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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (12 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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El sueño era en verdad así, delirante. Por lo general los delirios se los adjudicaban a los intérpretes más calificados. Se decía incluso que tiempo atrás, tanto en Selección como en Interpretación, eran agrupados en un cartapacio especial que se denominaba precisamente «Cartapacio de los delirios». Pero más tarde, por razones no demasiado claras (se decía que la verdadera razón consistía en la tendencia a considerar esos cartapacios como el
non plus ultra
), se abolió esta práctica y desde entonces los delirios se distribuían, de acuerdo con su contenido, entre los distintos grupos de sueños. No obstante, a la hora de dividir el trabajo, los interventores de las salas velaban por que su análisis e interpretación les fueran confiados a los funcionarios más expertos. Mark-Alem no sabía cómo interpretar el hecho de que le hubieran adjudicado uno. ¿Como una muestra de excesiva confianza en sus facultades por parte de los directivos del departamento o quizá como un acto malintencionado? Entretanto iba leyendo el texto con creciente fruición. El sueño era en verdad extraordinario. Comenzaba con una partida de espantapájaros que recorrían una estepa abonada con la carroña pestilente de tigres muertos en el siglo XI. Toda la primera página del texto estaba dedicada a la descripción del avance de los espantapájaros los cuales, al parecer, proferían insultos contra el volcán Krtoh… rtoh… krt… (su nombre no cesaba de derrumbarse al igual que su ladera occidental), mientras sobre la estepa brillaba una estrella demente. Después, el autor del delirio, que se encontraba en las proximidades, en sus esfuerzos por meterse bajo tierra, había tropezado con el atisbo de un día luminoso cual un diamante, escondido por no se sabe quién bajo el barro, un día del tiempo universal, un fragmento indisoluble, indestructible hasta por el fuego. El resplandor de esta esquirla de día surgida entre el barro lo deslumbró y, de ese modo, cegado, se encontró de pronto en el infierno.

Qué locura, se dijo Mark-Alem con el ánimo desconcertado. No obstante prosiguió la lectura. La siguiente parte del texto estaba dedicada a la descripción del infierno, pero un infierno distinto de la concepción habitual, poblado no de personas sino de estados muertos, cuyos cuerpos se hallaban torpemente tendidos unos junto a otros: imperios, emiratos, repúblicas, monarquías constitucionales, confederaciones. Hum, se dijo, vaya, vaya. En contra de lo que había creído al inicio, el sueño parecía ser, dejando a un lado otros aspectos, peligroso. Volvió la hoja en busca del nombre del valeroso remitente y leyó:
Sueño visto en la segunda mitad de la noche del 19 de diciembre por el huésped X en la Posada de los Dos Robertos (Bajalato de Albania Central)
. ¡Ah, el pájaro ha conseguido escabullirse!, pensó, no sin cierta sensación de alivio. (En su imaginación se dibujó fugazmente el ataúd cubierto de tela oscura, que viajaba sin duda en aquellos momentos hacia el gran cementerio de la capital.) Ha presentido la trampa y a último momento ha puesto tierra por medio, se dijo. Se arrellanó en su asiento y continuó la lectura. Los estados muertos y descendidos a los infiernos no eran sometidos a ningún padecimiento de los que habitualmente se imagina les son impuestos a las personas. Por lo demás, este infierno poseía la peculiaridad de que se podía volver a salir de él y regresar sobre la Tierra. Y así, un buen día, estados muertos tiempo atrás, considerados cadáveres por todos, podían alzarse lentamente y reaparecer sobre la faz del mundo. Únicamente, igual que los actores antes de salir a escena para interpretar un nuevo papel, también a ellos se les daban los retoques de maquillaje necesarios, se les cambiaba el nombre, los símbolos y la bandera aunque en esencia continuaban siendo idénticos a sí mismos. Vaya, vaya, murmuró de nuevo Mark-Alem. Acostumbrado desde la infancia a las conversaciones sobre el Estado y los asuntos de gobierno, captó de inmediato el designio del autor del sueño. Era evidente que, con excepción del principio, el sueño era inventado. Encontró extraño que a Selección le hubiese pasado inadvertido el hecho. O puede que lo hubieran dejado pasar a propósito… Más, ¿con qué objeto? ¿Y por qué adjudicárselo precisamente a él? Encima, de aquel modo, con tantas prisas y fuera de horario. Sintió un estremecimiento en la columna vertebral, sin que por ello sus ojos abandonaran la lectura del texto. «Vi el Estado de Tamerlán, al que estaban repintando para cubrirle las manchas de sangre, pues se preparaba para volver a salir a la superficie. Más allá vi el Estado de Herodes, al que sometían a idéntica operación. Según me dijeron, aquélla sería la tercera vez que aparecía sobre la Tierra y volvería a hacerlo quién sabe cuántas veces, después de ser abatido en apariencia.»

