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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo (10 page)

BOOK: El perro canelo
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Dudaron. Cuchicheaban. Fue la chica la que arrastró al hombre hacia una especie de cochera por donde desaparecieron; la puerta estaba sólo cerrada con un pestillo.

Era la cochera de la cordelería. Comunicaba con el almacén, en donde a aquella hora no había nadie. Forzarían una cerradura y la pareja llegaría al muelle.

Pero Leroy estaría allí antes que ellos.

* * *

En cuanto bajó la escalera del desván, el comisario comprendió que ocurría algo anormal. Oyó un rumor en el hotel. Abajo, el teléfono funcionaba en medio de los gritos.

Incluida la voz de Leroy, que debía de estar al aparato, pues elevaba el tono considerablemente.

Maigret bajó corriendo la otra escalera, llegó a la planta baja, donde chocó violentamente con un periodista.

—¿Qué pasa?

—Hace un cuarto de hora. Un nuevo crimen. En el pueblo. Han llevado al herido a la farmacia.

Primero, el comisario se precipitó al muelle, vio a un guardia que corría empuñando su revólver. Rara vez el cielo había estado tan negro. Maigret alcanzó al hombre.

—¿Qué pasa?

—Una pareja que acaba de salir del almacén. Yo estaba montando guardia enfrente. El hombre casi cayó en mis brazos. Ya no vale la pena correr. ¡Deben estar lejos!

—¡Explique!

—Oí ruido en la tienda, donde no había luz. Esperé con el arma en la mano. La puerta se abrió. Salió un tipo. Pero no tuve tiempo de apuntarle. Me dio tal puñetazo que me hizo rodar por el suelo. Solté mi revólver. Lo único que me dio miedo, fue que lo cogiese. ¡Pero no! Fue a buscar a una mujer que esperaba en el umbral. Ella no podía correr. La cogió en brazos. El tiempo que tardé en levantarme, comisario. Semejante puñetazo. ¡Mire! Estoy sangrando. Han bordeado el muelle. Han debido dar la vuelta. Aquello es un dédalo de callejuelas, y luego el campo.

El guardia se tapaba la nariz con el pañuelo.

—¡Hubiese podido matarme! Su puño es un martillo.

Del lado del hotel, cuyas ventanas estaban iluminadas, seguían oyéndose gritos. Maigret dejó al guardia, dobló la esquina y vio la farmacia con las contraventanas cerradas, pero cuya puerta abierta dejaba salir una ola de luz.

Unas veinte personas se agolpaban delante de la puerta. El comisario los apartó con los codos.

En la oficina, un hombre echado en el suelo lanzaba gemidos rítmicos mirando fijamente el techo.

La mujer del farmacéutico en camisón, hacía más ruido ella sola que todo el mundo reunido.

Y el propio farmacéutico, que se había puesto una chaqueta encima del pijama, se alocaba, movía frascos, abría grandes paquetes de algodón hidrófilo.

—¿Quién es? —preguntó Maigret, dirigiéndose al farmacéutico.

No esperó la respuesta, pues había reconocido el uniforme de carabinero, con una pierna del pantalón manchada. Y ahora también reconocía el rostro.

Era el carabinero que el viernes anterior estaba de guardia en el puerto y había asistido de lejos al drama del que Mostaguen había sido víctima.

Llegó un doctor, miró al herido y luego Maigret dijo:

—¿Qué pasa ahora?

Algo de sangre manchaba el suelo. El farmacéutico había lavado la pierna del carabinero con agua oxigenada que formaba tiras de espuma rosa.

Fuera, un hombre contaba, tal vez por décima vez, con voz jadeante:

—Estaba acostado con mi mujer, cuando oí un ruido que parecía un disparo, luego un grito. Después, quizá durante cinco minutos, nada más. No me atreví a volverme a dormir. Mi mujer quería que fuese a ver. Entonces oímos gemidos que parecían proceder de la acera, al lado de nuestra puerta. La abrí. Estaba armado. Vi una forma oscura. Reconocí el uniforme. Me puse a gritar, para despertar a los vecinos, y el frutero que tiene un coche me ayudó a transportar al herido.

