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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo (11 page)

BOOK: El perro canelo
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»No he concluido. Veamos los culpables posibles. El señor Le Pommeret, Jean Servières y Emma están descartadas, ya que se encontraban en el café.

»Quedan el doctor Michoux, que había salido un cuarto de hora antes, y el vagabundo de las huellas enormes. Más un desconocido al que llamamos X. ¿Estamos de acuerdo?

»Hay que añadir al margen que el señor Mostaguen no ha muerto y que dentro de quince días estará de pie.

»Pasemos al segundo drama.
Al día siguiente, sábado, estoy en el café con el inspector Leroy. Vamos a tomar el aperitivo con el señor Michoux, Le Pommeret y JeanServières, cuando el doctor sospecha algo al mirar su vaso. El análisis prueba que la botella de pernod está envenenada
.

»Posibles culpables: señor Michoux, Le Pommeret, Servières, Emma, la chica de la recepción, el vagabundo —que ha podido, durante el día, entrar en el café sin ser visto— y por último nuestro desconocido al que damos el nombre de X.

»Continuemos.
El domingo por la mañana, Jean Servières ha desaparecido. Se encuentra su coche manchado de sangre, no lejos de su casa
. Antes incluso de este descubrimiento
El Faro de Brest
recibió una información de los acontecimientos, hecha para sembrar el pánico en Concarneau.

»Ahora bien, primero ven a Servières en Brest, luego en París, donde parece esconderse y donde se encuentra naturalmente a gusto.

»Un único culpable posible: el propio Servières.

»El mismo domingo, el señor Le Pommeret toma el aperitivo con el doctor, vuelve a su casa, cena y muere a consecuencia de un envenenamiento por estricnina.

»Posibles culpables: en el café; si ha sido envenenado allí, el doctor, Emma y por último nuestro X.

»Aquí, en efecto, el vagabundo debe ser dejado de lado, pues la sala no ha quedado vacía ni un solo momento y no ha sido echado el veneno en la botella sino en un solo vaso.

»Si el crimen ha sido cometido en la casa de Le Pommeret, los posibles culpables son: su casera, el vagabundo y nuestro sempiterno X.

»No se impaciente. Llegamos al final.
Esta noche, un carabinero recibe una bala en la pierna cuando pasa por una calle desierta. El doctor no ha salido de la prisión, donde está vigilado de cerca. Le Pommeret ha muerto. Servières está en París en manos de la Dirección General de Seguridad. Emma y el vagabundo, a esa misma hora, se ocupan, ante mis ojos, de abrazarse y luego de devorar un pollo
.

»Por lo tanto un único posible culpable: X.

»Es decir, un individuo que aún no hemos encontrado en el transcurso de los acontecimientos. Un individuo que puede haberlo hecho todo, del mismo modo que puede haber cometido únicamente este último crimen.

»A éste no le conocemos. No tenemos sus señas personales. Sólo sabemos una cosa: tenía interés en provocar esta noche un drama. Tenía mucho interés. Porque este disparo no lo ha hecho un vagabundo.

»Ahora, no me pida que le detenga. Ya que estará usted conforme, señor alcalde, en que todos en este pueblo, todos aquellos que conocen a los principales personajes mezclados en esta historia y que, en particular, frecuentan el café del
Almirante
, son susceptibles de ser ese X.

»Incluso usted.

Aquellas últimas palabras fueron dichas en un tono ligero al mismo tiempo que Maigret se recostaba en su sillón y extendía las piernas hacia los leños.

El alcalde se estremeció ligeramente.

—Espero que no sea más que una pequeña venganza.

Entonces Maigret se levantó de repente, sacudió la pipa en la chimenea y dando vueltas por la biblioteca, dijo:

—¡Qué va! ¿Quiere usted conclusiones? Pues bien, aquí están. He querido simplemente demostrarle que un asunto como éste no es una simple operación policíaca, que se pueda dirigir desde un sillón a fuerza de llamadas telefónicas.

»Y añadiré, señor alcalde, con todo el respeto que le debo, que cuando tomo a mi cargo la responsabilidad de una investigación, ¡deseo ante todo que me dejen en paz!

Había salido todo de un golpe. Hacía días que se estaba incubando. Maigret, tal vez para tranquilizarse, bebió un trago de
whisky
, miró a la puerta como un hombre que ha dicho todo lo que tenía que decir y que sólo espera el permiso para irse.

Su interlocutor permaneció por un momento en silencio, contemplando la blanca ceniza de su puro. Acabó por dejarla caer en un tazón de porcelana azul, después se levantó lentamente y buscó con su mirada los ojos de Maigret.

—Escúcheme, comisario…

Debía estar pensando cada una de sus palabras, ya que las pronunciaba a intervalos.

—Tal vez he hecho mal en demostrar cierta impaciencia durante nuestras breves relaciones.

Era bastante inesperado. Sobre todo en aquel ambiente en el que el viejo tenía un aspecto más típico que nunca, con su pelo blanco, su chaqueta ribeteada con seda, su pantalón gris de raya muy marcada.

