El pintor de batallas (14 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato, Drama

BOOK: El pintor de batallas
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—¿Es pelo auténtico?… ¿De ardilla, marta, o material así?

Sintético, respondió Faulques. El roce de la pared desgastaba mucho los pinceles. El nailon era más resistente y barato. Después estuvo un momento observando la figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado —de cerca una simple maraña de colores superpuestos—, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con azul, rojo y una pizca de ocre, en firmes pinceladas verticales en torno a la boca raspada del hombre muerto casi treinta años atrás.

—Aquella conversación de ayer, sobre la tortura —dijo de pronto Markovic—… Hay algo que no le dije. Una vez torturé a un hombre.

Seguía junto a Faulques, viéndolo trabajar. Le daba vueltas al pincel entre los dedos, probando su suavidad en el dorso de una mano. El pintor se había agachado para enjuagar su pincel, y tras secarlo en el trapo aplicaba ahora la otra mezcla, sombra tostada con azul prusia, a fin de marcar la cara, las mejillas hundidas bajo los pómulos, el efecto de luz en la cabeza vuelta hacia el observador. Lo hizo arriesgándose un poco, húmedo sobre húmedo, dejando que las dos mezclas se fundieran a su vez en los contornos, antes del rápido secado de la pintura acrílica. Después se apartó de la pared para comprobar el resultado. Ahora la expresión del hombre que iba a morir era adecuada: asombro, indignación. Qué diablos miras, observas, fotografías, pintas. Faulques sabía que, en última instancia, todo dependería al final de su buena o mala mano al ejecutar la boca, aún raspada y borrosa; pero de eso se ocuparía más tarde, cuando el resto estuviera seco. Se agachó para dejar el pincel en la espiral del recipiente lleno de agua, observó desde abajo lo que había hecho, y al erguirse siguió trabajando en conformar los contornos, esta vez frotando directamente con los dedos pulgar y medio. Entonces volvió a prestar atención a lo que decía Markovic. Fue al principio de la guerra, contaba el croata. Me refiero a la mía, naturalmente. A mi guerra. Antes de Vukovar. Llevaba una semana movilizado cuando nos ordenaron limpiar de civiles serbios las afueras de Vinkovci. El sistema era el mismo que usaban ellos: llegabas a una casa, sacabas a todo el mundo, abrías la espita de la cocina de gas, tirabas una granada y pasabas a la siguiente casa. Poníamos aparte a los hombres en edad de combatir, de catorce a sesenta años más o menos. Nada que usted no sepa. Pero no violábamos a las mujeres, como hacían los otros. Al menos, no de forma organizada. No como parte de un programa deliberado de terror y limpieza étnica. A los hombres se los llevaban en camiones. No sé qué hacían con ellos. Ni me importaba, ni me importa. El caso es que, al llegar a una casa, en Vinkovci, uno de mis camaradas dijo que conocía a esa familia; que eran campesinos ricos y tenían dinero escondido. Padre y madre mayores. Un hijo. Joven. Veintipocos años. Retrasado mental.

—Creo que no me interesa ese episodio —lo interrumpió Faulques, sin dejar de frotar la pintura con los dedos—. Es poco original y demasiado previsible.

Markovic se quedó callado un momento, considerando aquello.

—Se reía, ¿sabe? — prosiguió de pronto—. Aquel desgraciado se reía mientras le pegábamos delante de sus padres… Nos miraba con los ojos muy abiertos, tanto como la boca que le babeaba, y seguía riéndose… Como si quisiera congraciarse con nosotros.

—Y no había dinero escondido, naturalmente.

Markovic miró al pintor con respetuosa atención. Luego hizo un gesto leve con la cabeza.

—Nada. Ni un céntimo. Lo que pasa es que tardamos mucho en averiguarlo.

Dejó el pincel en su sitio y se quedó con las manos colgadas por los pulgares en los bolsillos del pantalón, viendo lo que hacía Faulques.

—Cuando salimos de allí también tardamos en mirarnos a la cara unos a otros.

El pintor dejó de frotar, retrocedió dos pasos y comprobó el resultado. A falta de concluir la boca del hombre sentenciado, el rostro había mejorado mucho. Indignación en lugar de miedo. Y aquellas sombras verticales, sucias, que resaltaban la expresión del rostro. Volumen y vida, a un paso de la muerte. Real como sus recuerdos, o casi. Satisfecho, fue hasta la jofaina y se enjuagó las manos manchadas de pintura.

—¿Por qué participó?… Pudo limitarse a mirar. Tal vez hasta pudo impedirlo.

Markovic encogió los hombros.

—Eran camaradas, ¿comprende?… Hay rituales de grupo. Códigos.

