Sentía que una especie de frío gélido le invadía el pecho, mientras las piernas, que habían alejado obedientemente su cuerpo de la calle en que vivía, lo conducían hacia el centro de la ciudad. A un lado y a otro de la calzada, las aceras estaban desbordantes de gente, pero los movimientos de las personas eran rígidos, de una precisión malsana; igual de mezquinos le sonaron el rodar de los carruajes y un heraldo pobrecito en la plaza del Islam, que parecía proclamar el aburrimiento del mundo.
¿Qué les había sucedido a la vida, a las personas, a todas las cosas de aquí? Allí… (Mark-Alem sonrió para sus adentros sintiéndose poseedor de un secreto sagrado) allí… en sus expedientes, el mundo entero era distinto, tan hermoso y rebosante de fantasía… Los colores de las nubes, los árboles, la nieve, los puentes, las chimeneas, los pájaros, todo era más encendido y más vivo. Y los movimientos de las personas y de los objetos más libres, fluidos y armoniosos, como una carrera de ciervos a través de la niebla, desafiando a cada paso las leyes del espacio y del tiempo. ¡Qué encadenado le resultaba este mundo, qué mezquino y tedioso al lado del otro al cual servía!
Con aire ausente observaba el gentío, los coches de caballos, los edificios. ¡Todo era trivial y miserablemente entristecedor! Había sido una excelente decisión no salir en los últimos meses ni tratarse con nadie. Puede que ésta fuera la razón de que se concedieran muy rara vez permisos a los funcionarios del Palacio de los Sueños. Ahora se daba cuenta de que tampoco a él le hacía ninguna falta el día de descanso. Ni tenía objeto alguno volver a recorrer aquella ciudad desnaturalizada.
Los ojos de Mark-Alem continuaban presenciando con frialdad lo que lo rodeaba. Cada vez se convencía más de que la sensación que experimentaba no tenía nada de fortuito sino que el mundo de allá, por más que a veces lo irritara, era mucho más atrayente que el de aquí. Jamás habría imaginado que lo decepcionara tan pronto su mundo de siempre tras una ausencia de pocos meses. Había oído hablar de viejos empleados del Palacio de los Sueños que se aislaban del mundo en vida y que cuando alguna vez, por azar, se dejaban ver en sociedad, daban la impresión de estar en la luna. ¿Acabaría también él por transformarse, al cabo de unos años, en un ser semejante? Bueno, ¿y qué?, se dijo. ¡Vaya un hermoso mundo que vas a abandonar! La gente sonreía burlonamente ante los torvos funcionarios del Palacio, pero no eran siquiera capaces de imaginar hasta qué punto su propia existencia resultaba estéril y mísera a los ojos de los visionarios del Tabir.
Había llegado por fin ante el Café de las Cigüeñas, donde acudía habitualmente cuando estaba… (de modo fugaz su cerebro eludió la palabra «vivo» y después «despierto»). Había llegado pues ante el local al que acudía de forma cotidiana cuando no era más que un joven desocupado de la capital. Empujó la puerta y entró. Sin echar siquiera una mirada en torno, caminó hacia el rincón izquierdo del salón, donde acostumbraba instalarse, y se sentó en un sillón. Le gustaba aquel lugar porque, al contrario que los salones de té a la vieja usanza, los divanes y cojines habían sido sustituidos por sillones bajos tapizados de cuero muy confortables.
El rostro del patrón le pareció ceniciento.
—¿Mark-Alem? —exclamó sorprendido acercándose con la cafetera en la mano—. ¿Dónde te has metido todo este tiempo? Imaginé que estarías enfermo porque, si quieres que te diga la verdad, me resistía a creer que hubieras dejado de ser mi cliente.
Mark-Alem sustituyó la explicación que el otro le demandaba por una sonrisa. Su interlocutor sonrió también y, acercando la cabeza, le dijo en voz baja:
—Pero después me enteré de qué se trataba… El café, ¿como de costumbre con poco azúcar? —añadió al comprobar que el rostro de Mark-Alem se tornaba adusto.
—Sí, como siempre —afirmó Mark-Alem sin levantar los ojos.
Hizo lo posible por ahogar un suspiro, siguiendo con la vista el chorro de café que se vertía en la gruesa taza. Después, cuando el camarero se hubo alejado, miró con cautela alrededor en busca de los parroquianos habituales. Estaban prácticamente todos allí, el
mulla
de la mezquita vecina en compañía de dos hombres altos de los que jamás se oía una palabra; el acróbata Alí, rodeado como siempre de un grupo de admiradores; un hombre calvo y bajito, doblado como de costumbre sobre unos viejos escritos, acerca de los cuales el patrón daba explicaciones distintas, de acuerdo con su propio humor. Unas veces afirmaba que eran manuscritos antiguos que su cliente, un erudito, se esforzaba por transcribir; otras documentos de un viejo pleito perdido; otras, en fin, unos garabateos inútiles y carentes de sentido, hallados en no se sabe bien qué baúl mohoso de puro viejo.
