El olor de la magia (11 page)

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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: El olor de la magia
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—Demasiado tarde —dijo la madre—. Lo llamé ayer. En estos momentos está de camino de vuelta.

Morpet suspiró.

—Sé lo difícil que puede ser esto —le imploró—, pero no debe volver a casa. Dile que se vaya a un lugar desconocido para ti, para Raquel y para Eric: un sitio que nunca se haya mencionado en esta casa.

La madre miró a Morpet con furia.

—Si nosotros somos semejante riesgo para Raquel, ¿qué pasa contigo? Tú eres ahora un hombre normal y corriente. Sin magia, ¿no estás jugando con la vida de Raquel al acompañarla?

Morpet no dijo nada, y fue Raquel quien contestó.

—Mamá, necesito a Morpet conmigo. Lo necesito. —Raquel se encontró con la intensa mirada de su madre—. Morpet cuidó de sí mismo en Itrea, y de mí y de Eric. Si vienes conmigo estaré preocupada. Todo el tiempo.

La madre asintió lentamente, y los cuatro se encaminaron hacia el vestíbulo. Durante un rato, la madre permaneció frente a la puerta de la casa. Finalmente, su cuerpo entero pareció derrumbarse. Apoyándose en cada uno les dijo unas palabras casi inaudibles entre sus sollozos. Entonces abrió la puerta. Sus manos se demoraron un poco en las cabezas de los niños cuando la cruzaron.

—Enciérrate, mamá —le dijo Raquel con voz suave.

La madre no cerró la puerta. Simplemente se quedó donde estaba, asida al marco como si estuviese montando guardia y sin apartar la mirada de sus niños, como si así pudiera mantenerlos a cubierto.

—Cuidaré de ellos —prometió Morpet.

Raquel miró a su alrededor con ansiedad. Fuera la furgoneta del reparto de la leche avanzaba lentamente por la calle seguida de un perro callejero. Aún era demasiado temprano para que los niños fuesen a la escuela.

Los tres avanzaron tímidamente a lo largo del camino hasta la verja, mientras examinaban el pálido cielo nublado.

—Parece seguro —dijo Morpet—. ¿Puedes detectar alguna magia?

—No —dijo ella—. Pero no quiero que estemos aquí fuera expuestos como si fuéramos tontos. Estad preparados.

Morpet cerró los ojos con tanta fuerza que le dolió. Eric sonrió abiertamente.

Como habían acordado la noche anterior, Raquel los convirtió a los tres en gorriones comunes. Había aprendido a usar los hechizos de transformación en Itrea, pero era algo muy complejo y requería de toda su concentración. Los transportó a un punto alto por encima de la casa. Morpet parecía incómodo y casi se fue directo contra un árbol. Eric, por su parte, aceleró con facilidad, como si soliera volar cada día antes del desayuno.

—Vamos —dijo Raquel—. No puedo escondernos con esta forma durante mucho tiempo. Tenemos que ir deprisa.

Raquel los llevó por las calles cercanas. Volaban a ras del suelo, más rápido que cualquier pájaro, aunque no tanto como para que Raquel pudiera perderse ni un solo rastro de olor a magia. Sus aletas del olfato oscilaban delicadamente a cada lado del pico.

—Uf, son extrañas —dijo Eric mirando las temblorosas aletas. Se asomó por debajo del ala—. ¿Por qué escuela empezamos? ¿Por la nuestra?

—No, más lejos —dijo ella—. No hay nada por aquí alrededor.

Descendieron en picado cruzando la ciudad, rodeando unas cuantas escuelas infantiles y de secundaria. El día escolar estaba empezando, los niños se juntaban en grupos de juego, asistían a asambleas o a sus primeras lecciones. Raquel no detectó nada inusual, así que buscaron en otras ciudades.

Eric empezó a trinar, un trino raro que ningún otro gorrión había cantado nunca.

—Permaneced cerca de mí —dijo Raquel—. He encontrado algo.

Tras detectar un rastro mágico familiar a unos ciento treinta kilómetros de distancia, Raquel los transportó hasta allí. Eric cerró el pico cuando pasaron por encima de una gran escuela primaria. Sus edificios de ladrillo rojo parecían ordenados y silenciosos. Descendiendo aún más, Raquel voló a la altura de las ventanas del tercer piso.

Eric dio un golpecito en el ala de Raquel.

—¿Qué es eso?

Dentro de un aula todos los niños y niñas estaban sentados en actitud atenta.

—No veo nada extraño aquí —dijo Morpet.

—Compruébalo de nuevo —le dijo Raquel.

Al volar más cerca, Morpet se dio cuenta de que reconocía a uno de los alumnos.

—¡Paul!

Morpet entrecerró sus agudos ojos de pájaro. Paul y el resto de la clase miraban a la profesora. La maestra permanecía de pie, dándoles la espalda a los alumnos. Había dibujado en la pizarra un autorretrato de cuerpo entero. En una mano sostenía con tensión un bolígrafo; sus nudillos estaban blancos por la extrema fuerza con que lo agarraba. En la otra mano tenía un borrador, listo para ser usado. Tras ella, en la mesa, la maestra había puesto sus zapatos. Y al lado de sus zapatos, pulcramente plegado, había puesto también un pulóver, varias cintas del pelo, una pulsera, anillos y un pañuelo para el cuello.