—Claro —Faulques torció la boca, sarcástico—. ¿Y qué habría hecho, de tratarse de una violación? ¿Atenerse a qué códigos?

—Nunca violé a nadie —el croata se removía, molesto—. Tampoco vi hacerlo.

—Quizá no tuvo ocasión.

La mirada de Markovic era insólitamente aviesa.

—Usted también cometió vilezas, señor fotógrafo. Cuidado. Su cámara fue cómplice pasivo muchas veces… O activo. Recuerde su maldita mariposa. Recuerde por qué estoy aquí.

—La diferencia es que mis vilezas las cometí solo. Mis cámaras y yo. Punto.

—Decir eso es presuntuoso.

—¿De veras?

—Tuvo suerte.

—No —Faulques alzó un dedo—. Fue deliberado. Lo elegí así desde el principio.

—Quizá se equivoca. Puede que usted haya sido siempre como es, y la palabra elegir no tenga nada que ver. Eso lo explicaría todo, incluida su supervivencia.

Dicho eso, Markovic se indicó la cabeza, aclarando a qué supervivencia se refería. Luego señaló la pintura. También explica su trabajo en este lugar, prosiguió. Confirma lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una… En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?… Un teorema.

—¿Una especie de conclusión científica?

Se iluminó el rostro del croata. Eso es, repuso. Acabo de comprender que no le dolió nunca. Ni tampoco ahora. Ver cuanto vio no lo hizo mejor ni más solidario. Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta. Pero pintura, fotos o palabras, con usted da lo mismo. Creo que siente la misma compasión que el investigador que observa, a través de un microscopio, la batalla en la infección de una herida. Microbios contra amebas.

—Leucocitos —le corrigió Faulques—. Los que se enfrentan a los microbios son leucocitos. Glóbulos blancos.

—De acuerdo. Leucocitos contra microbios. Usted mira y toma nota.

Faulques regresó junto a él, secándose las manos con el trapo. Los dos estuvieron un rato callados, mirando la pintura.

—Puede que tenga razón —dijo el pintor.

—Eso lo haría a usted peor de lo que soy yo.

A través de la ventana, un haz de luz recorría en el mural la fila de fugitivos. Había puntitos dorados, motas de polvo suspendidas en el aire que daban a este una consistencia casi sólida. Parecía el foco de vigilancia de un campo de concentración.

—Una vez fotografié un combate en un manicomio —dijo Faulques.

10.

Después de quedarse solo, trabajó toda la tarde y hasta muy entrada la noche en una zona de la parte baja del mural: los guerreros que, junto a la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla, aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un ejército. La forma de representar a ese caballero solitario —al principio iba a estar en actitud serena, al estilo de
El Caballero, la Muerte y el Diablo
de Durero— se la había sugerido a Faulques una escena del
Micheletto da Cotignola en combate
, una de las tres tablas del tríptico sobre la batalla de San Romano: la del Louvre. Allí, los estragos del tiempo habían difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original, convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre lo que a primera vista parecía un solo caballo, el grupo estaba formado por cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si se tratara de la misma en diversas fases de movimiento. Todo ello se fundía en una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica vista fotograma a fotograma; pero ni siquiera una fotografía moderna, deliberada, hecha con baja velocidad de obturación y larga exposición de la película, obtendría nunca el mismo efecto. El tiempo y el azar también pintaban, a su manera.

Faulques, depredador gráfico sin complejos, había ejecutado el jinete del mural teniendo presente todo eso; de ahí la apariencia de foto movida del personaje, los varios contornos que parecía dejar atrás como huellas fantasmales en el espacio. Había trabajado pulverizando agua para mantener frescas las primeras capas, húmedo sobre húmedo: colores diluidos y pinceladas rápidas debajo, densidad y trazo más firme encima. Ahora el pintor de batallas se incorporó sobre la colchoneta manchada de pintura donde había estado arrodillado mientras trabajaba, dejó el pincel en la espiral del recipiente con agua, se frotó los riñones y retrocedió unos pasos. Era correcto. No un Uccello consciente de sí, por supuesto, sino un humilde Faulques que ni siquiera estaría firmado cuando se concluyera. Pero tenía buen aspecto. El grupo de caballeros quedaba ahora completo, a falta de algunos retoques que serían aplicados más adelante. Sobre sus cabezas, en el punto de fuga previsto entre ellos y el jinete que cerraba solitario contra el bosque de lanzas enemigas, se alzaban —se alzarían cuando fuesen algo más que trazos esquemáticos a carboncillo— las torres de Manhattan, Hong Kong, Londres o Madrid; cualquier ciudad de las muchas que vivían confiadas en el poder de sus colosos arrogantes: un bosque de edificios modernos, inteligentes, habitados por seres ciertos de su juventud, belleza e inmortalidad, convencidos de que el dolor y la muerte podían mantenerse a raya con la tecla
intro
de un ordenador. Ignorantes, todos ellos, de que inventar un objeto técnico era inventar su accidente específico, del mismo modo que la creación del universo llevaba, desde el momento de la nucleosíntesis primordial, implícita la palabra catástrofe. Por eso la historia de la Humanidad estaba tan surtida de torres hechas para ser evacuadas en cuatro o cinco horas, pero que sólo resistían la acción de un incendio durante dos, y de Titanics impávidos, insumergibles, a la espera del témpano de hielo dispuesto por el Caos en el punto exacto de su carta náutica.

