Se aventuró entre las rudas espaldas de los hombres cubiertos con pellizas de cuero que deambulaban descuidadamente en torno, mascullando, riendo y maldiciendo en voz alta.
Allí estaban, aquéllos eran los famosos portadores de sueños que él había imaginado cuando niño como correos celestiales, recorriendo los senderos del Imperio sobre sus carrozas azules. Una parte de ellos tenían manchadas de barro no sólo las botas sino incluso los codos y hasta los hombros de sus pellizas, salpicadas quizá durante sus esfuerzos por enderezar el carruaje o el caballo derribados. En sus rostros doloridos se percibían las huellas del cansancio y la falta de sueño. También su forma de hablar, como todo en ellos, era radicalmente distinta de la de los empleados de las oficinas del Tabir: ruda, un tanto desvergonzada, plagada de expresiones fuertes, lo mismo que los guisos picantes. Extraviado entre aquella batahola, Mark-Alem se dedicaba a escuchar retazos de las conversaciones. Allí se podían recoger noticias de todo el Imperio. Los correos relataban las peripecias de sus viajes, las disputas con los obstinados funcionarios de provincias, con los bebedores compañeros de hospedaje, con los guardias de los puestos de control en las rutas de los bajalatos donde se producían disturbios.
Una voz ronca atrajo la atención de Mark-Alem y, sin volver la cabeza para ver a su dueño, se esforzó por escuchar sus palabras. Los caballos se negaban a seguir, relataba la voz. Relinchaban, echaban espumarajos, pero se negaban a dar un paso adelante.
—Estaba completamente solo en la estepa, a la salida de Jenisheher, una localidad perdida, donde acababa de recoger un puñado de sueños, cinco en total, reunidos a lo largo de un mes, imaginaos qué lugar perdido era. Así que mis caballos no querían andar. Los fustigué a latigazos, les di en el lomo hasta hacerles sangrar, pero ni aun así se movían de donde estaban, como suelen hacer cuando se topan con un cadáver en el camino. Eché una mirada alrededor. No veía más que la estepa desierta, ni tumba ni rastro de ella por ningún lado. Mientras discurría qué hacer, pensé de pronto en los sueños que me acababan de entregar en Jenisheher. Me dije que a lo mejor eran ellos la causa de que los caballos no anduvieran. Como que el sueño y la muerte son casi la misma cosa… Sin pensarlo más abrí la mochila y saqué el legajo con los sueños de Jenisheher. Me apeé del carruaje, dejé los papeles en el campo a cierta distancia, volví a subir, azucé a los caballos y echaron a andar como si tal cosa. Diablo de asunto, me dije: pues ésa es la causa. Volví a parar, regresé al lugar donde había dejado el legajo, pero en cuanto lo metí en la carroza los caballos volvieron a negarse a dar un paso, echando espumarajos y relinchando lo mismo que antes. ¿Qué podía hacer? He transportado miles de sueños, pero jamás me había sucedido una cosa igual. Decidí regresar a Jenisheher, sin los sueños, claro. Los dejé a mitad de la estepa y me fui. En cuanto llegué comenzó la bronca con el responsable de la sección del Tabir. Yo le decía: «No puedo llevarme tus sueños, ven a verlo tú mismo, en cuanto meto tu legajo en el coche los caballos no dan un paso más…». Y aquel cabeza dura me gritaba: «¡Hace cinco semanas que no viene nadie a recoger nuestros sueños y ahora llegas tú y quieres marcharte sin ellos; me quejaré, mandaré una carta a la Dirección General, al mismísimo Seyhul-Islam!». «Quéjate a quien te dé la gana», le dije, «a mí no me obedecen los caballos y no voy a dejar de llevar el resto de los legajos por culpa de tus cinco sueños sarnosos». Lo que faltaba para que el cabeza de chorlito se me echara encima: «¡Claro!, eso es lo que pensáis de nuestros sueños, a vosotros lo que os gusta son los sueños de las cortesanas y de los artistas de la capital, en cambio los