El dolor se insinuaba de nuevo, así que el pintor de batallas tragó dos comprimidos con un sorbo de agua y se agachó hasta quedar en cuclillas, la espalda contra la pared. Aguardó inmóvil, apretados los dientes, a que hicieran efecto. Cuando se levantó tenía la ropa empapada de sudor. Anduvo hasta el interruptor y apagó los dos potentes focos que iluminaban la pared. Luego se quitó la camisa y salió afuera, a lavarse la cara y las manos, y aún goteando se zambulló en el paisaje nocturno con pasos largos y lentos, las manos mojadas dentro de los bolsillos, mientras la brisa del mar le enfriaba la cara y el torso desnudo, y los grillos, ensordecedores, lo jaleaban desde los arbustos y el bosquecillo negros. El ruido de la resaca sonaba abajo, entre las piedras de la caleta invisible. Anduvo hasta el borde del acantilado —se detuvo un poco antes, cauto, cegado todavía por el resplandor de las bombillas halógenas— y se quedó allí hasta que su retina se acostumbró a la oscuridad, observando el lejano destello del faro, la luna y las estrellas. Pensaba ahora en Ivo Markovic. Parece —eso había dicho el croata por la mañana, cuando ambos miraban el mural— que estemos en un concurso de navajas rotas, señor Faulques. El pintor de batallas acababa de contar algo a su manera, con largas pausas; como repasando la memoria para sus adentros en vez de conversar con un desconocido que ya no lo era tanto. Un manicomio, estaba diciendo. Una vez había fotografiado un combate en un manicomio. Con locos de verdad. La línea del frente pasaba por el patio del edificio, un caserón viejo cerca de San Miguel, en El Salvador. Cuando llegó, guardianes y enfermeros habían huido. Los guerrilleros estaban dentro y los soldados fuera, al otro lado de la tapia y en la casa de enfrente, a unos veinte metros. Se estaban sacudiendo con todo, fusiles y granadas, mientras los locos iban y venían a su aire, de unas posiciones a otras, paseaban por el patio entre disparos o se quedaban de pie junto a los combatientes, mirándolos con fijeza, diciendo incoherencias, riéndose a carcajadas, chillando de terror cuando una bomba estallaba cerca. Murieron ocho o diez, pero aquel día las mejores fotos las hizo Faulques con los vivos: un anciano con chaqueta de pijama y desnudo de cintura para abajo que, de pie entre el tiroteo, observaba con interés y muy tranquilo, las manos cruzadas a la espalda, a dos guerrilleros que disparaban desde el suelo. También fotografió a una mujer de mediana edad, gorda, despeinada, con una bata manchada de sangre, que acunaba a un joven combatiente, herido en el cuello, como si fuera un bebé o un muñeco. Faulques se fue de allí cuando uno de los locos cogió el fusil del herido y se puso a pegar tiros en todas direcciones.
—Volví dos días después, a echar un vistazo… Había agujeros en las paredes y el suelo se encontraba lleno de casquillos de bala. Los soldados y los guerrilleros ya no estaban, y algunos locos seguían en el caserón. Había excrementos y sangre seca por todas partes. Uno se acercó con mucho misterio para mostrarme un frasco que me pareció de melocotón en almíbar… Luego vi que eran orejas cortadas.
Markovic se giró a medias hacia Faulques. Parecía realmente interesado.
—¿Hizo la foto?
—Nunca se habría publicado. Así que no la hice.
—Pero sí hizo, y fueron publicadas, aquellas de hombres con neumáticos ardiendo en torno al cuello… En Sudáfrica, me parece.
—No crea. Descartaron las más crudas. A los anunciantes de automóviles, perfumes y relojes caros no les gusta ver sus reclamos junto a esa clase de escenas.
El croata seguía mirando al pintor de batallas. Su sonrisa era plácida. Fue entonces cuando dijo:
—Parece que estemos en un concurso de navajas rotas, señor Faulques.