Tan seguro de ello como si lo estuviera viendo —en realidad lo había visto, y lo veía— Faulques movió la cabeza, complacido por aquellos trazos de la pared que ya tenían forma y colores en su imaginación o en su recuerdo. No era preciso inventar nada. Todo ese cristal y acero resultaba prolongación directa de aquellos jinetes empenachados y forrados de hierro, por los resquicios de cuya armadura cualquier humilde peón podía introducir, con un poco de desesperación y otro poco de audacia, la hoja afilada de una daga.

Ella lo había expuesto con mucha precisión en Venecia. Ya no hay bárbaros, Faulques. Están todos dentro. Y ni siquiera hay ruinas como las de antes, añadiría más tarde, en Osijek, mientras fotografiaba una casa cuya fachada había desaparecido bajo una bomba, y que tras los escombros amontonados en la calle mostraba, todavía en pie, la cuadrícula íntima de las habitaciones con muebles, enseres domésticos y fotos familiares colgadas en las paredes. En otro tiempo, dijo —se movía con precaución entre los trozos de hormigón y los hierros retorcidos, la cámara cerca de la cara, buscando el encuadre adecuado—, las ruinas eran indestructibles. ¿No crees? Se quedaban ahí siglos y siglos, aunque la gente usara las piedras para sus casas y los mármoles para sus palacios. Y luego venían Hubert Robert o Magnasco con su caballete, y las pintaban. Ahora no es así. Fíjate en esto. Nuestro mundo fabrica escombros en vez de ruinas, y en cuanto puede mete un bulldozer y lo hace desaparecer todo, dispuesto a olvidar. Las ruinas molestan, incomodan. Y claro. Sin libros de piedra para leer el futuro, de pronto nos vemos en la orilla, con un pie en la barca y sin moneda para Caronte en el bolsillo.

Faulques sonrió para sus adentros, los ojos absortos en el mural. El barquero del río de los muertos había llegado a convertirse en guiño cómplice entre Olvido y él desde que, en compañía de guerrilleros saharauis, habían tenido que cruzar bajo fuego marroquí el lecho de arena de un
uad
, cerca de Guelta Zemmur. Cuando esperaban el momento de abandonar el refugio de unas rocas y correr cincuenta metros al descubierto —¿Quién va primero?, había preguntado, inquieto, el guerrillero que iba a cubrirlos con el fuego de su Kalashnikov—, Olvido palpó el bolsillo de Faulques con una mueca burlona, mirándolo con mucha fijeza, los iris verdes dilatadísimos por el resplandor del sol en la arena y minúsculas gotitas de sudor en la frente y el labio superior. Espero que lleves moneda para Caronte, dijo, la respiración entrecortada por la avidez con que apuraba el momento. Después se tocó los lóbulos de las orejas, bajo las trenzas, donde relucían unos pequeños pendientes de oro en forma de bolitas —casi nunca usaba joyas; solía referirse a las damas venecianas que, para burlarse de las leyes contra la ostentación, paseaban seguidas por sirvientas que lucían sus alhajas—. A mí me bastará con esto, añadió. Y luego, tras incorporarse estirando sus largas piernas enfundadas en los tejanos sucios de tierra —reía en voz queda, y así la oyó Faulques alejarse—, se aseguró la bolsa de las cámaras fotográficas y echó a correr tras el saharaui que la precedía, mientras el otro guerrillero vaciaba medio cargador sobre las posiciones marroquíes y Faulques la fotografiaba con el motor a 3,4 fotogramas por segundo, avanzando esbelta y veloz sobre la arena, semejante a la gacela con cuyos movimientos la asociaba a cada instante. Y cuando al fin le llegó a él su momento de cruzar, ella lo esperaba al otro lado, a cubierto, aún palpitante de excitación, entreabierta la boca mientras recobraba el aliento. Con una sonrisa de felicidad salvaje. Al diablo Caronte, murmuró tocándole a Faulques la cara con los dedos. Y sonreía.

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