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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo (5 page)

BOOK: El perro canelo
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Con aire paternal, Maigret leyó:

«1. ASUNTO MOSTAGUEN: la bala que alcanzó al negociante en vinos iba, sin duda, destinada a otra persona. Como no podía preverse que alguien iba a pararse en el portal,
debían haber dado una cita en este lugar a la verdadera víctima, que no acudió, o que llegó demasiado tarde
.

»A no ser que la única finalidad sea aterrorizar al pueblo. El
asesino conoce de maravilla Concarneau
. (Omitido analizar cenizas de cigarrillo encontradas en el corredor.)

»2. ASUNTO DE PERNOD ENVENENADO: en invierno, el café del
Almirante
está casi todo el día vacío. Cualquier persona conocedora de este detalle ha podido entrar y echar el veneno en las botellas. En dos botellas. Por lo tanto, iba destinado especialmente a los consumidores de
pernod
y de
calvados
. (Sin embargo, hay que tener en cuenta que el doctor ha notado a tiempo y sin el menor trabajo los grumos de polvo blanco en el líquido.)

»3. ASUNTO DEL PERRO CANELO: conoce el café del
Almirante
. Tiene un amo. ¿Pero quién es? Parece tener por lo menos cinco años.

»4. ASUNTO SERVIÈRES: descubrir examinando la letra quién ha enviado el artículo a
El Faro de Brest
».

Maigret sonrió, devolvió la agenda a su compañero y dijo:

—Muy bien.

Después añadió, con una mirada de mal humor a los curiosos que se veían continuamente a través de los cristales verdes:

—¡Vamos a comer!

Un poco más tarde, Emma les diría, cuando estaban solos en el comedor con el viajante de comercio que había llegado por la mañana, que el doctor Michoux, cuyo estado había empeorado, había pedido que le sirviesen en su habitación una comida ligera.

* * *

Por la tarde, el café del
Almirante
, con sus cristales glaucos, era como una vidriera del
Botánico
ante la que desfilan los curiosos endomingados. Se les veía luego dirigirse hacia el final del puerto, donde el coche de Servières era la segunda atracción, guardada por dos policías.

El alcalde telefoneó tres veces, desde su suntuoso hotel de
Sables-Blancs
.

—¿Han detenido a alguien?

Maigret apenas se tomaba el trabajo de contestar. La juventud de dieciocho a veinticinco años invadió el café. Había grupos escandalosos que tomaban posesión de una mesa y pedían consumiciones que luego no bebían.

No llevaban cinco minutos en el café y las réplicas se espaciaban, las risas se ahogaban, la confusión dejaba sitio al
bluff
. Y se iban unos tras otros.

La diferencia fue más sensible cuando tuvieron que encender las luces. Eran las cuatro. Como de costumbre, la multitud seguía paseando.

Aquella noche, fue la soledad y un silencio de muerte. Se diría que todos los que paseaban se habían puesto de acuerdo. En menos de un cuarto de hora, las calles quedaron desiertas y el silencio sólo era roto por los pasos precipitados de algún transeúnte ansioso por refugiarse en su casa.

Emma tenía los codos apoyados en la caja. El dueño iba de la cocina al café, donde Maigret se empeñaba en no escuchar sus quejas.

Ernest Michoux bajó, hacia las cuatro y media, en zapatillas. Le había crecido la barba. Su pañuelo de seda, color crema, estaba manchado de sudor.

—¿Está usted aquí, comisario?

Aquello pareció tranquilizarle.

—¿Y su inspector?

—Le he mandado a dar una vuelta por la ciudad.

—¿Y el perro?

—No lo hemos visto desde esta mañana.

El suelo estaba gris, el mármol de las mesas de un blanco crudo veteado de azul. A través de los cristales, se adivinaba el reloj luminoso de la vieja ciudad que marcaba las cinco menos diez.

—¿Siguen sin saber quién ha escrito este artículo?

El periódico estaba sobre la mesa. Y uno acababa por no ver más que seis palabras:

«¿A quién le toca el turno?»

El timbre del teléfono sonó. Emma contestó:

—No. Nada. No sé nada.

—¿Quién es? —preguntó Maigret.

—Otra vez un periódico de París. Parece ser que los redactores llegan en coche.

No había terminado su frase cuando el timbre sonó de nuevo.

—Es para usted comisario.

El doctor, muy pálido, seguía a Maigret con la mirada.

—¡Oiga! ¿Quién está al aparato?

—Leroy. Estoy en la parte vieja de la ciudad, cerca del paso de agua. Ha habido un disparo. Un zapatero ha visto desde su ventana al perro canelo.

—¿Muerto?

—¡Herido! Le ha dado en un costado. El animal apenas puede arrastrarse. La gente no se atreve a acercarse. Le estoy telefoneando desde un café. El animal está en medio de la calle. Puedo verlo a través del cristal. Está aullando. ¿Qué hago?

Y la voz que el inspector hubiese querido que fuese tranquila, era preocupada, como si aquel perro herido hubiese tenido algo de sobrenatural.