Con dedos temblorosos, Mark-Alem apartó las hojas. La provocación era manifiesta. Pero él no iba a caer en aquella trampa. Encontraría el modo de burlarlos. Tomaría la pluma y escribiría en el espacio reservado a su dictamen: sueño inventado con propósitos de provocación contra el Estado, con tal o cual fin, conteniendo esta y aquella alusión. Sí, justo así lo escribiría. Los estados contemporáneos, incluyendo el Imperio Otomano, no eran otra cosa, según el remitente del delirio, que viejas estructuras sangrientas, enterradas por el tiempo, para retornar después como espectros.

A Mark-Alem le gustó esta formulación, hasta levantó la pluma para escribirla en seguida, pero al instante se apoderó de él la duda: si le dijeran, ¿cómo es que estás tan al corriente de estas cosas, Mark-Alem? Dejó la pluma en su lugar. Bajo ningún concepto debía exponerse hasta tal punto. Mejor sería redactar de forma más sencilla la explicación del delirio. Sueño inventado que apesta a provocación, remitido con intenciones malévolas, cosa que evidencia asimismo la ausencia del nombre y dirección de su autor.

Así es como lo escribiría aunque, por otra parte, no tenía por qué precipitarse. Todos los que se habían quedado a trabajar permanecían aún allí. Miró alrededor. La luz pálida de las lámparas tornaba aun más triste el aspecto de la sala, con los escasos funcionarios dispersos aquí y allá. El frío era cada vez más intenso. Habría sido preferible no quitarse la pelliza. ¿Cuánto tiempo deberían permanecer todavía allí? Observó que sólo dos de sus compañeros estaban escribiendo. El resto, lo mismo que él, sostenía la cabeza entre las manos y meditaba. ¿Les habrían entregado a ellos sueños ordinarios o delirios como a él? Cabía dentro de lo posible que únicamente el suyo lo fuera. Los delirios eran escasos, como tiburones atrapados por casualidad en las redes repletas de peces comunes. Aun así, quizá todos fueran iguales. El hecho de que hubieran llegado de aquel modo, repentinamente, a una hora tan tardía, a punto de finalizar la jornada… Algo debía de haber en todo aquello. Mark-Alem volvió a estremecerse.

Uno de los dos funcionarios que había estado escribiendo se levantó por fin, se acercó al supervisor y, una vez que le hubo entregado su expediente, se marchó. Mark-Alem volvió a empuñar la pluma, pero pensó que aún le sobraba tiempo y la volvió a dejar. Redactar la explicación no le llevaría más de un cuarto de hora, mejor sería quedarse un rato más. Toda clase de pensamientos sombríos se agitaban en su cabeza.

