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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo (8 page)

BOOK: El perro canelo
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Michoux, sentado delante de una mesita de madera blanca, se levantó al verle llegar, dudó un momento y mirando a otra parte, empezó a decir:

—Supongo, comisario, que el único motivo de representar esta comedia es el de evitar un nuevo drama, poniéndose a cubierto de…

Maigret se dio cuenta de que no le habían quitado ni los tirantes, ni el pañuelo, ni los cordones de sus zapatos, como estaba ordenado. Acercó una silla con la punta del pie, se sentó, llenó la pipa y gruñó:

—¡Diablos! Pero, siéntese, doctor.

Capítulo 6
Un cobarde

—¿Es usted supersticioso, comisario?

Maigret, montado a caballo en su silla, con los codos en el respaldo, esbozó una mueca que podía interpretarse de diversas formas. El doctor no se había sentado.

—Creo que en el fondo, todos lo somos, en un momento dado o, si se prefiere, en el momento en que nos apuntan.

Tosió en su pañuelo y lo miró con inquietud, luego prosiguió:

—Hace ocho días, le hubiese dicho que no creía en los oráculos. ¡Y sin embargo…! Hace ya por lo menos cinco años de esto. Estábamos algunos amigos cenando, en casa de una actriz de París. En el café, alguien propuso echar las cartas. ¡Pues bien!, ¿sabe lo que me anunció? ¡Puede imaginarse lo que me reí! Me estuve riendo tanto más que aquello contrastaba con la eterna canción: mujer rubia, señor mayor que la quiere bien, carta que viene de muy lejos, etc.

»A mí me dijeron:

—»Tendrá usted una muerte muy fea. Una muerte violenta. Desconfíe de los perros canelos.

Ernest Michoux no había mirado todavía al comisario y durante un momento fijó la vista en él. Maigret estaba plácido, incluso parecía enorme sentado en aquella sillita, una estatua de la placidez.

—¿No le extraña esto? Durante varios años, no he oído hablar de ningún perro canelo. El viernes ocurre un drama. Uno de mis amigos es la víctima. Yo, del mismo modo que él, habría podido refugiarme en aquel portal y ser alcanzado por la bala. ¡Y de repente aparece un perro canelo!

»Otro amigo desaparece en circunstancias inauditas. ¡Y el perro canelo sigue rondando!

»Ayer, le toca el turno a Le Pommeret. ¡Otra vez el perro canelo! ¿Y quiere usted que no me sienta impresionado?

Nunca había hablado tanto de una vez y mientras hablaba recobraba consistencia. Como única muestra de entusiasmo, el comisario suspiró:

—Naturalmente. Naturalmente.

—¿No es brutal? Me doy cuenta de que he debido darle la impresión de un cobarde. ¡Pues bien, sí! He tenido miedo. Un miedo vago, que se me ha agarrado a la garganta desde el primer drama, y sobre todo en cuanto ha aparecido el perro canelo.

Daba vueltas de un lado a otro de la celda, con pasitos cortos, mirando al suelo. Su rostro se animó.

—He estado a punto de pedirle protección, pero temí que se riese de mí. Temía aún más su desprecio. Pues los hombres fuertes desprecian a los cobardes.

Su voz se hacía aguda.

—Y lo confieso, comisario, ¡soy un cobarde! Ya hace cuatro días que tengo miedo, cuatro días sufriendo por el miedo. ¡No es culpa mía! He estudiado bastante medicina para darme cuenta exacta de mi caso.

»Cuando nací, tuvieron que meterme en una incubadora. Durante mi infancia, he coleccionado todas las enfermedades infantiles.

»Y cuando estalló la guerra, unos médicos que examinaban a quinientos hombres por día me declararon apto para el servicio y me enviaron al frente. Ahora bien, no sólo tenía debilidad pulmonar con cicatrices de antiguas lesiones, sino que dos años antes me habían quitado un riñón.

