—Fue torturado durante seis meses. Como un animal. Luego, por alguna extraña razón, o casualidad, lo dejaron seguir vivo. Trasladado a un campo de prisioneros cercano a Banja Luka, pasó allí dos años y medio. Un día lo subieron a un camión, y cuando pensaba que lo iban a fusilar se vio en un puente sobre el Danubio y oyó decir: intercambio de prisioneros, camina, estás libre…
Markovic aún siguió moviendo los labios un poco mas, pero sin palabras. En silencio. Al cabo, Faulques vio que se detenía casi con sobresalto y miraba alrededor como recién llegado a un lugar raro. Espero que no le moleste que fume, dijo de pronto. El pintor negó con la cabeza, y el otro fue hasta su mochila y sacó un paquete de tabaco.
—¿Fuma usted?
—No.
Markovic encendió un cigarrillo, y al apagar el fósforo buscó un cenicero donde echarlo. Faulques le indicó un frasco de mostaza francesa vacío. El otro lo cogió, y con el cigarrillo en la boca y el frasco en la mano fue a sentarse en la otra silla, frente a su interlocutor.
—¿Qué le parece la historia? — preguntó con naturalidad.
—Terrible.
—No especialmente —el croata hizo una mueca objetiva—. Es terrible, por supuesto. Pero hay otras. Algunas son incluso peores. Historias que se complementan entre sí.
Se quedó un instante callado, perdidos los ojos en las profundidades del vasto mural que los rodeaba. Entre sí, repitió al poco, pensativo. Y hablo, añadió, de familias enteras exterminadas, de hijos asesinados ante sus padres, de hermanos obligados a torturarse mutuamente para que uno siguiera vivo… No puede imaginar lo que vio ese prisionero. El dolor, la indignidad, la desesperanza… Los hombres, señor Faulques, somos animales carniceros. Nuestra inventiva para crear horror no tiene límites. Usted tiene que saberlo. Toda una vida fotografiando maldades enseña algo, supongo.
—¿Por eso quiere matarme?… ¿Para vengar todo aquello?
En el rostro de Markovic apareció de nuevo aquella sonrisa fría, casi ajena.
—Efecto Mariposa, ha dicho. Qué ironía. Un nombre tan delicado.
El visitante fumaba concentrado en un nuevo cigarrillo, como si cada porción de humo fuese valiosa. Faulques identificó los viejos gestos del soldado, o del prisionero. Había visto fumar a muchos hombres en muchas guerras, donde a menudo el tabaco era la única compañía. El único consuelo.
—Cuando aquel hombre fue puesto en libertad —siguió contando Ivo Markovic—, buscó el contacto con su mujer y su hijo. Tres años sin noticias, imagínese… Y bueno. Al poco, las tuvo. La foto famosa también había llegado al pueblo. Alguien consiguió un ejemplar de la revista. Siempre hay vecinos dispuestos a cooperar en esa clase de asuntos: la novia que no pudieron tener, el trabajo que unos abuelos le quitaron a otros, la casa o parcela de tierra que se ambicionan… Lo de siempre: envidia, ruindad. Lo previsible entre seres humanos.
El sol poniente, que llegaba horizontal a través de una de las estrechas ventanas de la torre, aureolaba al croata con un rojo semejante al de los incendios pintados en la pared: la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán lejano que iluminaba piedras y ramas desnudas, el fuego en reflejos metálicos sobre armas y arneses que parecía ahora prolongarse fuera del muro y abarcar también el recinto, los objetos, los contornos del hombre sentado en la silla, las volutas de humo del cigarrillo que sostenía entre los dedos o dejaba colgado de los labios, espirales rojizas que con aquella luz daban una singular animación a las escenas de la pared. Quizá, pensó de pronto Faulques, esta pintura no sea tan mala como creo.