—Hay gente en todas las ventanas. Diga, comisario, ¿hay que rematarle?

El doctor, con la tez grisácea, estaba de pie, detrás de Maigret y preguntó tímidamente:

—¿Qué pasa? ¿Qué dice?

Y el comisario veía a Emma apoyada en el mostrador con la mirada perdida.

Capítulo 4
P. de M. de compañía

Maigret atravesó el puente levadizo, franqueó la línea de las murallas y se metió por una calle irregular y mal iluminada. Lo que los de Concarneau llaman la ciudad cerrada, es decir, el barrio viejo, rodeado aún de murallas, es una de las partes del centro más frecuentadas.

Y sin embargo, a medida que el comisario avanzaba, entraba en una zona de silencio cada vez más equívoca. El silencio de una multitud hipnotizada por un espectáculo que se estremece, que tiene miedo o se siente impaciente.

Algunas voces aisladas de adolescentes decididos a alborotar.

Un nuevo recodo y la escena apareció ante los ojos del comisario: la callejuela estrecha, con gente en todas las ventanas; habitaciones iluminadas con lámparas de petróleo; un grupo cerrando el paso y, más allá de ese grupo, un gran vacío donde subía un estertor.

Maigret apartó a los espectadores, jóvenes en su mayoría, sorprendidos por su llegada. Dos de ellos, aún estaban ocupados en lanzar piedras en la dirección del perro. Sus compañeros quisieron detenerle. Se oyó, o más bien se adivinó:

—¡Cuidado!

Y uno de los que lanzaban piedras enrojeció hasta las orejas mientras Maigret, empujándole hacia la izquierda, avanzaba hacia el animal herido. El silencio era ya de otra clase. Era evidente que, unos momentos antes, una borrachera malsana animaba a los espectadores, aparte de una vieja que gritaba desde su ventana:

—¡Es vergonzoso! ¡Debería someterles a un proceso, comisario! Todos se encarnizan con ese pobre animal. ¡Y yo sé bien por qué! Porque tienen miedo.

El zapatero, que había disparado, entró, confuso, en su tienda. Maigret se agachó para acariciar al animal que le lanzó una mirada de asombro, más que de agradecimiento. El inspector Leroy salió del café desde donde había telefoneado. Algunas personas se alejaban a pesar suyo.

—Que traigan una carretilla.

Las ventanas se cerraron una tras otra, pero se adivinaban sombras curiosas detrás de las cortinas. El perro estaba sucio, su pelo puntiagudo manchado de sangre. Tenía el vientre lleno de barro, el hocico seco y ardiente. Ahora que se ocupaban de él, recobraba la confianza, ya no intentaba arrastrarse por el suelo por donde le rodeaban veinte piedras de gran tamaño.

—¿Dónde hay que llevarle, comisario?

—Al hotel. Despacio. Ponga paja en el fondo de la carretilla.

Este cortejo hubiera podido resultar ridículo. Pero fue impresionante por la magia de la angustia que, desde por la mañana, no había dejado de aumentar. La carretilla, empujada por un viejo, saltó por el pavimento, a lo largo de la calle con abundantes recodos, franqueó el puente levadizo y nadie se atrevió a seguirla. El perro respiraba con fuerza; luego, estiró sus cuatro patas al mismo tiempo en un espasmo.

Maigret se dio cuenta de que delante del
Hotel del Almirante
estaba parado un coche que no había visto antes. Cuando empujó la puerta del café, comprobó que la atmósfera había cambiado.

Un hombre le empujó y cuando levantaban al perro, le apuntó con un aparato fotográfico e hizo surgir un resplandor de magnesio. Otro, con pantalones de golf, con un jersey rojo y un cuadernillo en la mano, hizo un gesto de saludo.

—¿Comisario Maigret? Vasco, del
Journal
. Acabo de llegar y ya he tenido la suerte de encontrar al señor…

Señaló a Michoux que estaba sentado en un rincón, pegado a la banqueta con asiento de hule.

—El coche del
Petit Parisien
nos sigue. Ha tenido una avería a diez kilómetros de aquí.

Emma preguntó al comisario.

—¿Dónde quiere que lo pongamos?

—¿No hay sitio en la casa para él?

—Sí, junto al patio. Un cuartucho donde amontonamos las botellas vacías.

—¡Leroy! Telefonee a un veterinario.

Una hora antes, era el vacío, un silencio lleno de reticencias. Ahora, el fotógrafo apartaba las mesas y las sillas exclamando:

—Un momento. No se muevan, por favor. Vuelvan la cabeza del perro hacia este lado.

El magnesio resplandecía.

—¿Y Le Pommeret? —preguntó Maigret dirigiéndose al doctor.

—Salió un poco después que usted. El alcalde volvió a llamar. Creo que va a venir.

* * *

A las nueve de la noche, aquello era una especie de cuartel general. Habían llegado dos nuevos reporteros. Uno escribía en un papel en una mesa del fondo. De vez en cuando, un fotógrafo bajaba de su habitación.

