En verdad no era tan sencillo: por culpa de aquellos estúpidos desconocidos podía buscarse la ruina. Los funcionarios de todos los departamentos sin exceptuar a ninguno, pero, sobre todo, los de Selección temblaban ante la sola palabra «verificación». Había oído decir que era frecuente que el autor de un sueño, enterado de algún acontecimiento real, escribiera al Tabir Saray pretendiendo haber profetizado dicho hecho por medio de su sueño. Se buscaba entonces el sueño, se lo hallaba por medio del número de registro que se adjudicaba en Recepción, se extraía del Archivo y, si era tal como su autor decía, se buscaba a los culpables de que no hubiera sido tomado en cuenta. Podía ser que los responsables resultaran ser los intérpretes, pero también podían ser los seleccionadores, por haber desestimado el sueño como inservible y en ese caso su falta era considerada de mayor gravedad: el error de un intérprete que no logra descifrar con acierto la señal era más disculpable que el del seleccionador incapaz de detectar la simple existencia de dicha señal.
Maldito trabajo, se dijo Mark-Alem, sorprendido por ese arranque de rebeldía de su conciencia. Después de todo, ¡al diablo! Escribió «sin valor» en una de las hojas, pero ante la siguiente volvió a detenerse. De forma maquinal, como no sabía qué hacer con aquella hoja que le quedaba entre las manos, comenzó a releer el texto escrito en ella: «Un terreno abandonado al pie de un puente; una especie de solar de ésos donde se arrojan las basuras. Entre los desperdicios, el polvo, los pedazos de lavabos rotos, un pequeño instrumento musical, de aspecto insólito, que sonaba por sí solo en medio del desamparo, y un toro que, enfurecido al parecer por el sonido del instrumento, bramaba a los pies del puente.»
Cosa de artistas, dijo para sí Mark-Alem; algún músico resentido que se ha quedado sin trabajo. Comenzó a escribir «sin valor» en la hoja. Sólo había escrito «si…», cuando su mirada resbaló sobre los primeros renglones que le habían pasado inadvertidos y donde estaba anotado el nombre del autor del sueño, la fecha y la profesión. Para su sorpresa, el autor del sueño no era músico sino vendedor de verduras en la capital. ¡Qué es lo que me sale ahora!, se dijo, sin poder apartar los ojos del papel. ¡Venir un maldito mercachifle a confundirme! Y además era de la capital, por lo que le sería fácil quejarse… Borró cuidadosamente lo que había escrito y agrupó el sueño con los válidos. Idiota, murmuró una vez más para sí, mirando de soslayo por última vez la hoja del sueño, como alguien a quien se hace un favor inmerecido. Mojó la pluma en el tintero y, sin releer su contenido, escribió «sin valor» en varias hojas más. Una vez extinguido su arrebato de irritación recuperó la mesura. Le quedaban aún ocho sueños, de aquellos que en una primera consideración había calificado de inservibles. Los examinó uno por uno con calma y, con excepción del primero, que apartó con los válidos, dejó el resto donde estaba. Había que ser demasiado torpe para no percibir su inspiración en los conflictos familiares, el estreñimiento o la continencia sexual forzada.
La jornada parecía no terminar nunca. Aunque ya le escocían los ojos, atrajo varias hojas del cartapacio de los sueños sin revisar y las colocó ante sí. Tenía la impresión de que se fatigaba más aparentando leer que haciéndolo de verdad. Escogió las hojas que contenían los textos más cortos y, sin prestar atención alguna a su remitente, leyó uno de ellos: «Un gato negro con la luna entre los dientes corría perseguido por la multitud, dejando en su huida el rastro sangriento del cuerpo celeste desgarrado».
