacer tu trabajo. Un día te llevarás la cámara a la cara, y al mirar por el visor sólo verás líneas, volúmenes y leyes cósmicas. Espero no estar a tu lado en ese momento, porque te volverás insoportable, de puro autista: un arquero zen que ejecuta movimientos en el aire con las manos vacías. Y si aún sigo contigo, te dejaré. Ciao. Lo prometo. Detesto a los soldados que se hacen preguntas, pero mucho más a los que obtienen respuestas. Y si algo me gusta de ti es el silencio que guardan tus silencios, tan parecido al de tus fotos frías y perfectas. No soporto los silencios rumorosos, ¿comprendes?… Una vez oí decir, o leí, que el excesivo análisis de los hechos termina por destruir el concepto… ¿O es al revés? ¿Los conceptos destruyen los hechos?
Se lo había dicho riendo tras el cristal de una copa de vino, en Venecia, la última noche de fin de año que estuvieron juntos. Ella se había empeñado en regresar allí, donde pasó varias nocheviejas en su niñez, para ver la exposición de los surrealistas en el palacio Grassi. Quiero que me lleves al mejor hotel de esa ciudad fantasma, pidió, y que deambules conmigo de noche por sus calles desiertas, porque sólo esos días es posible encontrarlas así: hace tanto frío que los mochileros mueren congelados en los bancos, todo el mundo se encierra en hoteles y pensiones, en las calles sólo hay góndolas meciéndose silenciosas en los canales, la calle de los Asesinos parece más estrecha y sombría que nunca, y las cuatro figuras talladas en piedra de la Piazzetta se acercan más unas a otras como si poseyeran un secreto que quien las contempla, ignora. De jovencita me escapaba a pasear con bufanda y gorro de lana, oyendo el eco de mis pasos mientras los gatos me miraban desde los soportales oscuros. Hace mucho que no vuelvo a esa ciudad, y ahora deseo hacerlo de nuevo. Contigo, Faulques. Quiero que me ayudes a buscar la sombra de esa niña, y después, de vuelta al hotel, me la cosas de nuevo a los talones con hilo y aguja, silencioso, paciente, mientras me haces el amor con la ventana abierta y el frío de la laguna erizándote la espalda, mis uñas clavadas en ella, hasta que sangres y me olvide de ti, de Venecia y de todo cuanto he sido y cuanto me espera.
Ahora Faulques recordaba esas palabras y la recordaba a ella caminando aquellos días por las calles estrechas cubiertas de nieve, el suelo resbaladizo y las góndolas tapizadas de blanco entre el chapoteo del agua verde y gris, el frío intenso y el aguanieve, los turistas japoneses acurrucados en los cafés, el vestíbulo del hotel con brocados engalanando las escaleras centenarias, las grandes arañas del salón adornado con un enorme y absurdo árbol de Navidad, el director y los viejos conserjes que salían a saludar a Olvido llamándola
signorina
Ferrara como diez o quince años atrás, los desayunos en la habitación ante la vista de la isla de San Giorgio y, a la derecha, la Aduana y la entrada al Gran Canal, entre la bruma. La noche de San Silvestre se vistieron para cenar, pero el restaurante estaba lleno de norteamericanos vociferantes y mafiosos eslavos con mujeres rubias, así que cogieron los abrigos y caminaron por las calles blancas y heladas hasta una pequeña trattoría del muelle Zattere. Allí, él de esmoquin, ella con collar de perlas y un vestido negro y ligero que parecía flotar alrededor de su cuerpo, cenaron espaguetis, pizza y vino blanco antes de pasear hasta la punta de la Aduana para besarse a las doce en punto, temblando de frío, mientras un castillo de fuegos artificiales coloreaba el cielo con estrépito sobre la Giudecca, y regresaron luego despacio al hotel, cogidos de la mano por las calles desiertas. En adelante, Venecia siempre sería para Faulques las imágenes de aquella noche singular: luces difusas por la neblina y copos pálidos que caían sobre los canales, lenguas de agua que rebasaban los peldaños de piedra blanca y se extendían en ondas suaves por el empedrado, la góndola que vieron pasar bajo el puente con dos pasajeros inmóviles cubiertos de nieve y el gondolero cantando en voz baja. También las gotas de agua en el rostro de Olvido y su mano izquierda deslizándose por la balaustrada de la escalera camino de la habitación, el crujido del suelo de madera, la alfombra en la que a ella se le enganchó el tacón de un zapato, el espejo enorme a la derecha donde la vio mirarse de soslayo al pasar, los grabados en las paredes del pasillo, la tenue luz amarillenta que entraba por la ventana cuando, ante la gran cama del dormitorio, tras despojarse de los abrigos mojados, él le alzó muy despacio el vestido hasta las caderas mientras ella le miraba los ojos en la penumbra con una intensidad fija e impasible, medio rostro iluminado apenas, bella como un sueño. En ese momento Faulques se alegró en su corazón —un gozo tranquilo y salvaje a un tiempo— de que no lo hubiesen matado ninguna de las veces que eso hubiera sido posible; porque en tal caso no estaría allí esa noche, desnudando las caderas de Olvido, y nunca la habría visto retroceder hasta recostarse en la cama, sobre la colcha intacta, sin dejar de mirarlo entre el cabello suelto y mojado de aguanieve que se le derramaba sobre la cara, la falda subida hasta la cintura, abriendo despacio las piernas con una deliberada mezcla de sumisión e impúdico desafío, mientras él, impecablemente vestido todavía, se arrodillaba ante ella y acercaba la boca, entumecida por el frío de la noche, a la oscura convergencia de aquellos muslos largos y perfectos, en cuyo centro latía cálida, suavísima, deliciosamente húmeda al contacto de sus labios y su lengua, la carne espléndida de la mujer a la que amaba.