Media hora después se marchó otro funcionario. Mark-Alem sentía los pies helados y la idea de que también las manos se le iban enfriando y de que si permanecía más tiempo así corría el peligro de no poder siquiera manejar la pluma lo hizo salir por fin de su enfrascamiento y ponerse a escribir. Mientras lo hacía escuchó que alguien más abandonaba la estancia, pero no alzó la cabeza para comprobar quién era. Cuando hubo acabado de escribir, vio que en la sala, además del supervisor, sólo quedaban otros tres funcionarios. Esperaré a que se vaya uno y después me levantaré, se dijo. Su pensamiento, sin explicación aparente, fue a parar a aquel hospedaje con su sorprendente nombre:
Posada de los Dos Robertos
, donde había sido concebido o urdido aquel delirio. Intentó imaginar al viajero de rostro pálido que, por la mañana temprano, una vez depositado el sobre cerrado en el buzón de correos adosado quizá a la vieja puerta de la fonda, se había alejado con una sonrisa diabólica en los labios.

El crujir de una silla le arrancó bruscamente de sus pensamientos. Se había marchado otro. Cuando ya no quedaban más que dos funcionarios aparte del propio Mark-Alem, a éste le pareció que sería preferible que él, como el más nuevo en el trabajo, se marchara, si no el último, al menos el penúltimo. De modo que esperó a que saliera otro. Ahora me levantaré, se dijo por fin, cuando quedó efectivamente con la única compañía del penúltimo funcionario. Probablemente el supervisor no esperaba sino que terminaran cuanto antes.

Se levantó y cerró el legajo. Debía de ser muy tarde. A juzgar por el aspecto de su cara, el supervisor estaba tan cansado como los demás. Mark-Alem se le acercó, le entregó el documento y en voz baja le dijo: «¡Buenas noches!».

—Buenas noches, Mark-Alem. ¿Sabes por dónde salir? A estas horas todas las puertas del Tabir están cerradas.

—¿Ah, sí? —Era la primera vez que escuchaba cosa semejante—. Entonces, ¿cómo se sale?

—Por el patio trasero, por Recepción. Seguro que no has estado nunca allí, pero es fácil de encontrar. A esta hora sólo están encendidos los faroles de los pasillos y las galerías que conducen allí. No tienes más que seguirlos.

—¡Gracias!

Salió al pasillo y vio que, en efecto, era así: los faroles estaban encendidos únicamente en un sentido. Caminó en esa dirección escuchando el eco de sus pasos, que le parecía completamente diferente en aquella soledad. ¿Y si me perdiera?, se dijo dos o tres veces. Quizá habría sido mejor salir en compañía de algún otro funcionario que conociera el camino. Cuanto más se alejaba, más lo poseía la sensación de inseguridad. Desde el corredor principal, siempre siguiendo los faroles encendidos, dobló por un paso lateral y de nuevo desembocó en una galería extraordinariamente larga. Todo desierto. La pálida iluminación de los faroles se perdía en la distancia. Descendió un par de escalones y se encontró en otra galería muy estrecha rematada por una bóveda. Los faroles, aunque más escasos y más pálidos ahora, se alineaban delante de él. Cuánto más va a durar esto, se dijo. En determinado momento tuvo la intuición de que tras el siguiente recodo de la galería se daría de bruces con el grupo de hombres que llevaba a hombros el ataúd del autor del sueño, que quizá vagaban aún por los corredores del inmenso edificio sin encontrar la salida. Si continúo deambulando así mucho tiempo voy a volverme loco. ¿Debía detenerse a la espera, quizá, quién sabe, de que apareciera alguien y le indicara el camino, o debía volver sobre sus pasos, hacia Interpretación, para salir con los demás? Esta última idea le pareció más razonable, pero la duda la desplazó al instante: ¿y si no lograba encontrar el camino? El diablo sabía si aquellos faroles escuálidos conducían verdaderamente a donde debían.

Siguió caminando. Sentía la boca seca aunque se esforzaba por serenarse. A fin de cuentas, aun cuando se extraviara de veras, tampoco iba a ser ningún desastre. No se encontraba ni en mitad del campo ni en el bosque sino en el interior del Palacio. Eso pensaba, pero la sola idea de tener que quedarse allí le producía pavor. ¿Cómo iba a pasar la noche entre aquellos muros, aquellas salas, aquellos sótanos repletos de sueños y delirios aberrantes? Era preferible estar en el campo helado o en un bosque infestado de lobos. ¡Cien veces preferible!

