Vio desde lejos su mesa con el cartapacio encima y caminó para sentarse ante ella como ante la orilla del sueño del mundo, de cuyas tinieblas surgían olas negras amenazantes, procedentes de quién sabe qué profundidades. ¡Oh, Dios!, suspiró, ¡protégeme, Dios Todopoderoso!
El tiempo había empeorado aun más. Aunque encendían desde por la mañana las estufas de cerámica alimentadas con carbón, las salas continuaban estando heladas. No comprendía de dónde procedía aquel frío glacial. ¿No lo adivinas?, le había dicho un tipo con el que se había topado tomando café en el sótano. Emana de los cartapacios. De ahí es de donde nos vienen todos los males, muchacho. Mark-Alem había aparentado no escucharlo. ¿Qué otra cosa esperas que surja de los territorios del sueño?, continuó el otro. Son prácticamente los mismos que los de la muerte. ¡Desdichados de nosotros, que debemos trabajar con esos cartapacios…! Mark-Alem se había ido sin decir palabra. Quizá fuera un provocador, pensó más tarde. Cada vez estaba más convencido de que el Tabir Saray estaba repleto de tipos singulares y de toda clase de secretos.
Qué es lo que no había escuchado durante aquel tiempo acerca del Tabir y lo que allí dentro se hacía: a primera vista parecía que los funcionarios no hablaban de ello, pero pasaban los días y de una frase susurrada en el café, de otra oída casualmente en el pasillo, en la puerta de salida o en la mesa del vecino, poco a poco, de modo imperceptible, se construían en su memoria mosaicos enteros que no se borraban con facilidad. Por ejemplo, ciertas voces afirmaban que el sueño individual, como visión privada de cada persona, no era más que una fase transitoria de la humanidad, que llegaría un tiempo en que los sueños perderían esa cualidad e, igual que los gestos u otras acciones del hombre, también los sueños se tomarían perceptibles para todos. En una palabra, así como una planta o un fruto permanecen durante cierto período bajo tierra, hasta que les llega el tiempo de brotar y salir a la superficie, también las visiones oníricas del hombre se encontraban por el momento sumergidas en el interior del sueño, mas eso no significaba que siempre fuera a ser así. Un buen día saldrían a la luz del sol, ocuparían su lugar junto al pensamiento, la experiencia y la acción humanas; en cuanto a si sería conveniente o no, si el mundo mejoraría o empeoraría cuando sucediera, sólo Dios lo sabía.
Otros afirmaban que el Apocalipsis no era sino el día en que los sueños saldrían de la cárcel del dormir, pues la resurrección de los muertos que la gente concibe de forma trivial y metafísica, se produciría precisamente de ese modo. ¿No eran acaso los sueños mensajes enviados por ellos? Esta reivindicación secular de los muertos, este ruego, lamento, protesta, llámese como se quiera, será un día tomada en cuenta.
Había también quienes, aun admitiéndolo, lo explicaban de manera del todo opuesta. La salida a la superficie de los sueños, decían, al ámbito de nuestro mundo, no representaría sino su consunción, su muerte. Es así como los vivos romperían definitivamente con las angustias de los muertos, y por tanto con el pasado, ruptura que algunos consideraban una desgracia y otros una liberación, un verdadero rejuvenecimiento del mundo.
Todas estas especulaciones extenuaban el cerebro de Mark-Alem. Más obsesionantes, sin embargo, eran aquellos días interminables y carentes de color en que no se hablaba de nada ni sucedía nada, y él se veía obligado a trabajar inclinado sobre el expediente, pasando de un sueño a otro sueño, como a través de la bruma, que en ocasiones parecía disiparse, pero que en general era opaca y cargada de tristeza.
Era viernes. Los encargados del Sueño Maestro debían desempeñar aquel día una actividad febril. Sin lugar a dudas, el Sueño Maestro habría sido escogido ya y se dispondrían a llevarlo al Palacio del Soberano.
