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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo (13 page)

BOOK: El perro canelo
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—¿Pero el vagabundo del perro amarillo?

—¡Ya he pensado en ello! No sólo no ha sido él quien ha envenenado a Le Pommeret, sino que esta noche se encontraba lejos del drama cuando éste se produjo. Por eso hablé al alcalde de una persona desconocida, un X misterioso, incluso él, que podía haber cometido esos crímenes. A menos que…

—¿A menos…?

—A menos que no se trate de una serie. En vez de una especie de ofensiva unilateral, suponga un verdadero combate, entre dos grupos, o entre dos individuos.

—Pero entonces, comisario, ¿qué va a ser de mí? Si hay enemigos desconocidos rondando, yo…

Y su rostro volvía a empañarse. Se cogió la cabeza con las dos manos.

—Cuando pienso que estoy enfermo, que los médicos me recomiendan tranquilidad absoluta. No tendrán necesidad de una bala ni de veneno. Ya verá como mi riñón será suficiente.

—¿Qué opina del alcalde?

—¡No sé! ¡No sé nada! Es de una familia muy rica. De joven se dio la gran vida en París. Tuvo caballos de carrera. Luego sentó cabeza. Salvó una gran parte de su fortuna y vino a instalarse aquí, en la casa de su abuelo, que también era alcalde de Concarneau. Me vendió las tierras que no le servían para nada. Creo que quiere que le nombren consejero general, para acabar en el Senado.

El doctor se había levantado y se hubiese jurado que en unos días había adelgazado diez kilos. Si se hubiese puesto a llorar de nervios no hubiera resultado extraño.

—¿Qué quiere usted comprender? Y ese Goyard que está en París cuando todos creen… ¿qué es lo que puede hacer allí? ¿Y por qué?

—No tardaremos en saberlo, porque va a venir a Concarneau. Incluso ya habrá llegado a esta hora.

—¿Le han detenido?

—Le han rogado que siguiese a dos señores hasta aquí. No es lo mismo.

—¿Qué ha dicho?

—¡Nada! ¡También es verdad que no le han preguntado nada!

Entonces, de repente, el doctor miró al comisario de frente. La sangre le subió de golpe a los pómulos.

—¿Qué quiere decir? ¡Tengo la impresión de que alguien se está volviendo loco! Viene usted a hablarme del alcalde, de Goyard, y yo siento que me van a matar de un momento a otro. A pesar de estos barrotes que no podrán impedirlo. ¡A pesar de ese imbécil que está de guardia en el patio! ¡Sólo pido que me den un revólver para defenderme! O si no, que encierren a los que quieren matarme, a los que han matado a Le Pommeret, que han envenenado la botella.

Temblaba de los pies a la cabeza.

—¡Yo no soy un héroe! ¡Mi oficio no consiste en desafiar a la muerte! ¡Soy un hombre! ¡Soy un enfermo! Y ya tengo bastante en la vida con tener que luchar contra la enfermedad. ¡Usted habla! ¡Habla! Pero, ¿qué hace usted?

Rabioso se golpeó la frente en la pared.

—Todo esto parece una conspiración. A menos que quieran volverme loco. ¡Sí! ¡Quieren internarme! ¿quién sabe? ¿Tal vez mi madre que está harta? Porque siempre he guardado celosamente la parte que me toca de la herencia de mi padre. Pero no dejaré que lo consigan.

Maigret no se había movido. Seguía allí, en medio de la celda blanca con una de las paredes inundada por el sol, con los codos apoyados en el respaldo de la silla y la pipa entre los dientes.

El doctor daba vueltas de un lado a otro, presa de una agitación al límite del delirio.

Pero de repente, oyeron una voz alegre, algo irónica, que modulaba al modo de los niños:

—¡Cucu!

Ernest Michoux se sobresaltó, echó un vistazo a las cuatro esquinas de la celda antes de mirar fijamente a Maigret. Y entonces vio el rostro del comisario, que se había sacado la pipa de la boca y se reía lanzándole una mirada.