Allí están también los ciegos, se dijo Mark-Alem. Estaban sentados en el lugar que solían ocupar, a la derecha del mostrador. ¡La que me ha caído encima con ellos!, se había lamentado un día el camarero. «Yo podría tener sin duda una clientela respetable si esos tipos, con ese aspecto repulsivo, no vinieran a diario y ocuparan, como a propósito, el lugar más visible del café. Pero qué le voy a hacer, estoy atrapado. Los protege el Estado, es imposible echarlos.» Mark-Alem le preguntó qué significaba «los protege el Estado» y entonces el patrón, que esperaba la pregunta, le relató algo que lo dejó estupefacto. Los ciegos que acudían al café no lo eran por causa de una enfermedad o algún accidente, ni tampoco por haber sido heridos en la guerra. De ser así él les daría gustoso la bienvenida en su establecimiento. Pero la causa de su ceguera era bien distinta y, por otro lado, de muy difícil explicación. Le contó que todos ellos habían sido antes personas sin tara alguna, ¡vaya si veían perfectamente!, pero sus ojos no eran como los de la gente normal sino que poseían una mirada maléfica y, como el señor Mark-Alem debía saber, el gran Estado Otomano, con objeto de defenderse a sí mismo y a todos sus súbditos, había dictado un decreto especial por el que los ojos de estos individuos debían ser arrancados, en compensación por lo cual, en su magnanimidad, el Estado les asignaba una pensión vitalicia. «¿Comprendes ahora por qué no puedo echarlos del café? Se sienten orgullosos del sacrificio de sus ojos. A saber por quién se toman a sí mismos, seguro que por verdaderos héroes.»
Mark-Alem no conocía la existencia de tal decreto y el relato del camarero, que sin duda repetía a cada uno de sus parroquianos, le pareció producto de su cerebro trastornado. No obstante se informó más tarde acerca del asunto y le confirmaron que, en efecto, el decreto existía y se aplicaba en todo el Imperio.
Era curioso, pero ni siquiera con su trapo negro mal atado sobre la frente le parecían ese día tan espantosos a Mark-Alem. Él había visto
allí
infinidad de miradas que helaban la sangre, y ahora que los recordaba, majestuosos y terroríficos a un tiempo, eran ojos que no se abrían sobre una frente humana sino en la misma orilla del cielo o en las entrañas de un monte, bañados a veces por un llanto de luna que chorreaba helado de sus bordes, como las aguas con la escarcha.
Ni aquel asunto de la condena de los hombres de mirada maléfica, que al escucharlo de labios del camarero le había producido espanto (las cartas denunciando a gente poseedora de dicha mirada podían depositarse en cualquier buzón de correos), ni la reunión mensual de la comisión estatal que, tras un examen minucioso de cada caso, decidía quiénes de entre los infortunados detenidos tenían verdaderamente ojos maléficos que debían ser extirpados, ni el mismo tormento impuesto en «aras del bien común», como se decía en el discurso tradicional que se pronunciaba ante la multitud de los recién cegados, hacían ya estremecerse como antes a Mark-Alem. A veces pensaba que al cabo de unos años no le causarían la menor impresión las maravillas ni los horrores de este mundo; a fin de cuentas no eran más que pálidas copias de los de
allí
, que habían logrado franquear la línea divisoria entre este mundo y el otro. Infierno y paraíso están juntos allí, se decía cuantas veces escuchaba las palabras
qué maravilla
o
qué horror
.
La puerta del café se abrió para dejar paso a funcionarios del consulado extranjero cuyo edificio se encontraba enfrente. Así que continúan viniendo a tomar café aquí, pensó Mark-Alem. En la mesa del acróbata se hizo un breve silencio. Antes también él acogía con cierto desconsuelo la entrada de los extranjeros y sus ojos admiraban secretamente sus indumentarias europeas, pero hoy, qué extraño, también ellos se le antojaban desprovistos de todo misterio.
Era mediodía, la hora de mayor afluencia en el café. Mark-Alem reconoció a los funcionarios de la Banca Vaki
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, que se encontraban a unos veinte pasos; después entró el policía de la esquina que, al parecer, acababa de terminar el servicio; y tras él algunos clientes desconocidos. En la mesa del acróbata y sus admiradores se dejó oír una risa apagada. Por qué no vais a reír, se dijo Mark-Alem, para vuestros cerebros huecos el mundo es un lecho de flores…
De repente, como una nube negra, invadió su mente el recuerdo de la cena, dos días atrás, en casa de su poderoso tío, el Visir. Llevaba casi un año sin verlo y cuando, al volver del trabajo, vio en la puerta de su casa la carroza con la
Q
esculpida en las portezuelas, se estremeció como siempre que la veía. Pero aún se sorprendió más cuando su madre le dijo que el Visir había enviado el carruaje para recogerlo a él y que lo esperaba en su casa.