Morpet miró fijamente el dibujo que la maestra había hecho de sí misma. Los pendientes y algunos objetos de los que estaban sobre la mesa habían sido borrados del dibujo, toscamente suprimidos.

—¿Qué está pasando? —susurró Eric.

—Vamos a ver. —Raquel utilizó un hechizo de ocultación para pasar a través del cristal, y los llevó a la parte de atrás del aula.

—Respuesta equivocada de nuevo, señorita —oyeron que decía Paul—. ¿Y se hace llamar profesora de matemáticas? Seguro que puede hacerlo mejor que eso. —Les guiñó un ojo a sus amigos—. ¿Qué borraremos esta vez, eh?

Todos los alumnos miraban a la maestra con una mezcla de terror y fascinación. La mayoría estaban pasmados, sin saber qué hacer o qué pensar. Algunos de los más atrevidos flanqueaban a Paul.

—Basta —dijo una niña de la primera fila de la clase—. Ya es suficiente, Paul.

—Aún no. Aún no es suficiente —refunfuñó a la defensiva—. ¿Qué pasa contigo? Solo es un poco de diversión. No voy a hacerle daño. —Miró a la maestra—. Sus gafas esta vez, señorita.

Temblando ligeramente, la maestra borró las gafas de la pizarra. Entonces, con un gesto rápido se quitó las gafas que llevaba y las puso sobre el escritorio, al lado de los otros objetos.

—¿Simplemente vas a dejar que siga haciendo eso, Raquel? —gruñó Eric—. ¡No te quedes ahí sentada! ¡Haz algo tú o lo haré yo!

—Espera —dijo Morpet.

—¿A qué tengo que esperar? —preguntó Eric enojado.

—A lo que va a venir, que es peor. Raquel, ¿detectas a bruja?

—Ella asintió con gravedad.

—Es Calen, y ahora está fuera de mi alcance.

—Mantened la calma, los dos —advirtió Morpet.

—¿Que mantenga la calma? —protestó Eric—. ¿Qué le está haciendo Paul a esa maestra?

—Solo le está machacando un poco su dignidad —dijo Morpet—. Dudo que Calen se quede satisfecha. Seguid mirando.

Paul se arrellanó en su silla.

—Pruebe con esta, señorita. Cuarenta y siete veces trescientos cincuenta y cinco. No es tan difícil.

—No estoy… segura —dijo ella sin apartar la mirada de la pizarra—. Paul, por favor, no me hagas esto. Yo…

—Solo tiene que responder a la pregunta —le dijo Paul con una voz que temblaba ligeramente.

El resto de los alumnos permaneció en silencio. Todos observaban nerviosos a su maestra.

—Son… son… ciento setenta mil seiscientos cuarenta y dos. —Y al decirlo, se estremeció al darse cuenta de que la respuesta era errónea.

Paul la miró incómodo y se volvió hacia sus compañeros en busca de apoyo, pero no encontró ninguno. En medio del silencio podía oírse a la maestra sollozar levemente.

—Bueno, vale, ya he captado el mensaje —dijo Paul encogiéndose de hombros y evitando las miradas acusadoras de sus compañeros de clase—. Ya paro.

El brazo de la maestra, que aún sujetaba el borrador, cayó a un lado del cuerpo.

Entonces, rápidamente, salió disparado hacia arriba. En un ataque de frenesí, acercó el borrador a la pizarra y borró su cuerpo entero.

Paul, que parecía asustado por primera vez, miró vacilante por toda el aula.

—No, Calen —dijo—. Esto ya no es divertido.

Una voz gélida retumbó, recorriendo la habitación en todas direcciones.

—¿De verdad? Pues yo creo que sí. Continúa con el juego.

Paul meneó la cabeza.

—No. Ya he tenido suficiente, Calen. De verdad, yo…

—¿Suficiente? —se rió la voz. Las gafas, los zapatos y el resto de los objetos que estaban en la mesa salieron disparados contra las paredes—. ¿Tú crees que ya es suficiente?

De repente, una gruesa serpiente amarilla se enroscó alrededor de la cintura de la maestra. Ella intentó librarse, pero su cuerpo ya no estaba bajo su control.

—¿A qué esperas? —Eric estaba que echaba humo, y Raquel miró a Morpet con un gesto de incertidumbre.

—No pierdas los nervios —dijo Morpet—. Eso solo significará tener que luchar. La bruja quiere que Paul vaya más allá. Debemos estar listos para intervenir solo si tenemos que hacerlo.

Paul miró la serpiente con incredulidad.

—Oye, ¿qué pasa, Calen? Esto no forma parte del juego que acordamos.

—Tú has dejado de jugar —dijo la voz—. Por lo tanto, he cambiado las reglas.