Vaya, éste sí era un sueño del que merecía la pena ocuparse. Antes de incluirlo entre los válidos, lo leyó una vez más. Era verdaderamente un sueño serio, cuyo análisis sería gratificante. Pensó que, fuera como fuera, el trabajo de los intérpretes, aun siendo en extremo difícil y delicado, estaba lleno de interés, sobre todo tratándose de sueños como aquél. Él mismo, a pesar del cansancio, sintió cómo crecía su deseo de interpretarlo. Incluso no le pareció demasiado arduo. A partir del hecho de que la luna es el símbolo del Estado y de la religión, el gato negro no podía representar sino una fuerza hostil que actuaba en su contra. Un sueño así tiene todas las probabilidades de ser declarado Sueño Maestro, pensó. Se fijó en el remitente. Procedía de una lejana ciudad del extremo europeo del Imperio. Es de donde llegaban los sueños más hermosos. Lo leyó por tercera vez y le pareció aún más atrayente y significativo. Un aspecto que le parecía en particular interesante era la presencia de aquella multitud, la cual lograría desde luego dar alcance al gato negro y le arrebataría la luna de las fauces. Sin lugar a dudas, algún día terminará por ser un Sueño Maestro, se dijo y contempló con una sonrisa la hoja de papel corriente en que estaba escrito el sueño, como quien mira a una muchacha por el momento vulgar, pero a quien aguarda un destino de princesa.
Era curioso que experimentara alivio. Pensó leer aún dos o tres hojas más, pero desistió para no borrar la placentera impresión que le había proporcionado el sueño de la luna. Volvió la cabeza hacia las grandes cristaleras, tras las cuales estaba cayendo el crepúsculo. Ya no deseaba ocuparse de nada más. Su única aspiración consistía en que finalizara pronto la jornada. Aunque la luz se debilitaba rápidamente, las cabezas de los funcionarios continuaban inclinadas sobre los cartapacios. Estaba casi convencido de que, aun cuando cayera la noche y con ella las tinieblas eternas, aquellas cabezas no se alzarían jamás de allí, sin antes oír el sonido de la campanilla anunciando el final del trabajo.
Al cabo terminó por sonar. Mark-Alem recogió con presteza los papeles. En torno se escuchaba el ruido de los cajones que se abrían para guardar en su interior los legajos. Cerró el suyo con llave y, aunque fue uno de los primeros en abandonar la sala, todavía precisó un cuarto de hora para llegar al exterior.
En la calle hacía frío. Después de atravesar los accesos en grandes grupos, los funcionarios se dispersaban en distintas direcciones. En la acera de enfrente, como todas las tardes, una multitud de mirones observaba la salida de los funcionarios del Palacio de los Sueños. Entre las grandes instituciones estatales, incluyendo al Palacio del Seyhul-Islam y las oficinas del Gran Visir, el Tabir Saray era el único que despertaba la curiosidad de la gente hasta el punto de que cientos de transeúntes se detenían a diario a esperar la salida de los empleados. En silencio, con las solapas alzadas para defenderse del frío, la gente observaba a los misteriosos funcionarios que tenían en sus manos el cometido más enigmático del Estado; los contemplaban con ojos perplejos como si intentaran descubrir en sus rostros las huellas de los sueños que se esforzaban en descifrar y no abandonaban su puesto hasta que las pesadas puertas del gran Palacio se cerraban chirriantes.
Mark-Alem apretó el paso. Las farolas de las calles aún no alumbraban, pero sin duda lo harían antes de que llegara a la calle donde vivía. Desde que había empezado a trabajar en el Tabir Saray, las calles sin iluminar le producían cierto desasosiego.
Las calles estaban llenas de gente. De cuando en cuando pasaban carruajes con las ventanillas cubiertas por cortinas. El pensamiento de que en ellas viajaban sin duda hermosas cortesanas que se dirigían a citas secretas le arrancó un suspiro.