Se agitó el pintor de batallas, pasando los dedos por los bordes de la grieta del muro, ásperos y fríos. Carne cruda, recordó de pronto, junto a huellas de un animal en la arena. El horror siempre al acecho, exigiendo diezmos y primicias, listo para degollar a Euclides con la guadaña del caos. Mariposas aleteando por todas las guerras y todas las paces. Cada momento era una mezcla de las situaciones posibles combinadas con las imposibles, de grietas previstas desde aquel primer instante a la temperatura de tres mil millones de grados Kelvin, situado entre los catorce segundos y los tres minutos después del Big Bang, inicio de una serie de casualidades precisas que crean al hombre, y lo matan. Dioses borrachos jugando al ajedrez, albures olímpicos, un meteorito errante de sólo diez kilómetros de diámetro que, golpeando la Tierra y aniquilando a todos los animales con más de veinticinco kilos de peso, despejó el camino a mamíferos entonces pequeños y temerosos que, sesenta y cinco millones de años después, terminarían siendo homo sapiens, homo ludens, homo occisor.
Una Troya previsible bajo cada foto y cada Venecia. Venerar caballos de madera con el vientre preñado de bronce, aplaudir por las calles a los maestros florentinos o quemar, con idéntico entusiasmo, sus obras en las hogueras de Savonarola. El balance de un siglo, o de treinta siglos, fue el resumen que hizo Olvido aquella noche en la punta de la Aduana, observando a la multitud congregada al otro lado de la boca del canal, en San Marcos, los petardos y cohetes que estallaban y el vocerío de quienes celebraban la llegada del nuevo año sin saber qué les deparaba este. Ya no hay bárbaros, murmuró estremeciéndose. Están todos dentro. O tal vez somos nosotros los que nos hemos quedado fuera. ¿Te digo por qué estamos tú y yo juntos esta noche? Porque sabes que el collar que ahora llevo puesto es de perlas auténticas. No porque te hayas fijado en ellas, sino porque me conoces a mí. ¿Lo entiendes?… Este mundo me asusta, Faulques. Me asusta porque me aburre. Detesto que todos los tontos se proclamen parte de la Humanidad y todos los débiles se escuden en la Justicia, que todos los artistas sonrían o escupan, que es lo mismo, al marchante y al crítico que los inventan. Cuando mis padres me bautizaron, erraron el nombre por milímetros. Hoy, para sobrevivir en la caverna del cíclope es preciso llamarse Nadie. Sí. Creo que necesitaré pronto otra dosis fuerte. Otra de tus hermosas e higiénicas guerras.
El pintor de batallas decidió dejar la grieta como estaba. A fin de cuentas era parte de la pintura, como todo lo demás. Como Venecia, como el collar de perlas de Olvido, como él mismo. Como Ivo Markovic, que en ese momento, sin que lo hubiera oído llegar, se recortaba a contraluz en la puerta de la torre.
—¿Ya estoy ahí dentro?
Se encontraba de pie ante la pintura mural, y el humo del cigarrillo colgado de sus labios le hacía entornar los ojos tras los cristales de las gafas. Estaba recién afeitado y vestía una camisa limpia, remangada hasta los codos. Faulques siguió la dirección de su mirada. En una zona todavía sin pintar, el dibujo a carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban formas tendidas en el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas.
