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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo (7 page)

BOOK: El perro canelo
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Al ver a Maigret sentado en el café en compañía del joven agente y ocupado en devorar unas tostadas, el primer magistrado de la ciudad tembló de indignación.

—Le previne, comisario, que le hacía responsable de… de… ¡Pero eso no parece importarle! Enviaré en seguida un telegrama al ministerio del Interior para ponerle al corriente de… de… y preguntarle… ¿Ha visto siquiera lo que pasa fuera? Las gentes huyen de sus casas. Un viejo impedido grita de terror porque está inmovilizado en un segundo piso. Creen ver por todas partes al bandido.

Maigret se volvió, vio a Ernest Michoux que, como un niño miedoso, permanecía lo más cerca posible de él sin mover un solo dedo.

—Se habrá dado usted cuenta de que ha sido la policía local, es decir, simples agentes de policía, los que le han detenido, mientras que…

—¿Sigue usted pensando que hay que detener a alguien?

—¿Qué quiere decir? ¿Pretende usted echarle la mano encima?

—Ayer, me pidió que detuviese a alguien, a cualquiera.

Los periodistas estaban fuera y ayudaban a los guardias en la captura. El café estaba casi vacío, en desorden, pues todavía no habían tenido tiempo de hacer la limpieza. Se agarraba a la garganta un áspero olor a tabaco frío. Al andar se pisaban las colillas, los escupitajos, el aserrín y los vasos rotos.

Sin embargo, el comisario sacó de su cartera una orden de arresto en blanco.

—Diga una sola palabra, señor alcalde, y…

—¡Tengo curiosidad por saber a quién detendría usted!

—¡Emma! Una pluma y tinta, por favor.

Fumaba a pequeñas bocanadas. Oyó al alcalde que gruñía con la esperanza de que le escuchasen:

—¡Un
bluff
!

Pero no se enfadó y escribió con una letra grande aplastada según su costumbre:

—… el nombrado Ernest Michoux, administrador de la Sociedad Inmobiliaria de
Sables-Blancs

* * *

Resultó más cómico que trágico. El alcalde leyó al revés. Maigret dijo:

—¡Ya está! Ya que se empeña, detengo al doctor.

Éste miró a los dos, esbozó una sonrisa pálida, como un hombre que no sabe qué contestar a una broma. Pero era a Emma a quien el comisario observaba. Emma, que avanzó hacia la caja y que de repente se volvió, menos pálida que de costumbre, sin poder evitar un estremecimiento de alegría.

—Supongo, comisario, que se da cuenta de la gravedad de…

—Es mi oficio, señor alcalde.

—Y eso es todo lo que se le ocurre hacer, después de lo que acaba de suceder, detener a uno de mis amigos, a un compañero, más bien, en fin, uno de los notables de Concarneau, un hombre que…

—¿Tiene usted una prisión confortable?

Durante todo este tiempo, Michoux parecía sólo preocupado por la dificultad de tragar su saliva.

—Aparte del puesto de policía, en el Ayuntamiento, sólo hay la gendarmería.

El inspector Leroy acababa de entrar. Se le cortó la respiración cuando Maigret le dijo con la mayor naturalidad:

—¡Oye, amigo! ¿Tendrías la amabilidad de llevar al doctor a la gendarmería? ¡Discretamente! No hace falta que le pongas las esposas. Lo encarcelarás, cuidando de que no le falte de nada.

—¡Es una locura! —balbució el doctor—. No entiendo nada. Yo… ¡Es inaudito! ¡Es infame!

—¡Diablos! —gruñó Maigret.

Y volviéndose hacia el alcalde:

—No me opongo a que continúen buscando al vagabundo. Eso divierte al pueblo. Hasta puede ser útil. Pero no den demasiada importancia a su captura. Tranquilice a la gente.

—¿Sabe usted que cuando le agarraron esta mañana llevaba una navaja con seguro?

—Es muy posible.

Maigret empezaba a impacientarse. De pie, se puso su grueso abrigo con cuello de terciopelo y limpió con la manga su sombrero hongo.

—Hasta ahora, señor alcalde. Le tendré al corriente. Otro consejo: que no cuenten demasiadas historias a los periodistas. En el fondo, no merece la pena armar un jaleo. ¿Viene?

Aquellas últimas palabras se dirigían al joven sargento, que miró al alcalde con aire de decir:

—Excúseme. Pero estoy obligado a seguirle.

El inspector Leroy daba vueltas alrededor del doctor como hombre que está muy confuso ante un trabajo molesto.

Vieron a Maigret que al pasar dio unas palmaditas en la mejilla de Emma, después atravesó la plaza sin preocuparse de la curiosidad de la gente.

—¿Es por aquí?

—Sí. Hay que rodear el muelle. Tenemos para media hora.

Los pescadores estaban menos trastornados que el resto de los habitantes por el drama que se representaba en torno al café del
Almirante
, y unos diez barcos, aprovechando la tranquilidad relativa, se dirigían hacia la salida del puerto.

El agente de policía lanzaba a Maigret unas miradas de colegial que se siente con ganas de complacer a su maestro.