Afuera, la carroza con el emblema imperial esperaba hacía tiempo, rodeada de guardias. El Suprasueño partiría, pero incluso después de su marcha el departamento continuaría presa de la ansiedad, o al menos de la curiosidad por saber cómo sería acogido el sueño en el Palacio del Sultán. Habitualmente el eco les llegaba al día siguiente: el Badijá había quedado satisfecho, o bien el Badijá no había dicho nada y, en ocasiones incluso el Badijá se mostraba descontento. Pero esto último sucedía rara vez, muy rara vez.
De cualquier manera, los días en ese departamento eran más animados y discurrían de modo distinto. La semana pasaba con rapidez cuando se esperaba la llegada del viernes. Pero el resto del tiempo era tedioso, monótono, gris.
Y si embargo, pensó Mark-Alem, todos soñaban con ser transferidos a Interpretación. ¡Si supieran cómo se arrastran las horas aquí! Y para colmo, aquella angustia permanente flotando por doquier (desde que habían encendido las estufas, Mark-Alem tenía la sensación de que la angustia olía a carbón).
Se inclinó sobre el cartapacio y prosiguió la lectura. Ya se había familiarizado en cierta medida con el trabajo y lograba encontrar con mayor facilidad una interpretación para los sueños. En pocos días daría fin a su primer expediente. No le quedaban más que unas cuantas hojas. Leyó algunos sueños fastidiosos que hablaban de agua sucia, negra, de un gallo enfermo que se había hundido en el cieno y de un reumatismo escapado del cuerpo de un asistente a una cena de infieles. Qué escoria, se dijo y soltó la pluma. Era como si el desperdicio hubiera quedado para el final. Su mente se trasladó de nuevo a las salas de los encargados del Sueño Maestro, tal como se evoca, en un ambiente en particular aburrido, la casa en que se llevan a cabo los preparativos para una boda. No había visto nunca aquellas salas, ni siquiera tenía idea de en qué ala del Palacio se encontraban aunque tuviera la convicción de que, contrariamente a las demás, dispondrían de grandes ventanales hasta el techo, por los que penetraría una iluminación solemne, ennobleciendo a las personas y a las cosas.
Bueno, murmuró para sí Mark-Alem y volvió a alzar la pluma. Se propuso trabajar sin interrupción hasta que sonara la campanilla anunciadora del final de la jornada. Le habían quedado dos hojas para terminar la interpretación del contenido total del expediente. Lo mejor sería leerlas y desembarazarse de aquella entrega de una vez por todas.
El ruido de los empleados abandonando las mesas y dirigiéndose a la salida lo rodeaba por todas partes. Poco después, cuando se restableció por fin la calma, sólo quedaban en la sala quienes habían decidido trabajar fuera de horario. Mark-Alem sintió que lo poseía el vacío dejado por los funcionarios al marcharse. Era el mismo vacío que había experimentado cuantas veces se quedaba después de finalizada la jornada normal, pero ¿qué iba a hacer para evitarlo? Era aconsejable hacer de vez en cuando horas extraordinarias por propia iniciativa, aparte de los casos de permanencia obligada. Se había resignado ya a perder aquella tarde. Hizo una profunda inspiración, un suspiro en realidad, y comenzó a leer una de las dos hojas. Vaya, se dijo cuando hubo leído el primer renglón. ¿Dónde había visto antes aquel sueño? Un terreno abandonado lleno de basuras junto a un puente y un instrumento musical… Estuvo a punto de lanzar un grito de sorpresa. Era la primera vez que se tropezaba con un sueño que hubiera pasado por sus manos cuando trabajaba en Selección. Se alegró como si encontrara a un viejo conocido, volvió la cabeza a ambos lados con el deseo de compartir con alguien aquella coincidencia, pero eran muy escasas las personas que quedaban en la sala y el más próximo se encontraba al menos a diez pasos.