Fue como el efecto de un chasquido. Michoux quedó inmóvil, fofo, grotesco, pareció fundirse hasta convertirse en una forma irreal de consistencia.

—¿Ha sido usted quien…?

Parecía que la voz venía de otra parte, como la de un ventrílocuo que hace surgir las palabras del techo o de un jarrón de porcelana.

Los ojos de Maigret seguían riendo mientras se levantó y pronunció con una gravedad animosa, que contrastaba con la expresión de su fisonomía:

—¡Repóngase, doctor! Oigo pasos en el patio. Dentro de unos momentos, el asesino estará seguramente entre estas cuatro paredes.

Fue al alcalde a quien el guardia introdujo primero. Pero ya se oían otros ruidos de pasos en el patio.

Capítulo 10
La «bella Emma»

—¿Me ha rogado que venga, comisario?

Maigret no había tenido tiempo para contestar cuando vio entrar en el patio a dos inspectores que acompañaban a Jean Goyard, mientras en la calle podía adivinarse a los dos lados de la poterna, una multitud agitada.

El periodista parecía más bajito, más regordete entre los guardias. Se había echado el sombrero hacia los ojos y, por temor a ser fotografiado, sin duda, sujetaba un pañuelo tapando la parte baja de su cara.

—¡Por aquí! —dijo Maigret a los inspectores—. Quizá pueda irnos a buscar unas sillas porque oigo una voz femenina.

Una voz aguda que decía:

—¿Dónde está? ¡Quiero verle inmediatamente! Y le haré degradar, inspector. ¿Me oye? Le haré degradar.

Era la señora Michoux, con un vestido color malva, con todas sus joyas, polvos y barra de labios, que jadeaba de indignación.

—¡Ah! está usted aquí, querido amigo —murmuró delante del alcalde—. ¿Puede uno imaginarse semejante historia? Mi criado está de permiso. Le digo a través de la puerta que no puedo recibirle e insiste, exige, espera mientras me arreglo diciendo que tiene orden de traerme aquí. ¡Es inaudito! Cuando pienso que mi marido era diputado, que fue casi presidente de Consejo y que este… este bribón, sí, ¡bribón!

Estaba demasiado indignada para darse cuenta de la situación. Pero de repente vio a Goyard que volvió la cabeza, a su hijo sentado al borde de la litera, con la cabeza entre las manos. Un coche entró en el patio lleno de sol. Se veían uniformes de gendarmes. Y ahora salía un clamor de la multitud.

Tuvieron que cerrar la puerta cochera para impedir que el público se abalanzase al patio, ya que la primera persona que arrastraron literalmente fuera del coche era al vagabundo. No sólo tenía las esposas puestas, sino que también le habían apresado los tobillos con la ayuda de una cuerda sólida, de tal manera que hubo que transportarlo como si fuera un paquete.

Detrás de él bajó Emma, libre de movimientos, atontada como si se tratase de un sueño.

—¡Suéltenle las piernas!

Los gendarmes estaban orgullosos, aún emocionados por su captura. Ésta no debía haber sido fácil, a juzgar por los uniformes en desorden y sobre todo por la cara del prisionero, que estaba completamente manchada de sangre que aún salía de su labio partido.

La señora Michoux lanzó un grito de horror y retrocedió hasta la pared, como si viese algo repugnante, mientras el hombre se dejaba desatar sin decir palabra, levantó la cabeza y miró sosegada y lentamente a su alrededor.

—¡Tranquilo! ¿Eh, León? —gruñó Maigret.

El otro se estremeció, trataba de saber quién había hablado.

—Que le den una silla y un pañuelo.

Se dio cuenta de que Goyard se había deslizado hacia el fondo de la celda, detrás de la señora Michoux, y que el doctor estaba temblando, sin mirar a nadie. El teniente, confuso por esta reunión insólita, se preguntaba qué papel debía hacer.