—Empiezo a apreciarle en su justo valor. En unos minutos, con un simple resumen de los hechos, me ha hecho comprender el misterio angustioso, de una complejidad que no sospechaba, que es la base de este asunto. Confieso que su inercia en lo concerniente al vagabundo me había prevenido contra usted.

Se había acercado al comisario y le puso una mano en el hombro.

—Le pido que no lo tenga en cuenta. Yo también tengo grandes responsabilidades.

Hubiese sido imposible adivinar los sentimientos de Maigret, que se ocupaba en llenar la pipa con sus gruesos dedos. Su petaca estaba ya muy vieja. Su mirada se perdía a través de una ventana en el horizonte del mar.

—¿Qué es esa luz? —preguntó de repente.

—Es el faro.

—¡No! Digo esa lucecita a la derecha.

—La casa del doctor Michoux.

—¿Entonces es que ha vuelto la criada?

—¡No! Es la señora Michoux, la madre del doctor, que ha vuelto esta tarde.

—¿La ha visto usted?

A Maigret le pareció notar cierta confusión en su anfitrión.

—Se ha extrañado al no encontrar a su hijo. Vino aquí a informarse. Le dije que le habían detenido, explicándole que más bien era una medida de protección. Porque es eso, ¿no? Me pidió autorización para hacerle una visita en la prisión. En el hotel, no sabían dónde se había metido usted. Me tomé la libertad de permitir esa visita.

»La señora Michoux volvió poco antes de cenar para saber las últimas noticias. Fue mi mujer quien la recibió y la invitó a cenar.

—¿Son amigas?

—Más exactamente sostenemos relaciones de buenos vecinos. En invierno hay muy poca gente en Concarneau.

Maigret reemprendió su paseo a través de la biblioteca.

—¿Entonces cenaron los tres?

—Sí. Lo hemos hecho a menudo. Tranquilicé como pude a la señora Michoux, que estaba muy impresionada por esa gestión de la gendarmería. Le ha costado mucho trabajo sacar adelante a su hijo, que no tiene una salud muy fuerte.

—¿No hablaron de Le Pommeret y de Jean Servières?

—Nunca le gustó Le Pommeret. Le acusaba de hacer beber a su hijo. El hecho es que…

—¿Y Servières?

—Le conocía menos. No pertenecía al mismo mundo. Un periodista sin importancia, unas relaciones de café, un chico divertido. Pero, por ejemplo, no se puede recibir a su mujer cuyo pasado no es muy limpio. ¡En los pueblos ya sabe lo que pasa, comisario! Tienes que resignarte a estas distinciones. En parte, esto le explica mis cambios de humor. No sabe usted lo que es administrar un pueblo de pescadores, teniendo en cuenta las susceptibilidades de los jefes y de una cierta burguesía que…

—¿A qué hora se fue de aquí la señora Michoux?

—Hacia las diez. Mi mujer la acompañó con el coche.

—Esa luz prueba que la señora Michoux aún no se ha acostado.

—Tiene esa costumbre. ¡Igual que yo! A nuestra edad se duerme poco. Yo me quedo hasta muy tarde leyendo u hojeando ficheros.

—¿Los negocios de Michoux son prósperos?

Nuevo momento de confusión apenas perceptible.

—Todavía no. Hay que esperar a que se ponga en valor
Sables-Blancs
. Dadas las relaciones de la señora Michoux en París, no tardará. Ya se han vendido muchos terrenos. En la primavera, empezarán a construir. En el transcurso del viaje que acaba de hacer, casi ha convencido a un banquero del que no puedo decirle el nombre, para construir un magnífico hotel en la cumbre de la costa.

—Otra pregunta, señor alcalde, ¿a quién pertenecían antes los terrenos?

Su interlocutor no dudó.

—¡A mí! Es una propiedad de la familia, como este hotel. Sólo crecían brezos y maleza cuando los Michoux tuvieron la idea.

En ese momento se apagó la luz a lo lejos.

—¿Otro vaso de
whisky
, comisario? Naturalmente, haré que mi chófer le acompañe.

—Es usted muy amable. Me gusta mucho andar, sobre todo cuando tengo que pensar.

—¿Qué opina de esa historia del perro canelo? Confieso que es una de las cosas que más me desorienta. ¡Eso y el
pernod
envenenado! Ya que…

Pero Maigret buscaba el abrigo y el sombrero a su alrededor. El alcalde no tuvo más que llamar al timbre.

—El abrigo y el sombrero del comisario, ¡Delphin!

Se hizo un silencio tan absoluto que se oyó el ruido sordo de la resaca en las rocas que servían de base al hotel.

—¿De verdad no quiere utilizar mi coche?

—De verdad.

Había en la atmósfera como jirones de confusión que se estiraban alrededor de las lámparas.

—Me pregunto cuál será mañana el estado de ánimo del pueblo. Si el mar está bien, al menos faltarán los pescadores por las calles, ya que aprovecharán para echar sus redes.