—Sabe usted… el señor alcalde y el doctor jugaban juntos a las cartas por lo menos dos veces por semana. Esto ha debido ser para él un golpe.

—¿Qué cuentan las gentes de aquí?

—Depende de qué gente. Los obreros, los pescadores, no se preocupan demasiado. E incluso, casi están contentos de lo que ocurre. Porque el doctor, el señor Le Pommeret y el señor Servières no tenían muy buena reputación. Naturalmente, eran señores. No se atrevían a decirles nada. Lo que no quita que abusasen un poco cuando hacían abandonar el trabajo a todas las chicas de las fábricas. En verano, con sus amigos de París, aún era peor. Se pasaban el día bebiendo, haciendo ruido por las calles a las dos de la madrugada, como si el pueblo les perteneciese. Hemos tenido quejas a menudo. Sobre todo en lo que se refiere al señor Le Pommeret, que no podía ver unas faldas sin desbocarse. Resulta triste decirlo. Pero las fábricas no trabajan nada. Hay paro. Entonces, con dinero…, todas esas chicas…

—En ese caso, ¿quiénes están preocupados?

—¡Los otros! Los burgueses y los comerciantes que frecuentaban antes el grupo del café del
Almirante
. Era como el centro del pueblo, ¿sabe? Incluso el alcalde, que iba allí.

El agente estaba orgulloso por la atención que le prestaba Maigret.

—¿Dónde estamos?

—Acabamos de salir del pueblo. A partir de aquí la cosa está casi desierta. No hay más que rocas, bosques de abetos, algunos hoteles habitados durante el verano por gente de París. Es lo que llamamos La Punta del Cabélou.

—¿Qué le dio la idea de buscar por este lado?

—Cuando usted nos dijo, a mi colega y a mí, que buscásemos a un vagabundo que pudiera ser el propietario del perro canelo, primero buscamos por los viejos barcos, en la parte de atrás del puerto. De vez en cuando, se encuentra a algún vagabundo. El año pasado ardió una barca porque uno de éstos olvidó apagar el fuego que había encendido para calentarse.

—¿No encontraron nada?

—Nada. Fue mi colega el que se acordó del antiguo puesto de guardia del Cabélou. Ya llegamos. ¿Ve ese edificio cuadrado, con piedra de sillares en el último saliente de la roca? Data de la misma época que las fortalezas de la vieja ciudad. Venga por aquí. Tenga cuidado con la basura. Hace mucho tiempo, vivía aquí un guardián, un vigilante como aquel que dice, cuya misión era señalar el paso de los barcos. Se ve hasta muy lejos. Se domina el paso de Glénan, el único que da acceso a la rada. Pero hace quizá cincuenta años que no se usa.

Maigret cruzó un pasadizo cuya puerta había desaparecido, entró en una habitación con suelo de tierra. Estrechas aspilleras daban al mar. Al otro lado, una sola ventana, sin cristales, ni largueros.

Y en las paredes de piedra, inscripciones hechas con la punta de un cuchillo. Por el suelo, papeles sucios, numerosos residuos.

—¡Pues bien! Durante más de quince años, un hombre ha vivido aquí, solo. Una especie de salvaje. Dormía en ese rincón, indiferente al frío, a la humedad, a las tempestades que lanzaban sus olas por las aspilleras. Era una cosa curiosa. Los parisinos venían a verle, en el verano, y le daban algunas monedas. Un vendedor de tarjetas postales tuvo la idea de fotografiarle y vender a la entrada sus fotografías. El hombre acabó por morir, durante la guerra. Nadie ha pensado en limpiar este sitio. Ayer se me ocurrió que si alguien quería esconderse, sería tal vez aquí.

Maigret subió por una estrecha escalera de piedra hecha del mismo grosor de la pared y llegó a una garita o más bien a una torre de granito abierta por los cuatro lados y que permitía admirar toda la región.

—Era el puesto de guardia. Antes de inventarse los faros, se encendía un fuego en la terraza. Pues bien, esta mañana, temprano, mi colega y yo vinimos. Andábamos de puntillas. Abajo, en el mismo sitio donde antes dormía el loco, vimos a un hombre que roncaba. ¡Un coloso! Se oía su respiración a quince metros. Y pudimos ponerle las esposas antes de que se despertase.

Habían vuelto a bajar a la habitación cuadrada que la corriente hacía glacial.

—¿Se defendió?

—¡Ni siquiera! Mi colega le pidió sus papeles y no contestó. No ha llegado usted a verle. Es más fuerte que los dos juntos. Hasta el punto que no solté la culata de mi revólver. ¡Y qué manos! ¿Las suyas son grandes, verdad? Pues bien, trate de imaginarse unas manos dos veces más grandes, con tatuajes.

—¿Vio lo que representaban?

—Sólo vi un ancla, en la mano izquierda, y las letras «S.S.» en ambos lados. Pero había dibujos complicados. ¿Quizá una serpiente? No tocamos nada de lo que había por el suelo ¡Mire!

Había de todo: botellas de vino de marca, licores caros, latas de conserva vacías y unas veinte latas intactas.