»¡Tuve miedo! ¡Era para volverse loco! Unos enfermeros me relevaron cuando había sido enterrado en un agujero por la deflagración de un obús. Y por último se dieron cuenta de que no era ni mucho menos apto para el servicio de las armas.

»Tal vez lo que le cuento no sea bonito. Pero le he estado observando, tengo la impresión de que tiene usted el suficiente criterio para comprender.

»Es fácil, el desprecio de los fuertes hacia los cobardes.

»Pero por lo menos debían preocuparse por averiguar las causas profundas de la cobardía.

»¡Mire! Yo comprendí que usted miraba sin simpatía a nuestro grupo del café del
Almirante
. Le han dicho que me ocupo de la venta de terrenos. Que soy hijo de un antiguo diputado, doctor en medicina. Y luego, esas tardes que transcurrían alrededor de una mesa de café, con otros fracasados.

»¿Pero qué hubiera podido hacer? Mis padres gastaban mucho dinero y, sin embargo, no eran ricos. Eso no es raro en París. He sido educado en el lujo. Los grandes balnearios. Luego, mi padre muere y mi madre empieza a intrigar, sin dejar de ser la gran señora que era antes, siempre tan orgullosa, pero acosada por los acreedores.

»¡La he ayudado! ¡Era de lo único que me sentía capaz! Esos terrenos. Nada prestigiosos. Y esta vida de aquí. ¡Notables! Pero con algo poco sólido.

»Hace tres días que usted me observa y que tengo ganas de hablarle con el corazón en la mano. He estado casado. Mi mujer pidió el divorció porque quería un hombre animado por ambiciones más altas.

»Un riñón de menos. Tres o cuatro días a la semana, me arrastraba enfermo, cansado, desde la cama a un sillón.

Se sentó con cansancio.

—Emma ha debido decirle que he sido su amante. Tontamente, porque a veces se necesita una mujer. No se le cuentan estas cosas a todo el mundo.

»En el café del
Almirante
, quizá hubiese acabado por volverme loco. El perro canelo… Servières desaparecido… Las manchas de sangre en su coche… Y sobre todo, esa muerte innoble de Le Pommeret.

»¿Por qué él? ¿Por qué no yo? Estábamos juntos dos horas antes, en la misma mesa, delante de los mismos vasos. Y yo tenía el presentimiento de que si salía de la casa, me tocaría a mí. Luego sentí que el círculo se cerraba, que incluso el peligro me perseguía en el hotel, encerrado en mi habitación.

»Tuve un estremecimiento de alegría cuando le vi firmar mi orden de arresto. Y sin embargo…

Miró a las paredes de su alrededor, a la ventana con tres barrotes de hierro que daba al patio.

—Tendré que cambiar mi cama de sitio, tendré que empujarla a aquel rincón. ¿Cómo, sí, cómo han podido hablarme de un perro canelo hace cinco años cuando, sin duda, ese perro ni siquiera había nacido? ¡Tengo miedo, comisario! ¡Le confieso, le aseguro que tengo miedo! Poco me importa lo que piense la gente cuando se entere que estoy en la cárcel. Lo que no quiero es morir. Y alguien me espera, alguien a quien no conozco, que ha matado ya a Le Pommeret, que, sin duda, ha matado a Goyard, que ha disparado a Mostaguen. ¿Por qué? ¡Dígame! ¿Por qué? Probablemente un loco. ¡Y todavía no han podido cogerle! ¡Está en libertad! Tal vez está rondando a nuestro alrededor. Sabe que estoy aquí. Vendrá, con su horrible perro
que tiene una mirada de hombre
.

Maigret se levantó lentamente, golpeó la pipa contra su talón. El doctor repitió con una voz enternecedora:

—Sé que le parezco un cobarde. ¡Mire! Estoy seguro de que voy a sufrir esta noche como un condenado, a causa de mi riñón.