—¿A qué hora sonó el disparo?

—Hace una media hora justa.

Es decir, en el momento más conmovedor de la escena entre Emma y el hombre de las huellas.

—¿Dónde vive usted?

—Soy fabricante de velas. Ha pasado usted diez veces por delante de mi casa. A la derecha del puerto. Más allá del mercado de pescado. Mi casa hace esquina al muelle y a una callecita. Después, las construcciones son más espaciadas y sólo hay hoteles.

Cuatro hombres transportaban al herido a una habitación del fondo, donde le extendieron en un diván. El doctor daba órdenes. Fuera se oía la voz del alcalde que preguntaba:

—¿Está aquí el comisario?

Maigret fue a su encuentro, con las manos en los bolsillos.

—Confesará usted, comisario, que…

Pero la mirada de su interlocutor era tan fría que el alcalde perdió inmediatamente la firmeza.

—¿Ha sido nuestro hombre el que ha hecho el golpe, verdad?

—¡No!

—¿Cómo lo sabe usted?

—Lo sé porque en el momento en que se cometió el crimen, le estaba viendo casi tan bien como lo estoy viendo a usted ahora.

—¿Y no le ha detenido?

—¡No!

—Me han hablado también de un guardia atacado.

—Es exacto.

—¿Se da usted cuenta de las repercusiones que pueden traer semejantes dramas? ¡En fin! Desde que está usted aquí…

Maigret descolgó el aparato del teléfono.

—Póngame con la gendarmería, señorita. Sí. Gracias. ¡Oiga! ¿La gendarmería? ¿Es usted el brigada? ¡Oiga! Aquí, el comisario Maigret. ¿El doctor Michoux sigue allí, naturalmente? ¿Cómo dice? Sí, vaya de todas formas a asegurarse. ¿Cómo? ¿Hay un hombre de guardia en el patio? Muy bien. Espero.

—¿Cree que ha sido el doctor quien…?

—¡Nada! Yo nunca creo nada, señor alcalde. ¡Oiga! Sí. ¿No se ha movido? Gracias. ¿Dice que está durmiendo? Muy Bien. ¡Oiga! ¡No! Nada especial.

De la habitación del fondo llegaban gemidos y una voz no tardó en llamar:

—Comisario…

Era el médico, que se estaba limpiando las manos aún jabonosas con una toalla.

—Puede interrogarle. La bala sólo ha rozado la pantorrilla. Ha sido más el miedo que el daño. Hay que decir también que la hemorragia ha sido muy fuerte.

El carabinero tenía los ojos llenos de lágrimas. Se sonrojó cuando el doctor prosiguió:

—Todo su terror viene de que ha creído que habría que cortarle la pierna. ¡Y dentro de ocho días se iba a jubilar!

El alcalde estaba de pie en el umbral de la puerta.

—¡Cuénteme cómo ocurrió! —dijo suavemente Maigret, sentándose a la orilla del diván—. No tema nada. Ya ha oído lo que ha dicho el doctor.

—No sé.

—¿Y qué más?

—Hoy, acababa mi guardia a las diez. Vivo un poco más allá del sitio donde he sido herido.

—¿No volvió entonces directamente a su casa?

—¡No! Vi que aún había luz en el café del
Almirante
. Me entraron ganas de saber cómo estaban las cosas. ¡Le juro que me arde la pierna!

—¡Pero, no! ¡No! —afirmó el médico.

—Puesto que le digo que… ¡En fin! ¡Por el momento no es nada! Bebí una cerveza en el café. Sólo había periodistas y ni siquiera me atreví a preguntarles.

—¿Quién le sirvió?

—Una doncella, creo. No vi a Emma.

—¿Y luego?