Había aún más: las cenizas de un fuego que habían encendido en medio de la habitación, y al lado, un hueso de cordero. Mendrugos de pan. Algunas raspas de pescado. Una concha de peregrino y unas pinzas de bogavante.

—¡Un verdadero banquete! —se extasió el joven agente que no debía de haber asistido nunca a un festín semejante—. Esto explica las quejas que nos han dado en estos últimos tiempos. No hemos hecho caso, porque no se trataba de asuntos importantes. Un pan de seis libras robado al panadero. Una cesta de pescadilla que desapareció de una barca de pesca. El gerente del almacén Prunier que decía que le robaban bogavantes durante la noche.

Maigret hacía un extraño cálculo mental, trataba de establecer en cuántos días podía haber devorado un hombre de buen apetito todo lo que había sido consumido allí.

—Una semana —murmuró—. Sí. Incluido el cordero.

De repente preguntó:

—¿Y el perro?

—¡Precisamente! No lo hemos encontrado. Hay muchas huellas de patas en el suelo, pero no hemos visto al animal. ¿Sabe?, el alcalde debe de estar en ese estado a causa del doctor. Me extrañaría que no telefonease a París, como dijo.

—¿El hombre iba armado?

—¡No! Fui yo quien registró sus bolsillos mientras mi colega Piedboeuf, que sujetaba las esposas, le apuntaba con la otra mano. En un bolsillo del pantalón, había unas castañas asadas. Cuatro o cinco. Debían proceder de la carretilla que se pone el sábado y el domingo por la tarde delante del cine. Luego, unas cuantas monedas. Ni siquiera diez francos. Una navaja. pero no una navaja terrible. Una navaja de las que utilizan los marinos para cortar pan.

—¿No dijo nada?

—Ni una palabra. Hasta el punto que pensamos, mi colega y yo, que era un loco, como el anterior. Nos miraba como un oso. Tenía una barba de ocho días, dos dientes rotos en el centro de la boca.

—¿Su ropa?

—No podría decirle. Un traje viejo. Ni siquiera me acuerdo si debajo llevaba camisa o un jersey. Nos siguió dócilmente. Estábamos orgullosos de nuestra captura, hubiera podido escapar diez veces antes de llegar al pueblo. Tanto, que habíamos perdido la desconfianza cuando, de un tirón, rompió las cadenas de las esposas. Creí que me había arrancado la muñeca derecha. Aún tengo la señal. A propósito del doctor Michoux…

—¿Y bien?

—Sabe que su madre vendrá hoy o mañana. Es la viuda de un diputado. Se dice que tiene influencia. Y es muy amiga de la mujer del alcalde.

Maigret miró el océano gris a través de las aspilleras. Unos barquitos de vela se deslizaban entre la punta del Cabélou y un escollo que la resaca dejaba adivinar, viraban en redondo e iban a lanzar sus redes a menos de una milla.

—¿Cree realmente que ha sido el doctor quien…?

—¡Vamos! —dijo el comisario.

La marea estaba subiendo. Cuando salieron, el agua empezaba a bañar la plataforma. Un chiquillo, a cien metros de ellos, saltaba de roca en roca, en busca de unas cajas que había colocado en los huecos. El joven agente no se resignó a callarse.

—Lo más extraordinario es que hayan atacado al señor Mostaguen, que es la mejor persona de Concarneau. Hasta el extremo de que querían nombrarle consejero general. Parece ser que se ha salvado, pero aún no han podido extraer la bala. De modo que toda su vida llevará un trozo de plomo en el vientre. Cada vez que pienso que si no se le hubiese ocurrido encender el cigarro…

No rodearon por los muelles, sino que atravesaron una parte del puerto en la balsa que va y viene entre el Paso y la vieja ciudad.

A poca distancia del sitio donde, el día antes, unos jóvenes lanzaban piedras al perro canelo, Maigret vio un muro, una puerta monumental sobre la que había una bandera y unas palabras
«Gendarmería Nacional
».

Atravesó el patio de un inmueble que databa de la época de Colbert. En un despacho, el inspector Leroy discutía con un brigada.

—¿Y el doctor? —preguntó Maigret.

—¡Precisamente! El brigada no quería saber nada en lo que se refiere a traer la comida de fuera.

—¡Y si lo hace, es usted responsable! —dijo el brigada a Maigret—. Me hará falta un documento que me sirva de justificación.

El patio estaba tranquilo como el claustro de un convento. El agua de una fuente dejaba oír un adorable gluglú.

—¿Dónde está?

—Allí, a la derecha. Empuja usted la puerta. Luego es la segunda puerta del pasillo. ¿Quiere que vaya a abrírsela? El alcalde ha telefoneado para recomendar que se tratase al prisionero con los mayores cuidados.

Maigret se rascó la barbilla. El inspector Leroy y el gendarme, que eran casi de la misma edad, le miraban con la misma curiosidad tímida.

Unos momentos después, el comisario entró solo en un calabozo de paredes blanqueadas con cal, que no era más triste que una habitación de cuartel.

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