Después de aquello Markovic se había vuelto otra vez hacia el mural. Estuvo así un rato muy largo. Al cabo encogió levemente los hombros, como respuesta a reflexiones íntimas.
—¿Quién dijo: la guerra ha agotado las palabras?
—No lo sé. Me parece que es frase vieja.
—Y mentira, además. Quien dijo eso nunca estuvo en una.
—Así lo creo —Faulques sonreía a medias—. Puede que la guerra agote las palabras estúpidas, pero no las otras. Las que conocemos usted y yo.
Vuelto a medias, Markovic entornaba los párpados, cómplice.
—¿Se refiere a esas que apenas se pronuncian, o surgen sólo ante quien las conoce?
—A esas.
El otro siguió contemplando el mural.
—¿Sabe, señor Faulques?… Cuando después del campo de prisioneros fui a un hospital de Zagreb, lo primero que hice al salir fue sentarme en un café de la plaza Jelacic. A mirar a la gente, a escuchar sus palabras. Y no daba crédito a lo que oía: la conversación, las preocupaciones, las prioridades… Oyéndolos, me preguntaba: ¿Es que no se dan cuenta? ¿Qué importa el abollado del coche, la carrera en la media, la letra del televisor?… ¿Comprende a qué me refiero?
—Perfectamente.
—Eso me pasa todavía… ¿A usted no?… Entro en un tren, en un bar, camino por la calle y los veo alrededor. ¿De dónde salen?, me pregunto. ¿Soy yo un extraterrestre?… ¿De verdad no se dan cuenta de que el suyo no es un estado normal?
—No. No se dan cuenta.
Markovic se había quitado las gafas y comprobaba la limpieza de los cristales.
—¿Sabe lo que creo después de mucho mirar sus fotos?… Que en la guerra, en vez de que la cámara sorprenda a gente normal haciendo cosas anormales, lo que hace es lo contrario. ¿No le parece?… Fotografiar a gente anormal haciendo cosas normales.
—En realidad es algo más complejo. O más simple. Gente normal haciendo cosas normales.
Markovic se quedó inmóvil. Luego asintió lentamente un par de veces y se puso las gafas.
—Bueno. Tampoco los culpo. Yo mismo no me enteraba antes —se volvió de pronto—. ¿Y usted?… ¿De verdad fue siempre lo que sus fotos dicen que es?
El pintor de batallas le sostuvo la mirada sin abrir la boca. Tras un momento, el otro encogió de nuevo los hombros.
—Nunca fue un fotógrafo común, señor Faulques.
—No sé lo que era… Sé lo que no era. Empecé como todos, me parece: testigo privilegiado de la Historia, peligro y aventura. Juventud. La diferencia es que la mayor parte de los fotógrafos de guerra que conocí descubrieron una ideología a posteriori… Con el tiempo se humanizaron, o fingieron hacerlo.
Markovic indicó el álbum sobre la mesa.
—Humanitario no es algo que yo diría de sus fotos.
—Es que la palabra humanitario estropea al fotógrafo. Lo vuelve consciente de sí mismo, y este deja de ver el mundo exterior a través del objetivo. Termina fotografiándose él.
—Pero usted no se retiró por eso…
—En cierto modo, sí. Yo también me fotografiaba a mí mismo, al final.
—¿Y siempre sospechó del paisaje? ¿De la vida?
Faulques, que ordenaba unos pinceles con gesto distraído, reflexionó sobre aquello.
—No sé. Supongo que el día que me fui de casa con una mochila al hombro, todavía no. O tal vez sí. Puede que me hiciese fotógrafo para confirmar una sospecha precoz.
—Entiendo… Un viaje de estudios. Científico. Los leucocitos y todo lo demás.
—Sí. Los leucocitos.