—Quise volver a mi casa. Pasé por delante del cuerpo de guardia donde encendí mi cigarrillo con la pipa de mi colega. Seguí andando por el muelle. Torcí a la derecha. No había nadie. El mar estaba bastante bonito. De repente, cuando apenas había pasado la esquina de una calle, sentí un dolor en la pierna, incluso antes de oír el ruido de una detonación. Era como si hubiese recibido el golpe de un adoquín en plena pantorrilla. Caí. Quise levantarme. Alguien corría. Mi mano tocó un líquido caliente, pegajoso, y no sé cómo ocurrió pero me desmayé. Creí que me moría.

»Cuando volví a recobrar el conocimiento, el frutero de la esquina abría la puerta y no se atrevía a avanzar.

»Eso es todo lo que sé.

—¿No vio a la persona que disparó?

—No he visto nada. Eso no ocurre como se cree. Justo el tiempo para caer. Y sobre todo, cuando retiré mi mano llena de sangre.

—¿No tiene usted ningún enemigo?

—¡Qué va! Hace sólo dos años que estoy aquí. He nacido en el interior de la región. Y nunca he tenido la ocasión de ver contrabandistas.

—¿Vuelve siempre por ese camino a su casa?

—¡No! Es el más largo. Pero no tenía cerillas y fui al cuerpo de guardia precisamente para encender el cigarrillo. Entonces, en vez de tirar por el pueblo, bordeé el muelle.

—¿Es más corto el camino por el pueblo?

—Un poco.

—Así es que si alguien le vio salir del café y tirar hacia el muelle, ¿habría tenido tiempo de ir a esconderse?

—Seguramente. ¿Pero, por qué? Nunca llevo dinero encima. No han intentado robarme.

—¿Está usted seguro, comisario, que no ha dejado de ver al vagabundo durante toda la noche?

Se notaba un dejo de maliciosa ironía en la voz del alcalde.

Leroy entró, con un papel en la mano.

—Un telegrama, que acaba de recibirse por teléfono en el hotel. Es de París.

Y Maigret leyó:

«Dirección General de Seguridad a comisario Maigret, Concarneau.

»Jean Goyard, llamado Servières, del que habían mandado las señas personales, detenido este lunes a las ocho de la noche en el hotel Bellevue, calle Lepic, en París, en el momento en que se instalaba en la habitación 15. Ha confesado haber llegado de Brest en el tren de las seis. Protesta inocente y pide ser interrogado en presencia de un abogado. Esperamos instrucciones».

Capítulo 8
¡Ni uno más!

—¿No cree tal vez, comisario, que ha llegado la hora de que tengamos una conversación en serio?

El alcalde había pronunciado aquellas palabras con una consideración helada y el inspector Leroy aún no conocía lo suficiente a Maigret para juzgar sus emociones según la manera de echar el humo de su pipa. De los labios entreabiertos del comisario salió un fino hilillo gris, lentamente, mientras que sus párpados latieron dos o tres veces. Luego Maigret sacó su cuadernito del bolsillo, miró a su alrededor al farmacéutico, al doctor, a los curiosos.

—A sus órdenes, señor alcalde.

—Si quiere venir a tomar una taza de té a mi casa… —se apresuró a interrumpir el alcalde—. Tengo el coche a la puerta. Esperaré a que haya dado las órdenes necesarias.

—¿Qué órdenes?

—Pues… el asesino… el vagabundo… esa chica…

—¡Ah! ¡Sí! Pues bien, si la gendarmería no tiene otra cosa que hacer, que vigile las estaciones de los alrededores.

Tenía su aire más ingenuo.

—En cuanto a usted, Leroy, telegrafíe a París para que nos manden a Goyard y vaya a acostarse.

Tomó asiento en el coche del alcalde, que conducía un chófer con uniforme negro. Un poco antes de llegar a
Sables-Blancs
, vieron el hotel construido en el mismo acantilado, lo que le daba aspecto de castillo feudal. Las ventanas estaban iluminadas.

Durante el camino, los dos hombres no habían cruzado ni dos frases.