Maigret estaba allí plantado como la antítesis del prisionero, de la agitación, de la fiebre, de la enfermedad, la antítesis de ese miedo malsano y nauseabundo.

—¿Quiere que le mande un médico?

—¡No! Si supiese que tiene que venir alguien, tendría aún más miedo. Me esperaría que fuese
él
quien viniese, el hombre del perro, el loco, el asesino.

Un poco más y daría diente con diente.

—¿Cree usted que va a detenerle o a matarle como un animal rabioso? ¡Porque está rabioso! No se mata de esa manera, sin razón.

Otros tres minutos más y tendría un ataque de histeria. Maigret prefirió salir, mientras el detenido le seguía con la mirada, con la cabeza hundida en los hombros, y los párpados enrojecidos.

* * *

—¿Ha entendido bien, brigada? Que nadie entre en su celda, excepto usted: le llevará personalmente la comida y todo lo que pida. Por el contrario, no dejen por ahí nada que pueda utilizar como arma para matarse. Quítele los cordones de los zapatos, la corbata… Vigilen el patio noche y día. Y tengan consideración con él. Mucha consideración.

—¡Un hombre tan distinguido! —suspiró el brigada—. ¿Cree usted que ha sido él quien…?

—¡Quien será la próxima víctima, sí! ¡Responde usted de su vida!

Y Maigret se fue a lo largo de la estrecha calle, chapoteando por los charcos. Todo el pueblo le conocía ya. Las cortinas se movían cuando pasaba. Los chiquillos dejaban de jugar para mirarle con un respeto lleno de temor.

Cruzaba el puente levadizo que une la vieja ciudad a la ciudad nueva cuando se encontró con el inspector Leroy que le buscaba.

—¿Algo nuevo? ¿No han agarrado al oso por lo menos?

—¿Qué oso?

—El hombre de los grandes pies.

—¡No! El alcalde ha dado orden de suspender las búsquedas que excitaban al pueblo. Ha dejado a algunos guardias de servicio en lugares estratégicos. Pero no es de eso de lo que quiero hablarle. Es a propósito del periodista Goyard, llamado Jean Servières. Un viajante de comercio que le conoce y que acaba de llegar afirma haberle encontrado ayer en Brest. Goyard fingió no verle y volvió la cabeza.

Al inspector le extrañaba la tranquilidad con que Maigret recibía esta noticia.

—El alcalde está convencido de que el viajante se equivoca. Hombres bajitos y gordos hay muchos. ¿Y sabe lo que le oí decir a su ayudante a media voz, tal vez con la esperanza de que yo lo oiría? Textualmente:

«¡Ya verá cómo el comisario sigue esta falsa pista, se marcha a Brest y nos deja aquí con el verdadero asesino!».

Maigret paseó en silencio. En la plaza, estaban quitando los puestos del mercado.

—Estuve a punto de contestarle que…

—¿Que qué?

Leroy se sonrojó, volvió la cabeza.

—No sé. Yo también tengo la impresión de que no da usted mucha importancia a la captura del vagabundo.

—¿Qué tal está Mostaguen?

—Mejor. No se explica la agresión de la que ha sido víctima. Ha pedido perdón a su mujer. ¡Perdón por haberse quedado hasta tan tarde en el café! ¡Perdón por haberse emborrachado! Ha jurado llorando no volver a beber una gota de alcohol.

Maigret se había parado frente al puerto, a cincuenta metros del
Hotel del Almirante
. Volvían unos barcos, dejaban caer su vela oscura mientras rodeaban el rompeolas.

La bajamar descubría, al pie de las murallas de la vieja ciudad, bancos de cieno engastados de viejas cacerolas y otros restos.

Tras la bóveda uniforme de las nubes se adivinaba el sol.

—¿Qué piensa usted de todo esto, Leroy?

El inspector se sintió más confuso.