—¿No tendrán alcohol de 96 grados? Me es absolutamente necesario para secar las películas. ¡El perro es formidable! ¿Dice usted que hay una farmacia al lado? ¿Cerrada? No importa.

En el pasillo, donde se encontraba el teléfono, un periodista dictaba su artículo con voz indiferente:

—Maigret, sí. M de Maurice. A de Arthur. Sí. I de Isidoro. Coja todos los nombres a la vez. Michoux. M, I, choux, Choux. No, pou no. Espere. Le doy los titulares. ¿Se pondrá en la «uno»? ¡Sí! Diga al jefe que tiene que ponerse en primera página.

Desorientado, el inspector Leroy buscaba sin cesar a Maigret con la mirada como para agarrarse a él. En un rincón, el único viajante de comercio preparaba su recorrido del día siguiente. De vez en cuando, llamaba a Emma.

—Chauffier, ¿es una ferretería importante? Gracias.

El veterinario había extraído la bala y rodeado la parte trasera del perro con una venda rígida.

—¡Esos animales tienen una vida tan dura!

Habían extendido una manta vieja encima de la paja, en el cuartito con baldosas de granito azul que daba al mismo tiempo al patio y a la escalera de la bodega. El perro estaba echado allí, solo, a diez centímetros de un trozo de carne al que no tocaba.

El alcalde había venido, en coche. Un viejo con una barbita blanca, muy cuidado, con gestos secos. Había levantado las cejas al entrar en aquella atmósfera de cuerpos de guardia, o más exactamente de P. de M. de compañía.

—¿Quiénes son estos señores?

—Periodistas de París.

El alcalde estaba en el límite de su paciencia.

—¡Magnífico! ¡Así mañana se hablará en toda Francia de esta estúpida historia! ¿Siguen sin encontrar nada?

—¡La investigación continúa! —gruñó Maigret con el mismo tono que si hubiese dicho:

«¡A usted no le importa!».

Había irritabilidad en el ambiente. Todos tenían los nervios a flor de piel.

—¿Y usted, Michoux, no vuelve a su casa?

La mirada del alcalde era despreciativa, acusaba al doctor de cobardía.

—A este paso, dentro de veinticuatro horas, será el pánico general. Lo que hace falta, ya le he dicho, es una detención, cualquiera.

E insistió en estas últimas palabras lanzando una mirada a Emma.

—Sé que no tengo que darle órdenes. En cuanto a la policía local, le han dejado un papel realmente irrisorio. Pero les digo una cosa: otro drama, uno solo, y será la catástrofe. La gente espera algo. Tiendas que otros domingos permanecían abiertas hasta las nueve, han echado hoy el cierre. Ese estúpido artículo de
El Faro de Brest
ha asustado al pueblo.

El alcalde no se había quitado el sombrero hongo y al marcharse lo hundió aún más en su cabeza después de haber dicho:

—Le estaría agradecido si me tuviera al corriente, comisario. Y le recuerdo que todo lo que se haga a partir de este momento, se hace bajo su responsabilidad.

—¡Una cerveza, Emma! —pidió Maigret.

No podían impedir a los periodistas que se alojasen en el
Hotel Almirante
, ni que se instalasen en el café, telefoneasen y llenaran la casa de su ruidosa agitación. Pedían tinta, papel. Interrogaban a Emma que mostraba una cara asustada.

Fuera, la noche negra, con un rayo de luna que acentuaba el romanticismo de un cielo cargado de pesadas nubes. Y ese barro que se pegaba a todos los zapatos, pues en Concarneau aún no conocen las calles pavimentadas.

—¿Le dijo Le Pommeret si iba a volver? —dijo Maigret a Michoux.

—Sí. Ha ido a cenar a su casa.

—¿La dirección? —preguntó un periodista que ya no tenía nada que hacer.

El doctor se la dio, mientras el comisario se encogía de hombros y arrastraba a Leroy hacia un rincón.

—¿Tiene el original del artículo aparecido esta mañana?

—Acabo de recibirlo. Está en mi habitación. El texto está escrito con la mano izquierda, por lo tanto era de alguien que temía que se reconociera su letra.

—¿Sin sello?

—¡No! Han echado la carta en el buzón del periódico. En el sobre está escrito: «
muy urgente
».

—Así es que a las ocho de la mañana como mucho, alguien conocía ya la desaparición de Jean Servières, sabía que el coche estaba o que se iba a abandonar junto al río Saint-Jacques, y que había manchas de sangre en el asiento. Y esta persona, además, no ignoraba que iban a encontrar en alguna parte las huellas de unos pies grandes.

—¡Es increíble! —suspiró el inspector—. En cuanto a esas huellas, las he mandado al
Quai des Orfèvres
. Han consultado ya los ficheros. Tengo la respuesta: no pertenecen a la ficha de ningún delincuente.

No había lugar a dudas: Leroy se dejaba influir por el pánico reinante. Pero el más intoxicado, si se puede decir, por este virus, era Ernest Michoux, cuyo tipo resultaba tanto más cómico cuanto que contrastaba con la indumentaria deportiva, los gestos desenvueltos y la seguridad de los periodistas.

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