—Permita que le muestre el camino.

El alcalde dejó su pelliza en manos de un mayordomo.

—¿La señora está acostada?

—Espera al señor alcalde en la biblioteca.

En efecto, allí la encontraron. Aunque tendría unos cuarenta años, parecía muy joven al lado de su marido, que tenía sesenta y cinco. Dirigió un saludo con la cabeza al comisario.

—¿Y bien?

Muy hombre de mundo, el alcalde le besó galantemente la mano y la retuvo en la suya mientras decía:

—¡Tranquilízate! Un carabinero ligeramente herido. Y espero que después de la conversación que vamos a tener, el comisario Maigret y yo, acabará de una vez esta inadmisible pesadilla.

La mujer salió, entre el ruido de la seda de su vestido. Una puerta de terciopelo azul volvió a cerrarse. La biblioteca era amplia, con las paredes con paneles de madera, el techo de falsas vigas, como en las mansiones inglesas.

Se veían unas encuadernaciones bastante ricas, pero las más lujosas debían de encontrarse en una biblioteca cerrada que ocupaba todo un lado de la pared.

El conjunto era de verdadera suntuosidad, sin falta de gusto, el confort perfecto. Aunque había calefacción central, unos leños ardían en una monumental chimenea.

Ninguna relación con el falso lujo del hotel del doctor. El alcalde eligió entre unas cajas de puros, ofreció uno a Maigret.

—¡Gracias! Si me permite, fumaré mi pipa.

—Siéntese, se lo ruego. ¿Tomará
whisky
?

Llamó a un timbre, encendió un puro. El mayordomo vino a servirles. Y Maigret, tal vez con intención, tenía el aspecto torpe de un pequeño burgués que es recibido en una mansión aristocrática. Sus rasgos parecían más rudos, su mirada turbia.

Su anfitrión esperó a que saliese el criado.

—Tiene que comprender, comisario, que no es posible que continúe esta serie de crímenes. Veamos. Lleva usted aquí cinco días. Y, desde hace cinco días…

Maigret sacó de su bolsillo el cuaderno con cubiertas de hule.

—¿Me permite? —interrumpió—. Habla usted de una serie de crímenes. Ahora bien, le hago notar que todas las víctimas están vivas, excepto una. Un solo muerto: el señor Le Pommeret. En cuanto al carabinero, reconocerá usted que, si alguien hubiese querido atentar contra su vida, no le habría dado en la pierna. Ya conoce el sitio donde ha sido hecho el disparo. El agresor permanecía invisible. Ha podido tomarse todo el tiempo que quisiese. A menos que hubiese cogido un revólver.

El alcalde le miró con sorpresa, y dijo mientras cogía su vaso:

—¿Así es que usted pretende…?

—Que han querido herirle en la pierna. Al menos hasta que se pruebe lo contrario.

—¿Han querido también herir en la pierna al señor Mostaguen?

Surgió la ironía. La nariz del viejo se estremeció. Quería ser educado, permanecer tranquilo, porque estaba en su casa. Pero su voz tenía un tono insolente.

Maigret, con aspecto de un buen funcionario que da cuentas a un superior, prosiguió:

—Si prefiere, vamos a ir viendo mis notas una a una. Leo en la fecha del viernes, 7 de noviembre:
Una bala es disparada por el buzón de una casa deshabitada en la dirección del señor Mostaguen
. Primero, podrá darse cuenta que nadie, ni siquiera la víctima, podía saber que en un momento dado al señor Mostaguen se le ocurriría refugiarse en un portal para encender su cigarrillo. ¡Si hubiese hecho menos viento, no habría habido crimen! Ahora bien, sin embargo, había un hombre armado con un revólver detrás de la puerta. O bien era un loco, o bien esperaba a
alguien que tenía que llegar
. Ahora, recuerde la hora. Las once de la noche. Todo el pueblo duerme, excepto el pequeño grupo del café del
Almirante
.

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