nuestros, naturalmente, os parecen groseros. Pero el Gobierno ha dicho que son los nuestros los verdaderos sueños porque surgen de lo profundo del Imperio y no de lechuguinos blandengues.» La inmundicia que pudo escupir por la boca… Me sacó de quicio y sólo Dios sabe cómo me contuve y no lo sacudí con el látigo hasta ponerle la espalda más mullida que un cojín. La verdad es que no lo golpeé, pero qué es lo que no le dije. Estaba hecho una furia con el retraso y aproveché la ocasión para desahogarme con él. Lo insulté a él, a su ciudad, que no valía para mí ni lo que las callejuelas de una aldea, a su asquerosa subprefectura habitada por una partida de borrachos y de débiles mentales, incapaces siquiera de soñar cosas soportables, pues sus sueños espantaban hasta a los caballos. «Si dependiera de mí», continué diciéndole, «después de aquello le arrebataría a Jenisheher el derecho a hacer analizar sus sueños al menos durante diez años». Se puso hecho un basilisco y echaba por la boca más espuma que mis caballos. Me dijo que mandaría un informe a quien correspondiera con todo lo que había dicho, pero yo lo amenacé con que, si él hacía eso, yo informaría de los insultos que había lanzado contra el Tabir Saray. «¿Cómo?», aulló. «¿Yo insultar al sagrado Tabir Saray? ¿Cómo te atreves a decir eso?» «Sí, lo has insultado», le dije, «has dicho que es una guarida de cortesanas y de lechuguinos blandengues». Entonces, el muy imbécil, pasó de la rabia a los ruegos y a los lamentos. «No me busques la ruina,
aga
», decía, «tengo mujer e hijos, no me hagas eso…».
Un coro de carcajadas ahogó durante unos instantes las palabras del correo.
—¿Y después?, ¿qué pasó después? —preguntó alguien.
—¿Después? En éstas llegaron el subprefecto y el imán. Alguien les había avisado de la bronca. Cuando se enteraron de cómo era la cosa comenzaron a rascarse la cabeza, sin saber qué decisión tomar. No se atrevían a obligarme a que me llevara sus sueños, pues eso era lo mismo que mantenerme allí por la fuerza. Sabían que los caballos no arrancarían nunca si cargaban con el legajo. Por otra parte, tampoco podían admitir que los sueños de su jurisdicción fueran tan malvados que bloquearan los movimientos de los correos. En cuanto a mí, ya no tenía tiempo que perder. Llevaba conmigo más de mil sueños recogidos en otras regiones, cuyo retraso podía causarme serios problemas. Entonces les propuse que vinieran conmigo hasta el lugar donde había dejado el legajo y presenciaran con sus propios ojos el prodigio. Aceptaron, de modo que amontonados en el carruaje nos dirigimos al lugar de marras en las afueras de Jenisheher. El cartapacio estaba allí. Lo alcé del suelo, subí con él al pescante, azucé con el látigo a los caballos y ellos empezaron otra vez a echar espumarajos y a relinchar sin dar un paso, como si hubiera montado en el coche el mismo diablo. Saqué el legajo, lo puse en manos de ellos y los caballos echaron a andar. Pensé en dejarlos allí con un palmo de narices y largarme, pero tuve miedo de las complicaciones e hice dar media vuelta a los caballos. «¿Lo veis?», les dije. «¿Os convencéis ahora?» Desconcertados, ellos murmuraron «¡Alá!», sin saber a qué carta quedarse. Mientras buscábamos un medio de salir del atolladero, el responsable de la sección, con el miedo metido en el cuerpo, presintiendo que él sería el primero en pagar las consecuencias por permitir el envío al Tabir de sueños tan diabólicos, tuvo la ocurrencia de que fuéramos sacando uno por uno los sueños del legajo hasta descubrir cuál de ellos era el culpable, y que así no salieran perjudicados los demás por su causa. Todos aplaudimos la idea y, sin esperar más, iniciamos la prueba tal corno había dicho él. No resultó difícil encontrar el sueño maléfico. Lo separamos del resto y así pude continuar mi camino.