Apretó el paso. ¿Cuánto tiempo hacía que caminaba? De pronto le pareció escuchar una algarabía lejana. Se detuvo. ¿Será que me zumban los oídos?, se preguntó y continuó el camino. Poco después el vocerío se repitió, más audible esta vez aunque no le resultó posible averiguar su procedencia.

Siempre siguiendo la hilera de faroles encendidos, descendió un par de escalones y se encontró en otro corredor que debía de pertenecer a la planta baja. Las voces se perdieron unos instantes y al poco volvieron a oírse, esta vez más próximas. Con el oído alerta, Mark-Alem caminaba a paso vivo, temeroso 'de perder aquel sonido que ahora le parecía su única esperanza. En realidad, el rumor se debilitaba unas veces y otras subía de tono, pero en todo caso no se extinguía. En una ocasión hasta creyó tenerlo muy cerca, pero enseguida volvió a llegarle lejano. Caminaba casi a la carrera, sin despegar la mirada del fondo del corredor donde se dibujaba un rectángulo turbiamente iluminado desde el exterior. ¡Gran Dios, imploró, debe de ser la salida trasera!

Era en efecto así. Se aproximó aun más y se convenció de que aquello era una puerta. Tomó aliento aspirando profundamente y sus miembros se liberaron al instante de la tensión, tanto que sintió cómo le flaqueaban las piernas. Avanzó tambaleante en dirección a la abertura por donde penetraba en el corredor, junto con el aire fresco, la algarabía que había venido escuchando. El cuadro que se desplegó brutalmente ante sus ojos al llegar al umbral de la puerta era más que asombroso: el patio trasero del Palacio, salpicado de una luz artificial muy distinta de la interior, una luz inquieta, desnuda, que la niebla sofocaba en unos lugares y atizaba en otros, enlodándola contra el empedrado mojado, sobre el cual se agitaban personas, caballos, carruajes, algunos de éstos con los faroles encendidos, otros no, en completo desorden, se diría que alumbraba una pesadilla. La lividez de la niebla y sobre todo los relinchos de los caballos que la surcaban en todas direcciones conferían a la iluminación desgajada de los faroles una apariencia casi sobrenatural.

Mark-Alem se quedó clavado en el vano de la puerta, sin dar crédito a sus propios ojos.

—¿Qué es esto? —le preguntó a alguien que pasaba con un manojo de escobas en los brazos.

El interrogado volvió la cabeza con sorpresa, pero percibió en su pelliza el emblema del Tabir y respondió con voz cordial:

—Los portadores de sueños,
aga
, ¿no los ve?

Eran ellos en verdad. ¿Cómo no se le había ocurrido? Allí estaban, con sus pellizas de piel y las botas embarradas, igual que los carruajes, también cubiertos de barro y ostentando todos el emblema del Tabir en la trasera.

Su mirada se detuvo sobre el extremo derecho del patio, en un sobradillo alumbrado por dentro, del que entraban y salían los portadores de sueños. Allí debía de encontrarse el departamento de Recepción que, según se decía, trabajaba día y noche. Sin reconocer la causa que lo impulsaba caminó por el empedrado mojado y resbaladizo —entre el ajetreo de los hombres y las caballerías, una parte de las cuales buscaban espacio para estacionarse—, se acercó al sobradillo y penetró bajo su techumbre. Allí la algarabía era mayor que en el patio. Contra largos mostradores, decenas de portadores de sueños, que al parecer habían finalizado los trámites en las ventanillas de entrega o que esperaban a que les llegara el turno, tomaban café o salep, comían panecillos con
qofte
[4]
, cuyo agradable aroma inundaba la estancia.

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