Maigret cogió el abrigo de las manos del mayordomo. El alcalde quería hacerle aún alguna pregunta, pero dudaba debido a la presencia del criado.

—Cuánto tiempo cree que será necesario para…

El reloj marcaba la una de la mañana.

—Espero que todo acabe esta misma noche.

—¿Tan pronto? ¿A pesar de lo que me ha dicho usted hace un momento? En ese caso, ¿cuenta usted con Goyard? A menos que…

Era demasiado tarde. Maigret bajaba ya la escalera. El alcalde intentaba decir una última palabra. Pero no se le ocurrió nada que tradujese su sentimiento.

—Me siento confuso al dejarle volver andando, por esos caminos.

La puerta volvió a cerrarse. Maigret se encontraba en el exterior con un hermoso cielo de nubes pesadas que pasaban rápidas como fantasmas por delante de la luna.

El viento venía del mar y olía a algas que uno podía imaginarse amontonadas en la arena de la playa.

El comisario andaba despacio, con las manos en los bolsillos y la pipa entre los dientes. Al volverse, vio de lejos apagarse las luces de la biblioteca, luego otras que se encendieron en el segundo piso donde las cortinas las difuminaban.

No cogió el camino que atravesaba el pueblo, sino que bordeó la costa, del mismo modo que lo había hecho el carabinero y se paró un momento en la esquina donde el hombre había sido herido. Todo estaba tranquilo. De vez en cuando un farol. Concarneau dormía.

Cuando llegó a la plaza, vio las ventanas del café que aún estaban iluminadas como turbando la paz de la noche con su halo venenoso.

Empujó la puerta. Un periodista dictaba al teléfono:

—… no se sabe ya de quién sospechar. En las calles, la gente se mira con angustia y desconfianza. ¿Quizás es éste el asesino? ¿Tal vez este otro? Jamás se ha visto una atmósfera de misterio y pánico tan pesada…

El dueño, lúgubre, ocupaba él mismo el sitio de la caja. Cuando vio al comisario, quiso hablar. Podían adivinarse por adelantado sus recriminaciones.

El café estaba desordenado. Había periódicos en todas las mesas, vasos vacíos, y un fotógrafo secaba unas pruebas en el radiador.

El inspector Leroy avanzó hacia su jefe.

—Es la señora Goyard —dijo a media voz señalando a una mujer regordeta sentada en la banqueta.

Se levantó. Se secaba los ojos.

—¡Dígame, comisario! ¿Es verdad? Ya no sé a quién tengo que creer. ¿Parece ser que Jean está vivo? Pero no es posible, ¿verdad?, ¡que haya representado esta comedia! ¡No me habría hecho eso! ¡Me parece que voy a volverme loca! ¿Qué habrá ido a hacer a París? ¡Dígame! ¡Y sin mí!

Lloraba. Lloraba como todas las mujeres, con muchas lágrimas que rodaban por sus mejillas, y caían hasta su barbilla, mientras su mano oprimía su abultado seno.

Y gimoteaba. Buscó su pañuelo. Además, quería hablar.

—¡Le juro que no es posible! Sé muy bien que era un poco juerguista, ¡pero no habría hecho eso! Cuando volvía me pedía perdón, ¿comprende? Dicen…

Señaló a los periodistas.

—… dicen que ha sido él mismo el que ha hecho las manchas de sangre en el coche, para hacer creer que había habido un crimen. Pero entonces, ¡es que no tenía intención de volver! Y yo sé, estoy segura, ¿comprende?, que habría vuelto. Nunca se hubiese ido de juerga si los otros no le hubiesen arrastrado. El señor Le Pommeret. El doctor. ¡Y el alcalde! ¡Y todos esos que ni siquiera me saludaban por la calle, porque me consideraban muy poco para ellos!

»Me han dicho que estaba detenido. Me niego a creerlo. ¿Qué puede haber hecho? Ganaba suficiente para la vida que llevamos. Éramos felices a pesar de las juergas que se corría de vez en cuando.

Maigret la miró, suspiro, cogió un vaso de encima de la mesa, se bebió el contenido de un trago y murmuró:

—Excúseme, señora. Tengo que ir a dormir.

—¿Usted también cree que es culpable de algo?

—Nunca creo nada. Haga lo mismo que yo, señora. Queda aún mañana.

Y subió la escalera con pasos pesados, mientras el periodista, que no había soltado aún el teléfono, dictaba esta última frase:

—Las últimas noticias son que el comisario Maigret cuenta con dilucidar mañana definitivamente el misterio…

Y con otra voz, añadió:

—Eso es todo, señorita. Sobre todo, dígale al jefe que no cambie una sola línea de lo que le he dictado. No podría comprenderlo. Tendría que estar aquí.

Después de colgar el aparato y mientras sacaba un bloc de notas del bolsillo, encargó:

—¡Un ponche, patrón! Mucho ron y un poquito de agua caliente.

Mientras tanto, la señora Goyard aceptó el ofrecimiento de acompañarla que le hizo un periodista. Y durante el camino empezó a repetir sus confidencias:

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