—Una noche —continuó Markovic—, un grupo de chetniks se presentó en la casa donde vivían la mujer serbia y el hijo del croata… La violaron uno tras otro, cuanto quisieron. Como el niño, de cinco años, lloraba y forcejeaba defendiendo a su madre, lo clavaron con un bayonetazo en la puerta: igual que esas mariposas en un corcho, figúrese, las del efecto del que me hablaba antes… Luego, cuando se cansaron de la mujer, le cortaron los pechos y la degollaron. Antes de irse pintaron en la pared una cruz serbia y las palabras:
Ratas ustachas
.
Un silencio. Faulques buscó los ojos de su interlocutor entre el resplandor rojizo que enmarcaba su rostro, sin hallarlos. La voz que había narrado aquello era tan objetiva y tranquila como si hubiese estado leyendo un prospecto farmacéutico. Entonces el visitante alzó despacio una mano, con el cigarrillo entre dos dedos.
—Excuso decirle —añadió— que, aunque la mujer estuvo gritando toda la noche, ni un solo vecino encendió una luz ni salió a la calle a ver qué pasaba.
Ahora el silencio fue mucho más largo. Faulques no sabía qué decir. Lentamente, los rincones bajos del recinto se velaron de sombras. La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza.
—Dígame una cosa, señor Faulques… ¿Llega uno a endurecerse lo suficiente?… Quiero decir si, al final, cuanto pasa ante el objetivo de la cámara le es indiferente al testigo, o no.
El pintor se llevó a los labios el vaso. Estaba vacío.
—La guerra —dijo tras pensarlo un rato— sólo puede fotografiarse bien cuando, mientras levantas la cámara, lo que ves no te afecta… El resto hay que dejarlo para más tarde.
—Usted ha hecho fotos de escenas como la que acabo de contarle, ¿verdad?
—De los resultados, sí. Algunas hice.
—¿Y en qué pensaba mientras tomaba foco, calculaba la luz y todo lo demás?
Faulques se levantó en busca de la botella. La encontró sobre la mesa, junto a los frascos de pintura y el vaso vacío del visitante.
—En el foco, en la luz y en todo lo demás.
—¿Por eso le dieron el premio por mi fotografía?… ¿Porque tampoco yo le afectaba?
Faulques se había servido dos dedos de coñac. Señaló con el vaso la pintura mural, que empezaba a cubrirse de sombras.
—Quizá esté ahí la respuesta.
—Sí —Markovic se había vuelto a medias, mirando en torno—. Creo que comprendo lo que quiere decir.
El pintor de batallas puso más coñac en el vaso del otro y se lo llevó. Entre dos chupadas al cigarrillo, el croata se lo acercó a los labios mientras Faulques volvía a su silla.
—Asumir las cosas no es aprobar que sean como son —dijo este—. Explicación no es sinónimo de anestesia. El dolor…
Se interrumpió ahí. El dolor. Pronunciada ante su visitante, aquella palabra sonaba impropia. Arrebatada a legítimos propietarios, cual si Faulques no tuviese derecho a utilizarla. Pero Markovic no parecía molesto.
—El dolor, claro —dijo comprensivo—. El dolor… Disculpe si hurgo en cosas demasiado personales, pero sus fotografías no muestran mucho dolor. Reflejan el dolor ajeno, quiero decir; pero no advierto rastros del propio… ¿Cuándo dejó de dolerle lo que veía?
Faulques tocaba con los dientes el borde de su vaso.
—Es complicado. Al principio fue una aventura divertida. El dolor vino luego. A ráfagas. Al final, la impotencia. Supongo que ya no duele nada.
—¿El endurecimiento al que me refería?
—No. Yo hablo de resignación. Aunque no descifre el código, uno comprende que hay reglas. Entonces se resigna.
—O no —opuso el otro con suavidad.
De pronto, Faulques se sintió cruelmente aliviado.