Estimulado aún por el pequeño acontecimiento comenzó a leer el texto del sueño, al principio sin acabar de concentrarse, con creciente atención después. No lograba extraer de él ninguna significación especial aunque no se inquietó por ello. A primera vista muchos sueños parecían carentes de sentido, como una pared lisa donde no se encuentra un asidero al cual aferrarse, pero bastaba accionar un pequeño resorte para que se descubriera de pronto una cara oculta del sueño. Terminaría también por encontrar la clave de éste. Tenía ya cierta experiencia en su trabajo. El solar repleto de basuras, el viejo puente, el instrumento musical desconocido y el toro enfurecido. La simbología era en verdad abundante, mas no llegaba a establecer su trabazón interna. La relación entre los símbolos de un sueño solía ser más importante que los símbolos mismos. Probó a vincularlos por pares: el puente con el toro, el instrumento musical con el terreno abandonado, después el puente con el instrumento musical, el solar con el toro, de nuevo el toro con el instrumento musical. Parecía surgir cierto significado de la última relación: toro-instrumento y música-puente. Sin embargo resultaba ilógico: un toro (una fuerza brutal incontrolada), excitado por la música (astucia, secreto, propaganda incesante), destruiría el viejo puente. Si en lugar del puente hubiera una columna, el muro de un castillo o cualquier otro símbolo del Estado, el sueño podría tener sentido, pero el puente no representaba nada parecido. En general éste era símbolo de algo beneficioso para la gente, como fuentes, caminos… Pero, espera un poco…, se dijo, y sintió que una intensa opresión le cortaba el aliento. ¿No era el puente el origen mismo de su apellido…? ¿Y si fuera un presagio…?
Volvió a leer el texto y su respiración recuperó el ritmo normal: el toro no se abalanzaba en absoluto sobre el puente. Se limitaba a rondar por el terreno abandonado.
Vaya un sueño delirante, se dijo. La alegría por haberlo encontrado en su legajo fue sustituida por el desdén. Ahora recordaba que ya entonces, cuando lo leyó en Selección, le había parecido carente de sentido. ¡Cómo no lo había arrojado al cesto de los papeles! Mojó la pluma en el tintero y se dispuso a escribir sobre la hoja: «Indescifrable», pero la mano se detuvo un instante en suspenso. ¿Lo dejaba para volver a leerlo al día siguiente? ¿Consultaba con el supervisor? En realidad aunque la consulta estaba admitida, no estaba bien vista si se recurría a ella en exceso. Se estaba poniendo nervioso. Lo mejor sería que acabara de una vez con aquel expediente, ya lo había retenido demasiado tiempo…
Cogió el último sueño y lo resolvió a toda prisa, para regresar sobre el que había dejado pendiente. Dudaba, preguntándose si debía escribir sobre él la palabra «indescifrable», entregar el cartapacio y marcharse, cuando el jefe de Interpretación entró en la sala. Cambió unas palabras con el supervisor, después echó una ojeada en derredor como si contara a los que se habían quedado y volvió a dirigirse al supervisor.
—Tú, y tú —se escuchó la voz de este último cuando el jefe se hubo marchado. Mark-Alem volvió la cabeza—, y vosotros dos allí. Y tú, Mark-Alem. Todos vosotros os quedaréis esta tarde a trabajar. Me acaba de comunicar el jefe la llegada de un expediente con carácter de urgente, cuyo descifre debe quedar terminado hoy mismo.
Nadie dijo una palabra.
—Mientras traen el cartapacio id a tomar algo a la cafetería —añadió el supervisor—. Puede que nos veamos obligados a permanecer hasta muy tarde.
Uno tras otro salieron de la sala. Por los corredores se escuchaban aquí y allá los chasquidos de las llaves y de los picaportes de las puertas. Salían los últimos rezagados.
La cafetería parecía desolada a hora tan tardía. Los escasos dependientes con los rostros crispados por la fatiga, una parte de las mesas apartadas a un lado para hacer la limpieza, todo aquello envenenaba el ánimo. Mark-Alem pidió un tazón de salep y un panecillo, y fue en busca de un lugar en el rincón más apartado. No quería que nadie lo importunara. Tomó pausadamente la infusión, mordisqueando con desgana el panecillo y después salió con andares lentos, sin volver la cabeza a derecha ni a izquierda.