Markovic dio unos pasos por el recinto, estudiándolo todo como si acabara de cobrar nuevo interés para él: la mesa llena de frascos de pintura, trapos y pinceles —el álbum de fotos seguía allí—, libros apilados en el suelo y en los peldaños de la escalera de caracol que conducía al piso superior de la torre.
—¿Siempre duerme arriba?
El pintor de batallas lo observó con recelo, sin responder, y el otro hizo una mueca burlona. Se trata de una pregunta inocente, dijo. Curiosidad por su forma de vida.
—Incluso iba a cometer —añadió Markovic— la impertinencia de preguntarle si siempre duerme solo.
«Este lugar se llama cala del Arráez y fue refugio de corsarios berberiscos»
… La voz de mujer y la música ampliadas por la megafonía llegaron desde el acantilado, entre el rumor de los motores de la golondrina de turistas que pasaba, como cada día. Faulques volvió el rostro hacia la ventana por la que llegaba el sonido —
«… La torre está habitada ahora por un conocido pintor…»
— y estuvo así, inmóvil, hasta que este se alejó, desvaneciéndose.
—Vaya —dijo el croata—. Es una celebridad local.
Se había acercado al pie de la escalera y estudiaba los títulos de los libros apilados allí. Cogió el volumen —subrayado casi en cada página— de los
Pensamientos
de Pascal y volvió a dejarlo donde estaba, sobre una
Ilíada
, el
Paolo Uccello
de Stefano Borsi, las
Vidas
de Vasari y el
Diccionario de la ciencia
de Sánchez Ron.
—Es un hombre culto, señor Faulques… Lee mucho.
El pintor de batallas señaló el mural. Únicamente lo que tiene que ver con esto, repuso. Markovic se lo quedó mirando. Al cabo su rostro se iluminó. Ya entiendo, dijo. Quiere decir que sólo le interesa aquello que puede ser útil para este cuadro enorme. Lo que le da buenas ideas.
—Algo así.
—A mí me pasó lo mismo. Ya le dije que nunca fui hombre de lecturas. Aunque por su causa lo intenté varias veces. He llegado a leer libros, se lo aseguro… Pero sólo cuándo tenían que ver con usted. O cuando creí que me ayudarían a comprender. Muchos eran libros difíciles. Otros no pude acabarlos, por más que quise… Pero leí algunos. Y es cierto: aprendí cosas.
Mientras hablaba, recorría con la mirada las ventanas de la torre, la puerta, el piso superior. Faulques sintió un poco de aprensión. El croata parecía un fotógrafo estudiando la forma de entrar en terreno hostil y la forma de irse. También un asesino estudiando el futuro escenario del crimen.
—¿No hay ninguna mujer?
Faulques no tenía intención de responder. Sin embargo, lo hizo cinco segundos después. La acaba de oír, dijo, pasando por ahí abajo. Markovic, sorprendido, parecía considerar la posibilidad de que le estuviese tomando el pelo. Debió de concluir eso, pues sonrió un poco y movió la cabeza.
—Hablo en serio —insistió Faulques—. O casi.
El croata volvió a mirarlo. Su sonrisa era más amplia.
—Vaya —dijo—. ¿Qué aspecto tiene?
—No tengo la menor idea… Sólo conozco su voz. Cada día a la misma hora.
—¿No la ha visto en el puerto?
—Nunca.
—¿Y no siente curiosidad?
—Relativa.
Una pausa. Markovic ya no sonreía. Su mirada se había vuelto suspicaz. Inteligente.
—¿Por qué me cuenta eso?
—Porque me lo ha preguntado.
El otro se ajustó las gafas con un dedo y se quedó un rato callado, observándolo. Luego se sentó en un peldaño de la escalera, junto a los libros, y sin apartar los ojos del pintor de batallas hizo un ademán que abarcaba la torre.
—¿Cómo se le ocurrió esto?… ¿Hacer algo así, aquí?