—Usted sigue vivo —dijo, rudo—. También es una clase de resignación, la suya. Dice que estuvo tres años prisionero, ¿no?… Y cuando supo lo ocurrido a su familia, no murió de dolor, ni se ahorcó de un árbol. Está aquí, ahora. Es un superviviente.
—Lo soy —concedió Markovic.
—Pues fíjese. Cada vez que me tropiezo con un superviviente, me pregunto de qué fue capaz para seguir vivo.
Otra vez un silencio. Ahora, casi con júbilo, Faulques lamentó que la oscuridad creciente le impidiera distinguir las facciones de su interlocutor.
—Eso es injusto —dijo el otro, al fin.
—Tal vez. Pero, injusto o no, es lo que me pregunto.
La sombra sentada en la silla, envuelta en el último resplandor rojizo de la luz sobre el mural, reflexionó sobre aquello.
—Quizá no le falte razón —concluyó—. Quizá sobrevivir donde otros no lo consiguieron implica cierta clase de vileza.
El pintor de batallas se llevó el vaso a la boca. De nuevo estaba vacío.
—Usted sabrá —se inclinó a un lado para dejar el vaso en el suelo—. Según me cuenta, tiene experiencia.
El otro emitió un sonido apagado. Tal vez un amago de tos, o una súbita risa. También usted es un superviviente, dijo. Señor Faulques. Siguió respirando donde otros murieron. Aquel día lo observé arrodillado junto al cuerpo de la mujer. Creo que mostraba dolor.
—No sé lo que mostraba. Nadie me hizo una foto.
—Pero usted sí la hizo. Lo vi levantar la cámara y fotografiar a la mujer. Y es notable: conozco sus fotografías como si las hubiera hecho yo mismo, pero nunca encontré esa foto… ¿La guardó para usted? ¿La destruyó?
Faulques no dijo nada. Se quedó quieto en la oscuridad que dibujaba, como la primera vez que apareció en el lento revelado de la cubeta de ácido, la imagen de Olvido boca abajo en el suelo, la correa de su cámara en torno al cuello, una mano inerte casi tocándose la cara, y la pequeña mancha roja, el hilillo oscuro que empezaba a deslizarse desde el oído por la mejilla hasta mezclarse con la otra mancha más grande y brillante que se extendía por debajo. Mina antipersonal, esquirlas de metralla, objetivo Leica de 55 milímetros, 1/25 de exposición, 5.6 de diafragma, película blanco y negro —la Ektachrome de la otra cámara estaba rebobinada en ese momento— para una fotografía ni buena ni mala, tal vez algo baja de luz. Una foto que Faulques no vendió nunca y cuya única copia había quemado, tiempo más tarde.
—Sí —proseguía Markovic sin esperar respuesta—. De algún modo es así, ¿verdad?… Por muy intenso que sea, hay un momento en que el dolor deja de actuar en nosotros. Quizá fue su remedio. Esa foto de la mujer muerta… En cierta forma, la vileza que lo ayudó a sobrevivir.
Faulques regresaba despacio a aquel lugar y a aquella conversación.
—No sea melodramático —dijo—. Usted no sabe nada de aquello.
Entonces no sabía, en efecto, concedió el otro mientras apagaba su cigarrillo. Tardé mucho tiempo en saber. Pero comprendí cosas que antes se me escapaban. Este lugar es un ejemplo. Si yo hubiera entrado aquí hace diez años, sin conocerlo como lo conozco ahora, ni miraría estas paredes. Sólo le habría dado tiempo para recordar quién soy antes de arreglar nuestro asunto. Ahora es diferente. Esto me lo confirma todo. Explica de verdad mi presencia aquí.
Una vez dicho todo eso, Markovic se inclinó hacia adelante, como para observar mejor a Faulques con la última luz.
—¿Y es así? — añadió de pronto—… ¿Le basta con asumirlo?