—¡Que cierren la puerta! Que todos se sienten, por favor. ¿Su brigada es capaz de servirnos de secretario, teniente? ¡Muy bien! que se instale en esa mesita. Le ruego a usted también que se siente, señor alcalde.

Fuera, la multitud ya no gritaba, y sin embargo, se adivinaba en la calle una vida compacta, una espera apasionada.

Maigret llenó su pipa, mientras paseaba de un lado para otro, y se volvió hacia el inspector Leroy.

—Antes de nada, debería usted telefonear al sindicato de la gente del mar, a Quimper, para preguntarles lo que pasó, hace cuatro o cinco años, tal vez seis, con un barco llamado
La Bella Emma
.

Cuando el inspector se dirigió hacia la puerta, el alcalde tosió e hizo un gesto para poder hablar.

—Puedo decírselo, comisario, es una historia que todo el mundo conoce.

—Hable.

El vagabundo se movió en su rincón, como un perro tiñoso. Emma no apartaba la vista de él, permanecía sentada en el borde de la silla. El azar la había colocado al lado de la señora Michoux cuyo perfume empezaba a invadir la atmósfera, un olor dulce de violeta.

—No he visto el barco —dijo el alcalde con soltura, incluso dándose algo de importancia—. Pertenecía a un tal Le Glen, o Le Glérec, que pasaba por ser un excelente marino, pero por tener una mente calenturienta, como todos los marinos de la comarca.
La Bella Emma
transportaba sobre todo frutas y legumbres a Inglaterra. Un buen día, hablaron de una campaña más larga. No tuvieron noticias durante dos meses. Por fin supieron que al llegar a un puertecito cerca de Nueva York, se llevó a la prisión a toda la tripulación y les cogieron la carga de cocaína. Naturalmente, el barco también. Era la época en que la mayoría de los barcos de comercio, sobre todo los que transportaban sal al Nuevo mundo, hacían contrabando de alcohol.

—Muchas gracias. No se mueva, León. Contésteme desde su sitio. Y sobre todo, contésteme exactamente a mis preguntas:
¡Nada más
! ¿Comprende? Primero, ¿dónde le han detenido ahora?

El vagabundo se limpió la sangre que manchaba su barbilla y pronunció con una voz ronca:

—En Rosporden, en un almacén del ferrocarril donde esperábamos que llegase la noche para meternos en un tren cualquiera.

—¿Cuánto dinero llevaba encima?

Fue el teniente el que contestó:

—Once francos y calderilla.

Maigret miró a Emma, que tenía los ojos llenos de lágrimas, y luego a León, inclinado sobre sí mismo. Notó que el doctor, aunque inmóvil, era presa de una agitación e hizo una seña a uno de los policías de que se fuese a colocar a su lado para evitar cualquier eventualidad.

El brigada escribía. La pluma rascaba el papel con ruido metálico.

—Cuénteme exactamente en qué condiciones se hizo esa carga de cocaína, Le Glérec.

El hombre levantó la vista. Su mirada, fija en el doctor, se endureció. Y con los puños cerrados, gruñó:

—El banco me había prestado dinero para construir el barco.

—Ya lo sé. ¿Y qué más?

—Tuvimos un año malo. El franco subía. Inglaterra compraba menos fruta. Me pregunté cómo iba a pagar los intereses. Esperaba, para casarme con Emma, a haberme embolsado una buena suma. Entonces, un periodista, que yo conocía porque estaba a menudo rondando por el puerto, vino a verme.

Con gran estupefacción general, Ernest Michoux descubrió su rostro, que estaba pálido, pero mucho más tranquilo de lo que se imaginaba. Y sacó un cuadernito y un lápiz de su bolsillo y escribió unas palabras.

—¿Fue Jean Servières el que le propuso una carga de cocaína?