Al llegar a su calle los faroles estaban efectivamente encendidos. Era una calle tranquila, residencial, una parte de cuyas construcciones estaba rodeada de pesadas verjas de hierro forjado. Los asadores de castañas se disponían a marcharse. Algunos habían metido ya en los sacos las castañas, los cucuruchos de papel y el carbón, y esperaban al parecer que los braseros de hojalata agujereada se enfriaran un poco más. El policía de la calle lo saludó con respeto. Su vecino, el oficial retirado Be9 bey, borracho como una cuba, salía del café de la esquina en compañía de dos amigos. Al ver a Mark-Alem le murmuró unas palabras. Cuando se cruzaron sintió sus ojos clavados en él con curiosidad temerosa. Apretó el paso. Desde lejos comprobó que había luz en las dos plantas de su casa. Habrá invitados, se dijo, y no pudo evitar un estremecimiento. Al acercarse un poco más, vio junto a la puerta un carruaje ostentando el emblema de los Qyprilli, la
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tallada en las dos portezuelas de madera. Y, en lugar de tranquilizarlo, lo inquietó todavía más.
Le abrió la puerta la vieja sirvienta de la casa, Loke.
—¿Qué hay? —le preguntó Mark-Alem, señalando con la cabeza hacia las ventanas iluminadas del primer piso.
—Han venido tus tíos.
—¿Es que ha sucedido algo?
—No, nada. Han venido de visita.
Respiró aliviado. ¿Qué me está pasando?, pensó mientras caminaba a través del patio hacia la puerta interior. Siempre le había inquietado encontrar su casa con todas las luces encendidas cuando regresaba tarde, pero nunca se asustó tanto como aquella noche. Debe de ser por el nuevo trabajo…
—Han venido a verte esta tarde dos amigos tuyos —le decía Loke caminando tras él—. Me dijeron que fueras a verlos mañana o pasado mañana a ese… ese… clob o clab, o como diablos se llame.
—El club.
—Eso es, el club.
—Si vuelven a venir, diles que estoy muy ocupado y no tengo tiempo.
—Bien —dijo la servidora.
Desde el vestíbulo, Mark-Alem percibió un agradable olor a comida. Antes de entrar en el salón se detuvo un minuto sin saber por qué. Por fin abrió la puerta y entró. En la enorme estancia, cubierta por completo de alfombras, se apreciaba el aroma familiar del fuego. Habían venido dos de sus tíos maternos, el mayor con su mujer, y el menor. Estaban también dos de sus primos, ambos viceministros, que lo visitaban con frecuencia. Los saludó por turno uno por uno.
—Pareces cansado —le dijo su tío, el mayor.
Mark-Alem se encogió de hombros, como diciendo, «Qué le vamos a hacer, es el trabajo». Era perceptible que habían estado hablando de su cargo antes de que llegara. Miró a su madre, que permanecía sentada con las piernas recogidas junto a uno de los grandes braseros de cobre. Ella le sonrió muy levemente y sólo entonces sintió él que se liberaba por completo de la angustia. Se sentó en un extremo del diván, esperando el momento en que la atención se apartara por fin de su persona. Así fue, pasados escasos instantes.
El mayor de sus tíos reanudó el relato de algo que Mark-Alem había interrumpido al parecer con su llegada. Era gobernador en una de las zonas más lejanas del Imperio y, cuantas veces acudía por motivos de su función a la capital, traía de allí abundantes y brutales relatos que a Mark-Alem le parecían idénticos a los que había narrado durante la visita precedente. Su mujer, de aspecto endeble y rostro satisfecho, escuchaba con atención el relato de su marido y miraba alternativamente a los presentes como si les dijera: «¿Os dais cuenta dónde vivimos?» No cesaba nunca de quejarse del clima de aquella tierra, del trabajo agobiante de su marido, y en sus palabras se percibía un constante y sordo resentimiento hacia su cuñado, el mediano de los tres hermanos, el Visir, según todos le llamaban. Como ministro de Asuntos Exteriores, ostentaba el puesto más encumbrado entre los Qyprilli, y ella, en su fuero interno, lo culpaba por no haberse interesado lo suficiente para que su hermano regresara de una vez a la capital.