—Eso no era un sueño sino puro veneno —afirmó alguien.
—¿Y qué van a hacer ahora con él? —preguntó el otro—. Ningún coche lo podrá traer, ¿no es así?
—Ojalá no lo traigan nunca —dijo el de la voz ronca.
—Pero puede que sea un sueño importante, teniendo en cuenta los poderes extraordinarios que tiene…
—Que sea lo que le dé la gana —dijo el correo—, como si es de oro. Si los caballos se niegan a transportarlo significa que no es un sueño sino cosa del diablo. Me entiendes, ¡el diablo cornudo en persona!
—Sin embargo…
—No hay sin embargo que valga. Los caballos no lo quieren traer, se tendrá que pudrir allí, en ese maldito agujero de Jenisheher.
—No es así —dijo un viejo correo—, yo no sé cómo será ahora, pero antes en casos parecidos se recurría a correos de a pie.
—¿Existían de verdad esos correos?
—Desde luego —respondió el otro—. Los casos de caballos que se negaban a transportar los sueños eran raros, pero los había. Por eso existían los correos de a pie. Algunas reglas antiguas eran buenas.
—¿Y cuánto tiempo necesitaría un correo de a pie para traer el sueño desde allí?
—Eso depende de la distancia. Pero calculo que desde Jenisheher llevaría alrededor de año y medio.
Dos o tres de los presentes lanzaron silbidos de asombro.
—No os sorprendáis tanto —dijo el viejo correo—. ¡El Gobierno es capaz de atrapar una liebre con una yunta de bueyes!
Iniciaron en ese mismo instante otra conversación y Mark-Alem se apartó un poco más allá. En todas partes imperaba el mismo parloteo ruidoso, a la entrada del recinto, dentro de él y ante las ventanillas de Recepción, donde los correos, de acuerdo con un orden cuyas reglas no logró descifrar, hacían la entrega de los legajos. Uno de ellos que, según oyó decir, había perdido la mochila llena de sueños en una posada en la que se había emborrachado, se mantenía apartado con los ojos enrojecidos como brasas y seguía bebiendo y refunfuñando.
Del exterior del patio llegaba la algarabía incesante de las voces, el traqueteo sobre el empedrado de las ruedas de los carruajes, unos recién llegados de lejanas tierras, otros partiendo tras haber hecho la entrega, y los relinchos incesantes de los caballos, que hacían estremecerse a Mark-Alem hasta lo más hondo de su alma. Y así continuará hasta el alba, pensó con el cerebro aturdido. ¡Hasta mañana, Dios mío!, se repitió poco después, mientras se abría paso entre la batahola para alejarse de allí.
Dos o tres veces se despertó aterrado por la idea de llegar tarde. Su mano se disponía a apartar el cobertor cuando su cerebro todavía nebuloso por efecto del sueño era fugazmente atravesado por el recuerdo de que aquel día tenía descanso y de nuevo se hundía en una somnolencia atormentada. Era la primera vez, desde su entrada en el Palacio de los Sueños, que le concedían un día de asueto.
Por fin abrió los ojos. A través de las cortinas aterciopeladas penetraba la luz del día que llegaba suavemente hasta su almohada. Se desperezó durante un buen rato, apartó después las ropas y se incorporó. Debía de ser tarde. Se acercó al espejo y observó su cara abotagada por el sueño. Sentía la cabeza pesada como el plomo. Nunca habría creído que en su primer día de descanso se fuera a levantar de la cama más cansado que el resto de las mañanas, cuando se apresuraba a salir a las calles mojadas y llenas de bruma para no llegar tarde al trabajo.