El pintor se encogió de hombros. Lo sabré cuando haya terminado mi trabajo, dijo, y a él mismo le sonó rara su respuesta, con aquella absurda amenaza de muerte flotando entre ambos. El otro se quedó un rato callado, pensando, y luego dijo que él también hacía su propio cuadro. Eso fue lo que dijo: su paisaje de batallas. Al ver aquella pared, añadió, se había dado cuenta de qué lo llevaba hasta allí. Todo debía encajar, ¿no era cierto?… Encajar con extraña perfección. Y resultaba curioso. A Markovic no le parecía un pintor nada clásico el autor del mural. Ya confesó antes que no entendía de pintura, pero conocía cuadros famosos, como todo el mundo. Aquel tenía, en su opinión, demasiados ángulos. Demasiadas aristas y líneas rectas en las caras, en las manos de las personas pintadas en aquella pared… ¿Cubismo, llamaban a eso?
—No exactamente. Algo hay, pero no del todo.
—Me lo pareció, fíjese. Esos libros que tiene amontonados por todas partes… ¿Toma sus ideas de ellos?
—«Tanto da que se diga que me serví de palabras antiguas…»
—¿Es una respuesta suya, o una frase de otro?
Ahora Faulques rió en voz alta, seco. Su interlocutor y él eran dos bultos entre las sombras. Se trataba de una cita, respondió, pero daba lo mismo. Lo que pretendía decir era que esos libros lo ayudaban a ordenar ideas propias; eran herramientas como los pinceles, los colores y el resto. En realidad un cuadro, una pintura como aquella, era un problema técnico que debía ser resuelto con eficacia. Esa eficacia la proporcionaban las herramientas unidas al talento de cada cual. Él mismo no tenía demasiado talento, apuntó. Pero tampoco era obstáculo para lo que pretendía hacer.
—No soy capaz de juzgar su talento —repuso Markovic—. Pero a pesar de los ángulos me parece interesante lo que hace. Original. Y algunas de esas escenas están… Bueno. Son reales. Más que sus fotos, supongo. Y eso, claro, es lo que busca.
Sus facciones se iluminaron de improviso. Encendía otro cigarrillo. Aún con el fósforo ardiendo en la mano se levantó y anduvo hasta el mural, acercando la parva luz a las imágenes allí pintadas. Faulques advirtió el rostro de mujer en primerísimo plano, descompuesto en sus trazos violentos de color ocre, siena y rojo de cadmio, la boca abierta en alarido de pinceladas burdas, densas, silenciosas, viejas como la vida. Una visión fugaz, hasta que se consumió la llama del fósforo.
—¿De verdad es así? — preguntó el otro, ya sin luz.
—Así lo recuerdo.
Más silencio entre ambos. Markovic se movió, tal vez buscando su silla. Faulques no quiso ayudarlo encendiendo una linterna ni el farol de gas que tenía cerca. La oscuridad le daba una sensación de ligera ventaja. Recordó la espátula sobre la mesa, la escopeta que tenía en el piso superior. Pero el visitante hablaba de nuevo, y su tono parecía relajado, ajeno a las suspicacias del pintor de batallas.
—El aspecto técnico, por muy buenas herramientas de que disponga, debe de ser complicado. ¿Pintaba usted antes, señor Faulques?
—Algo. Cuando era joven.
—¿Era artista entonces?
—Quise serlo.
—Leí en alguna parte que estudió arquitectura.
—Muy poco tiempo. Prefería pintar.
La brasa del cigarrillo brilló un instante.
—¿Y por qué lo dejó?… Hablo de la pintura.
—Terminé muy pronto. Cuando comprendí que cada cuadro que empezaba ya lo habían hecho otros.
—¿Por eso se hizo fotógrafo?
—Puede —Faulques seguía sonriendo en la oscuridad—. Un poeta francés consideró la fotografía refugio de pintores fracasados. Creo que en su momento tenía razón… Pero también es cierto que la fotografía permite ver en fracciones de segundo cosas que la gente normal no advierte por mucho que mire. Pintores incluidos.