Faulques se lo contó. Historia vieja. Había estado en un molino antiguo y en ruinas, cerca de Valencia, en cuyas paredes un autor anónimo del XVII, sin duda un soldado de paso por allí, pintó en grisalla escenas del asedio del castillo de Salses, en Francia. Eso dejó en su cabeza ciertas ideas que fraguaron más tarde, entre una visita a la sala de batallas de El Escorial y cierto cuadro visto en un museo de Florencia. Era todo.
—No creo que sea todo —discrepó Markovic—. Están esas fotos suyas… Qué extraordinario. Nunca pensé que fuera un hombre insatisfecho con su trabajo. Tal vez horrorizado, me dije. Pero no insatisfecho. Aunque en esta pintura lo que menos parece es horrorizado. Quizá porque los cuadros no se pintan con sentimientos. ¿No?… O si. Tal vez lo que no puede pintarse con sentimientos sea un cuadro como este.
—Fotografiar un incendio no implica sentirse bombero.
Y sin embargo, pensó el pintor de batallas aunque no lo dijo, Markovic tenia razón. O la tenía en cierto modo. Un cuadro como aquel no podía pintarse con sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego verse despojado de ellos. O liberado. A él era Olvido quien lo había cambiado de verdad, por dos veces y en dos direcciones. También le había enseñado a mirar. Y, en cierto modo, a pintar. Fue una suerte. Cuando ella murió y la lente de la cámara se volvió borrosa, eso fue su salvación. Pintaba con la mirada que ella le dejó impresa.
—Dígame una cosa, señor Faulques… ¿Sentir el horror desenfoca la cámara?
Ahora el pintor de batallas no pudo menos que reír. Aquel individuo había hecho un buen trabajo de rastreo e interpretación, aunque no del todo. A menudo rozaba la verdad sin tocarla, pero algunas de sus toscas aproximaciones eran correctas. Tenia, resolvió admirado, buena intuición. Cierto estilo.
—Esa —admitió— es una buena apreciación.
—Respóndame, por favor. Estoy hablando de piedad, no de técnica.
Faulques guardó silencio. Su incomodidad se acentuaba. Todo iba demasiado lejos. Pero había un placer siniestro en aquello, decidió. Como el marido que sospecha de su esposa y rebusca hasta alzarse, triunfante, con la certeza. Pasar un dedo, suavemente, por el borde afilado de una navaja rota.
Markovic seguía sentado en la escalera. Movió la cabeza despacio, afirmativo, cual si acabara de escuchar una respuesta que nadie había dado. Supuse que se trataba de algo así, dijo.
—¿De verdad no hay ninguna mujer real? — inquirió de pronto.
Faulques no respondió. Había cogido algunos pinceles y los lavaba con jabón bajo la espita del bidón de agua. Después de sacudirlos con cuidado, chupó la punta de los más finos y los dejó todos en su sitio. Luego se dispuso a limpiar la bandeja de horno que usaba como paleta.
—Disculpe mi insistencia —prosiguió el croata—, pero es importante. Forma parte de lo que me trajo aquí. En cuanto a la mujer de la carretera de Borovo Naselje…
Se interrumpió en ese punto, sin dejar de observar al pintor. Faulques seguía limpiando la bandeja, impasible.
—Antes —prosiguió Markovic— hablábamos de horror y desenfoques de cámara. ¿Y sabe lo que creo?… Que era usted un buen fotógrafo porque fotografiar es encuadrar, y encuadrar es elegir y excluir. Salvar unas cosas y condenar otras… No todo el mundo puede hacer eso: erigirse en juez de cuanto pasa alrededor. ¿Comprende a qué me refiero?… Nadie que ame de verdad puede dictar esa clase de sentencias. Puesto a elegir entre salvar a mi mujer o a mi hijo, yo no habría podido… No. Creo que no.
—¿Y qué habría elegido entre salvar a su mujer, a su hijo o salvarse usted?