Durante un rato caminó aturdido por la galería interminable de la planta baja. Aún no había oscurecido, pero todo se iba sumiendo en la penumbra. Por la gran claraboya de la rotonda se derramaba la última iluminación del día. No tenía por qué apresurarse y podía dar un paseo hasta allí, antes de encerrarse en la irritante sala de trabajo. Todavía se oía el crujido de alguna puerta al cerrarse. La galería estaba completamente desierta y de pronto experimentó cierta satisfacción ante la oportunidad de deambular en soledad por aquel vacío colosal, al fondo del cual la claraboya irradiaba una luminosidad que, incluso sin el polvo de los cristales, habría resultado grisácea.
Mark-Alem había llegado hasta la rotonda y se disponía a regresar, tras alzar la cabeza bajo el ventanal como desde el fondo de un abismo, cuando le pareció sentir un ruido en aquel silencio absoluto. Se detuvo y prestó atención. Parecía ruido de pasos aproximándose de forma progresiva. Quizá sean los guardias que vigilan el cierre de las puertas, pensó y decidió marcharse, mas algo se lo impidió. El ruido llegaba ahora hasta él desde más cerca, a través de un corredor adyacente que desembocaba en la galería principal. Se pegó a la pared y permaneció a la espera. ¡Oh, Dios!, exclamó para sus adentros cuando en la encrucijada apareció un grupo de personas portando a hombros un ataúd negro. Ellos ni siquiera se fijaron en él y desaparecieron inmediatamente en la prolongación del pasillo lateral. El autor del sueño llegado de provincias, se dijo, mientras los pasos se perdían en la distancia. Miró a su alrededor. Se encontraba justo en el mismo lado lugar donde aquel día se había topado con el vigilante de las cámaras de aislamiento. Dios mío, sin duda era él.
Un tormento corrosivo que crecía con rapidez se apoderó de su ser mientras subía las escaleras. Se había acordado varias veces del desdichado autor del sueño, pero nunca habría imaginado que su destino pudiera llevarlo a ese final trágico. En la cafetería había buscado con la mirada repetidamente, con la esperanza de hallar al copista y preguntarle por la suerte de aquel hombre, si lo habían liberado por fin o aún lo mantenían allí. Pero, por lo visto, el infeliz no había logrado olvidar del todo su sueño. O quizás estuviera previamente establecido que todos los convocados al Tabir Saray terminaran de ese modo. ¡Monstruoso!, pensó, asombrándose a sí mismo de su inesperado furor. No te basta con lo demás, necesitas devorar también a los seres humanos…
Sobre la mesa vio un nuevo expediente, depositado al parecer allí por el supervisor en su ausencia. Lo hojeó casi con odio y comprobó que no contenía más de cinco o seis hojas. Debía analizarlas todas aquella misma tarde. Habían encendidos las lámparas de la sala. El frío se había acentuado, quizá porque nadie le hubiera echado carbón a la estufa desde temprana hora de la tarde. Cuando se disponía a iniciar la lectura del primer sueño se dio cuenta de que el texto llenaba toda la hoja, incluso, cosa en extremo poco frecuente, continuaba en la siguiente. Pasó la hoja para apreciar la extensión del relato de aquel sueño y entonces comprobó que tampoco terminaba en la página segunda ni siquiera en la tercera, hasta que, para su asombro, descubrió que las seis páginas del expediente no contenían más que la descripción de un único sueño. Era la primera vez que caía en sus manos un texto tan largo. Debe de ser un sueño verdaderamente singular, pensó, y comenzó a echarle una mirada, sin fijarse siquiera en las anotaciones acerca del nombre y la dirección del autor del sueño. Iba a tener que pasarse toda la tarde con aquel largo delirio, sin duda indescifrable, producto a todas luces de una terrible noche de angustia.