—¡No inmediatamente! Me habló de un asunto. Me citó en un café de Brest donde se encontraba con otros dos.

—¿El doctor Michoux y el señor Le Pommeret?

—¡Eso es!

Michoux tomaba notas de nuevo y su cara tenía una expresión de desprecio. Incluso en cierto momento llegó a esbozar una sonrisa irónica.

—¿Quién de los tres le puso la mercancía en la mano?

El doctor esperó, con el lápiz en alto.

—Ninguno de los tres. O más bien, me hablaron sólo de la gruesa suma que podía ganar en uno o dos meses. Una hora después llegó un americano. Nunca supe su nombre. Sólo le he visto dos veces. Seguramente se trataba de un hombre que conocía el mar, ya que me preguntó las características de mi barco, el número de hombres que necesitaría a bordo y el tiempo necesario para poner un motor auxiliar. Creí que se trataba de contrabando de alcohol. Todo el mundo lo hacía, incluso oficiales de paquebote. A la semana siguiente vinieron unos obreros a instalar un motor semidiesel en
La Bella Emma
.

Hablaba muy despacio, con la mirada inmóvil, y era impresionante verle mover sus enormes dedos, más elocuentes en sus gestos lentos, como espasmos, que su cara.

—Me dieron un mapa inglés con todos los vientos del Atlántico y la ruta de los veleros, porque nunca había hecho esa travesía. Sólo llevé a dos hombres conmigo, como medida de prudencia, y no hablé a nadie del asunto, excepto a Emma, que se encontraba en el muelle la noche que partíamos. Los dos hombres también estaban allí, al lado de un coche que había apagado sus faros. La carga había tenido lugar por la tarde. Y en ese momento, tuve miedo. ¡No tanto por el contrabando! No he ido nunca a la escuela. Mientras pueda servirme el compás y la sonda, basta. No temo a nadie. Pero allí, en el mar… Un viejo capitán había intentado enseñarme a manejar el sextante. Compré una tabla de logaritmos y todo lo necesario. Pero estaba seguro de que me iba a hacer un lío en los cálculos. Sólo que si lo lograba podía pagar el barco y aún me quedaba algo, unos veinte mil francos en el bolsillo. Hacía mucho viento aquella noche. Perdimos de vista al coche y a los tres hombres. Luego, Emma, cuya silueta se recortaba en negro en la punta del muelle… Dos meses en el mar.

»Yo tenía instrucciones para el desembarco. Por fin llegamos, Dios sabe cómo, al puertecito designado. Cuando aún no habíamos lanzado las amarras a tierra llegaron tres motoras de la policía, con ametralladoras y hombres armados con fusiles, nos rodearon, saltaron al puente, nos apuntaron gritando algo en inglés y nos golpearon con las culatas hasta hacernos levantar las manos.

»Apenas nos dimos cuenta de tan deprisa como lo hicieron. No sé quien condujo mi barco al muelle, ni cómo nos metieron en un camión. Una hora después nos encontramos cada uno encerrado en una jaula de hierro, en la prisión de Sing-Sing.

«Estábamos enfermos. Nadie hablaba el francés. Los prisioneros nos lanzaban bromas e injurias.

»Allí esas cosas marchan rápido. Al día siguiente, pasamos a una especie de tribunal y el abogado que, según parece, nos defendía, ni siquiera nos había dirigido la palabra.

»Fue después cuando me anunció que estaba condenado a dos años de trabajos forzados y cien mil dólares de multa, que mi barco estaba confiscado, y todo. No comprendía. ¡Cien mil dólares! Juré que no tenía dinero. En ese caso, tenía no sé cuántos años de prisión de más.

»Me quedé en Sing-Sing. Debieron conducir a mis marineros a otra prisión, pues no volví a verles nunca. Me raparon. Me llevaron a la carretera a picar piedra. Un capellán quiso enseñarme la Biblia.

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