—Claro —respondió el pintor de batallas—. Ya lo estaba antes. De eso se trata, supongo… O más bien lo sé. Desde que usted apareció, estoy convencido de ello.
—¿Y qué hay de su responsabilidad?
—No comprendo.
—También es responsable de lo que pasa en el cuadro.
Faulques dejó el pincel corto que tenía en la mano —la pintura acrílica se había secado, endureciéndolo, comprobó malhumorado— y luego se acercó a la pared hasta situarse junto a Markovic, cruzados los brazos. Mirando lo que el otro miraba. Los dibujos eran razonablemente elocuentes, decidió para sí. Pese a que no se tenía en extraordinaria estima como pintor, lo consolaba la certeza de poseer cierta mano para el dibujo. Y a fin de cuentas, aquellos trazos abigarrados y expresivos contenían guerra de verdad. Eran desolación y soledad: la de los hombres muertos. Todos los muertos que había fotografiado a lo largo de su vida parecían estar solos. Ninguna soledad era más perfecta que esa, absoluta e irreparable. Lo sabía muy bien. Dibujo o color aparte, ahí estaba quizá su ventaja, decidió. Lo que daba consistencia al trabajo que realizaba en aquella torre. Nadie le había contado lo que contaba.
—No estoy seguro de la palabra: responsabilidad. Siempre procuré ser el hombre que miraba. Un tercer hombre indiferente.
Sin apartar los ojos de la pintura, Markovic movió la cabeza.
—Se equivocó, diría yo. Creo que nadie es indiferente. También a usted lo contiene el cuadro… Pero no sólo como parte de él, sino como agente, además. Como causa.
—Es singular que diga eso.
—¿Por qué le parece singular?
Faulques no respondió. Recordaba ahora, un poco desconcertado, lo que su amigo científico había añadido cuando conversaban sobre el caos y sus reglas: que un elemento básico de la mecánica cuántica era que el hombre creaba la realidad al observarla. Antes de tal observación, lo que verdaderamente existía eran todas las situaciones posibles. Sólo al mirar se concretaba la naturaleza, tomando partido. Había, por tanto, una indeterminación intrínseca de la que el hombre era más testigo que protagonista. O, puestos a apurar el asunto, ambas cosas a la vez: víctima tanto como culpable.
Se quedaron mirando el mural, callados, inmóviles. Uno junto al otro. Después, Markovic se quitó el cigarrillo de la boca. Ahora se inclinaba un poco para observar mejor a los dos hombres que se acuchillaban abrazados en primer plano, en la parte inferior de la pintura.
—¿Es cierto que algunos fotógrafos pagan para que maten a la gente ante sus cámaras?
Faulques movió despacio la cabeza, de un lado a otro. Dos veces.
—No. Ni desde luego fue mi caso —la movió por tercera vez—. Nunca.
El croata se había vuelto a observarlo con interés. Estuvo así un momento, y luego le dio otra chupada al cigarrillo y fue a apagarlo dentro del frasco de mostaza vacío que estaba sobre la mesa, entre las pinturas y los pinceles.
The Eye of War
seguía allí. Pasó algunas páginas, distraído, y se detuvo en una.
—Buena foto —dijo—. ¿Es la del otro premio?
Se acercó Faulques. Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas cristianos, arrodillados estos a tres metros de sus víctimas, los fusiles encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros sacudiéndoles las ropas —uno encorvado sobre el vientre y dobladas las rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se desvaneciera a su espalda—, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme, esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos cubiertos por un paño alegro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía del cuello, puesta sobre el pecho. Tan sereno y digno en su actitud que los verdugos que le apuntaban, dos maronitas jóvenes, parecían vacilar antes de matarlo, el dedo en el gatillo de sus fusiles de asalto Galil. Al druso de la mano herida le habían disparado un segundo después de que Faulques tomara la foto —oprimió el obturador al escuchar la primera ráfaga, convencido de que todos caerían a la vez—, alcanzándolo en el pecho cuando sus compañeros ya estaban en el suelo; pero Faulques no consiguió fotografiarlo cayendo, pues tiraba con la Leica sin motor, de arrastre manual, y en ese momento pasaba película para la siguiente exposición. Así que esta la tomó cuando el hombre ya se había desplomado boca arriba, la mano vendada un poco en alto, rígida entre el humo de los disparos que flotaba en el aire y el polvo que el cuerpo había levantado al caer. Faulques hizo una tercera foto cuando el jefe de los ejecutores se hallaba de pie entre los cadáveres, después de haberle dado el tiro de gracia al primero y disponiéndose a dárselo al segundo.