Aunque lo recibió con cariño, a Mark-Alem le pareció fatigado y sombrío. Tenía los ojos enrojecidos, como si no consiguiera dormir. En cuanto a su lenguaje, era entrecortado, parecía tragarse la mayor parte de lo que pretendía decir. Los desvelos del poder, pensó. Su tío le preguntó por su trabajo y él, al principio con cierta torpeza, después con mayor fluidez, comenzó a contarle, pero mientras lo hacía tenía la impresión de que el Visir lo escuchaba sin concentrarse, con la mente en otra parte. Más tarde, en la soledad de su dormitorio, recordó con sonrojo aquel instante en que creía haber estado contándole algo interesante al Visir, el cual, como comprendió después, no sólo conocía de sobra todo aquello sino que sabía del Palacio de los Sueños mucho más que quienes trabajaban allí. Le habló de ello pausadamente, con frecuentes interrupciones, dejando gran cantidad de aspectos entre nebulosas y, sin embargo, durante aquella conversación Mark-Alem aprendió más sobre el Tabir que durante todo el tiempo que llevaba trabajando en él.
Estaban los dos solos, cosa que no había sucedido en ninguna otra ocasión anterior, con las tazas de café ante ellos, y Mark-Alem no alcanzaba a comprender por qué lo había hecho ir. El Visir hablaba en voz baja, atizando una y otra vez las ascuas del brasero, cuya presencia en la habitación parecía imponerse a la de Mark-Alem. Dijo algo acerca de las relaciones de los Qyprilli con el Palacio de los Sueños. Como su sobrino habría oído decir, dichas relaciones habían sido extraordinariamente complicadas durante cientos de años. Se disponía a añadir algo más, quizás acerca de los desesperados esfuerzos de los Qyprilli por acabar con el Palacio de los Sueños, cosa que Mark-Alem había oído en efecto murmurar, mas se arrepintió al parecer y durante largo rato, manejando con gestos nerviosos el atizador, se dedicó a remover las brasas—. No es ningún secreto para nadie que hace unos años el Tabir Saray se hallaba bajo la influencia de los bancos y de los propietarios de las minas de cobre —le dijo—, pero en los últimos tiempos ha vuelto a aproximarse al clan del Seyhul-Islam. Tú dirás ¿y qué importancia puede tener eso? Bien, pues la tiene, y mucha. No en vano se dice últimamente que quien tiene en sus manos el Palacio de los Sueños, posee las llaves del gobierno del Estado.
Algo había oído decir también acerca de esto, pero nunca de modo tan categórico y mucho menos de labios de una personalidad gubernamental tan encumbrada. Se quedó sorprendido y, por si aquello no hubiera bastado, el Visir le preguntó si sabía lo que se hacía con los miles de sueños que se analizaban en el Tabir Saray. Avergonzado, él se encogió de hombros para decir que no. Se sentía tan humillado en ese instante que hubiera deseado que se lo tragara la tierra. A decir verdad llegó a preguntarse en alguna ocasión: ¿Qué harán con ellos? Y de inmediato se había respondido de la forma más ingenua que, tras haber elegido el Sueño Maestro, lo mismo que se extrae el grano de las espigas, el resto de los sueños inútiles eran empaquetados y enviados al Archivo. Mas, en cuanto el Visir le planteó el interrogante, supo que era una insensatez pensar que toda aquella montaña de sueños fuera a desperdiciarse una vez engendrada la rara flor del Sueño Maestro. El Visir le explicó entonces en pocas palabras que la elección del Sueño Maestro era una de las misiones, sin duda fundamental, de los empleados del departamento y de la cual procedía su denominación. Sin embargo, los encargados del Sueño Maestro tenían también el cometido de elaborar indicaciones dirigidas a las principales instituciones del Estado, así como relaciones y estudios secretos sobre cuestiones diversas, esencialmente las psicosis que hacían presa de las diversas castas y los innumerables pueblos del Imperio.
Mark-Alem escuchaba absorto sus palabras.
—Naturalmente, el Sueño Maestro continúa siendo un elemento esencial —subrayó su tío—, tanto más en los momentos presentes y sobre todo por lo que se refiere a nuestra familia.
El Visir miró largamente a su sobrino, como para convencerse de que en verdad comprendía que los Qyprilli no se habían visto concernidos en sueños cualesquiera sino exclusivamente en Sueños Maestros.
—¿Me entiendes? —le dijo. Sus ojos se cubrieron de una pátina sombría pero chispeante—. Es sobre el Sueño Maestro donde convergen todos los…
El discurso del Visir volvió a tornarse nebuloso, repleto de vacíos intercalados.
—Corren muchos rumores al respecto —continuó—, pero a mí no me interesa si son verdaderos o falsos, lo que pretendo hacerte entender es que un Sueño Maestro es capaz de generar transformaciones importantes en la vida del Estado. —Los ojos del Visir desprendieron un fugaz brillo irónico—. Fue un Sueño Maestro el que proporcionó la idea de la gran matanza de los cabecillas albaneses en Monastir. ¿Has oído hablar de ella? Y fue asimismo un Sueño Maestro el que trajo consigo el cambio de política respecto a Napoleón y la caída del gran visir Jusuf. Y algunos otros casos… No es simple rumor que tu director, modesto en apariencia y desprovisto de títulos, rivaliza en poder con nosotros, los visires más influyentes.