El tío menor escuchaba con una sonrisa displicente a su hermano. Mientras el mayor de los tres le parecía a Mark-Alem como un bronce envuelto en una leve capa de la aspereza y el fanatismo de la vida de provincias, sentía por el contrario una creciente inclinación por el menor. Rubio, de ojos claros, con bigotes rojizos y aquel nombre germano-albanés, Kurt, decían de él que era la oveja negra de la familia Qyprilli. A diferencia del resto de sus hermanos nunca se había molestado en perseguir un puesto de importancia, muy por el contrario, siempre se lo encontraba en actividades un tanto sorprendentes que por otra parte abandonaba con rapidez: desde la oceanografía a la arquitectura, incluyendo la música, su más reciente afición. Solterón empedernido, montaba a caballo en compañía del hijo del cónsul austriaco y, según se decía, intercambiaba cartas de amor con numerosas y misteriosas damas; en una palabra, llevaba una vida tan placentera como estéril y desde luego opuesta a la de sus hermanos. Mark-Alem soñaba con imitarlo, pero presentía que iba a ser incapaz. Recobrada por completo la serenidad, mientras escuchaba distraído la conversación de sus dos tíos, Mark-Alem imaginaba el carruaje que los había traído y ahora los esperaba fuera, aquel carruaje que, cuantas veces se aparecía ante él, le producía una sensación de alegría y terror a un tiempo, pues con él habían llegado siempre hasta su casa lo mismo las buenas noticias que los desastres.
El «Palacio», tal como los miembros de la familia denominaban la residencia principal de los Qyprilli, poseía numerosos carruajes, pero eran todos idénticos y para Mark-Alem constituían uno solo, la carroza del júbilo y la fatalidad, con aquella
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esculpida en las portezuelas, que portaba desde la residencia principal al resto de los hogares de la gran familia igual el esplendor que el luto. Se había tratado repetidas veces de aquella
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, de sustituirla por una K, de acuerdo con la ortografía oficial otomana de su apellido —
Koprülü
—, mas la familia se había opuesto siempre y habían conservado la
Q
junto con el resto de las letras del apellido, según el alfabeto de la lengua albanesa.
—De modo que has entrado en el Tabir Sarayse —dirigió a él su tío mayor, que había terminado al fin su relato—. Por último te decidiste.
—Lo decidimos todos juntos —intervino su madre.
—Habéis hecho bien —aprobó el tío—. Un trabajo estimable, un lugar importante. Que tengas éxito.
—Ojalá —añadió la madre—. ¡Dios te oiga!
Sus dos primos se incorporaron a la conversación. Escuchándolos, Mark-Alem recordó los interminables debates acerca de su futuro empleo que concluyeron con su entrada en el Tabir. Si alguien ajeno a la familia los hubiese escuchado habría quedado con la boca abierta: ¿tanta minuciosidad era precisa para determinar el empleo de un vástago de los Qyprilli?, la ilustre familia que había dado al Imperio, no sólo cinco primeros ministros sino una infinidad de ministros, almirantes, generales, dos de los cuales habían dirigido las campañas de Hungría, otro la de Polonia y un tercero la invasión de Austria; la familia que incluso ahora, en su relativa decadencia, continuaba siendo uno de los pilares del Imperio, la primera que había planteado la idea de reorganizar el inmenso Estado, transformándolo en EEUUO (Estados Unidos Otomanos), la única familia, además de la dinastía imperial, que figuraba en el
Larousse
, en la letra
K
, en los siguientes términos:
Koprülü: antigua familia albanesa de la que cinco de sus miembros fueron de 1656 a 1710 grandes visires del Imperio Otomano
, la familia a cuya puerta llamaban medrosos altos funcionarios del Estado para demandar protección, ascensos o intercesión para lograr clemencia.