Una vez lavada la cara, le pareció sentirse algo más fresco. Tenía la impresión de que, por poco que se esforzara, podría recordar un par de breves sueños que había tenido hacia el amanecer. Soñaba rara vez desde que trabajaba en el Tabir Saray, como si los sueños, sabedores de que conocía la raíz de todos sus secretos y que podría mandarles a engañar a otro, no se atrevieran a acudir a él.
Mientras bajaba las escaleras percibió el grato aroma del café y el pan tostado. Su madre y Loke llevaban tiempo esperándolo para desayunar.
—¡Buenos días!
—¡Buenos días! —le respondieron ellas mirándolo con ternura.— ¿Has dormido bien? Pareces descansado.
Él dijo sí con la cabeza y se sentó junto al brasero encendido, al que habían acercado la mesita con el servicio del té. Como tenía que salir todos los días por la mañana temprano y con prisas, casi había olvidado aquel momento grato en que el brillo del servicio de plata, de las brasas y de los utensilios de cobre del viejo brasero de la casa creaban, junto con la parca luminosidad del día, la sensación de una mañana eterna y bañada de nostalgia.
Mark-Alem comió pausadamente y después tomó café junto con su madre. Terminado el último sorbo, como tenía por costumbre, ella volcó la taza sobre el platillo y Loke se acercó para leer en los posos el destino. Antes ésta era la hora en que uno u otro contaba el sueño que había tenido durante la noche, pero ahora, después que Mark-Alem se hubiera incorporado a su nuevo trabajo, nadie se atrevía a mencionar nada por el estilo. Fue desde que se produjera un pequeño incidente, a la semana de su ingreso en el Tabir Saray, cuando una de sus tías apareció alborotada y hablando por los codos para contarle el sueño que había tenido esa noche. Estamos de enhorabuena, exclamó, ahora tenemos la llave para descifrar los sueños en nuestra propia casa, ya no tenemos necesidad de andar en busca de nigromantes y cíngaros. Mark-Alem palideció y no recordaba haber experimentado un acceso de cólera semejante. ¿Cómo osaba aquella cotorra exigirle interpretar sus sueños estúpidos y sin ningún interés? ¿Por quién lo tomaba? Su tía se quedó desconcertada y con la boca abierta, después se marchó ofendida y a duras penas lograron calmarla más tarde las primas de Mark-Alem.
Observaba las ascuas del brasero, que se ocultaban circunspectas bajo la capa blanca de ceniza.
—Hoy hace buen tiempo —dijo su madre—. ¿Vas a salir un rato?
—En eso pensaba —respondió su hijo.
—No hace sol, pero de todas formas te sentará bien tomar un poco de aire.
Mark-Alem sacudió la cabeza.
—La verdad —dijo—, es que hace mucho tiempo que no salgo.
Permaneció un rato en silencio, con los ojos quietos sobre el brasero, después se levantó, se puso la pelliza, saludó a su madre y salió a la calle.
Tal como le había dicho ella estaba nublado. Levantó la cabeza como buscando el menos las huellas del sol en aquel cielo despoblado, cuya vaciedad le pareció de pronto insoportable. Llevaba tiempo sin ver el cielo sobre la ciudad a aquella hora del día y le pareció sorprendentemente pobre, con unas cuantas nubes tontas y pájaros escasos, aburridos. Desde que lo admitieran en el Tabir recorría el camino hasta el trabajo muy temprano por la mañana, en general con mal tiempo y la cabeza aturdida por el insomnio, y regresaba casi al anochecer, sin que el cansancio le permitiera fijarse casi en nada. De modo que ahora contemplaba la ciudad como quien regresa a ella tras una breve ausencia. Sus ojos miraban con cierta sorpresa a derecha e izquierda. Ya no era sólo el cielo sino todo lo demás, los muros de los edificios, los aleros, los carruajes, los árboles de los parques, todo se le antojaba descolorido e insípido. ¿Qué está pasando?, se preguntó. El mundo entero parecía haber perdido sus tonalidades, empalidecido como después de una prolongada enfermedad.