—No sé. Me parece que si tuviésemos a ese hombre… Dese cuenta de que el perro ha vuelto a desaparecer. ¿Qué podía hacer en el hotel del doctor? Debía haber ido a buscar algún veneno. Yo deduzco…

—Sí, ¡naturalmente! Sólo que yo no deduzco nunca.

—De todas formas tengo curiosidad por ver al vagabundo de cerca. Las huellas prueban que es un coloso.

—¡Precisamente!

—¿Qué quiere decir?

—¡Nada!

Maigret no se movía, parecía entusiasmado contemplando el panorama del puertecito, la punta del Cabélou, a la izquierda, con su bosque de abetos y sus salientes rocosos, la baliza roja y negra, las boyas escarlatas que señalaban el paso hasta las islas Glénan que la niebla no dejaba ver.

El inspector tenía aún muchas cosas que decir.

—He telefoneado a París, para informarme sobre Goyard, que ha vivido allí mucho tiempo.

Maigret le miró con una afectuosa ironía y Leroy, molesto, dijo muy de prisa:

—Los informes son muy buenos o muy malos. Estuve hablando con un antiguo brigada de la Brigada Social, que le conoció personalmente. Parece ser que ha evolucionado mucho tiempo al lado del periodismo. Primero, portador de noticias. Luego, secretario general de un pequeño teatro. Más tarde, de director de un cabaret de Montmartre. Dos quiebras. Redactor jefe durante dos años de un periódico de provincia, en Nevers, creo. Por último, dirige una sala de fiestas.
Uno que no se muere de hambre
. Son los términos que ha empleado el brigada. Es verdad que añadió:
Un buen sujeto; cuando se dio cuenta que en fin de cuentas no llegaría más que a comerse sus cuatro perras o crearse historias, ha preferido volver a la provincia
.

—¿Entonces?

—Entonces me pregunto por qué ha fingido esa agresión. Porque he vuelto a ver el coche. Hay manchas de sangre, verdaderas. Y si ha habido un ataque, ¿por qué no dar señales de vida, ya que ahora se pasea por Brest?

—¡Muy bien!

El inspector miró bruscamente a Maigret para saber si éste bromeaba. ¡Pero, no! El comisario estaba serio, con la mirada fija en una mancha de sol que aparecía a lo lejos, en el mar.

—En cuanto a Le Pommeret…

—¿Tiene informes?

—Su hermano ha venido al hotel para hablarle. No tenía tiempo de esperar. Me ha dicho lo peor que se pueda imaginar del muerto. Al menos, en su opinión es muy grave: un vago. Dos pasiones: las mujeres y la caza. Luego la manía de tener deudas y jugar al gran señor. Un detalle entre mil. El hermano, que es casi el mayor industrial del lugar, me ha declarado:

«Yo, me contento con vestirme en Brest. No es lujoso, pero es sólido, confortable. Pero Yves iba a París a encargar sus trajes. Y necesitaba zapatos con la firma de un gran zapatero. Ni siquiera mi mujer lleva zapatos a la medida».

—¡De risa! —dijo Maigret con gran asombro, si no indignación, de su compañero.

—¿Por qué?

—¡Magnífico, si prefiere! Según su expresión de hace un momento es una bonita zambullida en la vida provincial lo que estamos haciendo. ¡Saber si Le Pommeret llevaba zapatos hechos a medida o no! Esto no parece nada. Pues bien, me creerá si quiere, pero es el centro del drama. ¡Vamos a tomar el aperitivo, Leroy! Como lo tomaba esta gente todos los días, ¡en el café del
Almirante
!

El inspector observó una vez más a su jefe preguntándose si no estaba cometiendo alguna locura. Había esperado felicitaciones por sus iniciativas.

Y Maigret tenía aspecto de tomárselo todo a broma.

* * *

Hubo el mismo alboroto que cuando el profesor entra en una clase donde los alumnos están hablando. Las conversaciones pararon. Los periodistas se precipitaron hacia el comisario.

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