La serpiente estaba enroscada en el torso de la maestra. Se deslizó por su cuello y por su pecho y rodillas. Al llegar al suelo levantó el cuerpo y extendió la cabeza como si fuese una cobra y miró a Paul fijamente.

—Acaba el juego —siseó la serpiente.

—No —objetó Paul—. Dijiste que podía hacer lo que quisiese. Esto es solo un castigo. Quiero parar.

—Pero
yo
no quiero que pares —dijo la serpiente—. Y esto no es un castigo, Paul. El castigo real es el miedo en su grado más alto. Házselo sentir a la maestra. —La serpiente avanzó rápidamente hasta que su cabeza quedó a unos cuantos centímetros de la nariz de Paul—. ¿Me has oído? ¿O estoy perdiendo mi tiempo contigo? ¡Quizá pueda castigarte a ti también!

—No, por favor —imploró Paul—. Por favor, no. Haré lo que tú quieras.

—¿Lo harás? —La serpiente le susurró una orden.

—No haré eso —lloriqueó—. No, no puedo. No me obligues a eso.

—Pero tú quieres hacerlo —dijo la serpiente en un tono seductor—. Me dijiste que no te gustaba esta maestra. ¡Pues ahora
muéstrame
cuánto te disgusta!

Paul se apartó de la serpiente. Pero esta lo siguió hasta el final del aula, cerca de donde estaban ocultos Raquel, Eric y Morpet.

—No malgastes mi tiempo —le urgió la serpiente—. ¡Simplemente haz lo que te digo! —La voz se volvió impaciente—. ¿Por qué no disfrutas de esto? ¿Qué te lo impide? Tienes a un adulto indefenso a tu merced. No vaciles, Paul. Estás cerca del final. Un pasito más. Es tan fácil.

—N-no… puedo —dijo Paul con expresión agonizante. Apenas podía levantar la cabeza—. Es que… Yo no… —Empezó a llorar sin importarle lo que pensaran sus compañeros de clase.

—¡Basta! —exclamó con furia la serpiente.

Paul no podía esconder las lágrimas. Le manaban de los ojos a chorro.

—¡Eres un desgraciado inútil!

Un escalofrío atravesó los anillos de la serpiente. Al instante siguiente Calen estaba de pie, en toda su altura, inspeccionando el aula con desdén. Nylo se deslizaba en una apretada espiral amarilla alrededor de su cuello. Los niños se quedaron de piedra, incapaces de moverse. Calen los ignoró, caminó como loco por toda el aula, dando puntapiés a las sillas y los pupitres vacíos. Se acercó a la maestra, liberándola de los hechizos que la mantenían frente a la pizarra. Temblando de manera descontrolada, la maestra se volvió y, al ver a Calen, las piernas se le doblaron. Divertida, Calen esperó hasta que la maestra se hubo sentado en su silla con mucho esfuerzo.

—Te desprecio —dijo Calen—. Todo lo que les has enseñado a estos niños es el respeto por la debilidad.

Vacilante, la maestra se incorporó. Durante unos segundos simplemente observó aterrorizada a la criatura que tenía frente a ella. Entonces, con tanta dignidad como era capaz de mostrar, puso las puntas de sus dedos en el escritorio para controlar su temblor y miró fijamente a los ojos tatuados de Calen.

—Lárgate. Nadie te quiere aquí.

Calen valoró a su rival. Caminó hasta la
pizarra,
sacó sus garras e hizo trizas la superficie.

—¿Sabes lo que puedo hacerte?

—Ya he visto lo suficiente para hacerme una idea —dijo la maestra. Su blusa estaba rasgada, sus ojos todavía estaban enrojecidos por las lágrimas, pero su voz se mantenía firme—. Paul no quiere seguirte. Ni tampoco el resto de los niños; por lo menos no de buena gana. Seas lo que seas, vuelve allí de donde has venido.

Presa de un ataque de ira y frustración, Calen atravesó el muro con su garra.

—¡Nada me gustaría más! —Miró con fiereza a Paul—. Sin embargo, antes que nada, este niño deberá aprender a hacer lo que le dicen y cuando se lo dicen, sin discutir. —Se volvió hacia la maestra—. Es hora de que enseñes a tus queridos alumnos un nuevo tipo de lección.

—¿Qué vas a hacer?

—Nada complicado —dijo Calen—. Los niños solo entienden las amenazas simples. Levántate.

La maestra no tenía ninguna magia con la que luchar. Se levantó en seguida.

—Camina hacia la ventana —ordenó la bruja. Sin vacilar un solo instante, la maestra empujó su silla hacia atrás y anduvo hacia la ventana.

—¡Déjanos en paz, Calen! —advirtió Paul.

—Ah, un desafío —gritó ella—. ¡Al fin! Deténme, si puedes. —Y entonces, dirigiéndose a la maestra, dijo—: Abre la ventana y súbete al alféizar.

La maestra obedeció. Quitó el pestillo, abrió la ventana de par en par, se subió al alféizar y observó atentamente el patio de recreo,
a
veinte metros por debajo de ella.

—¿A qué esperas? —le dijo Calen a la maestra. Agitó una garra con impaciencia—. No te quiero en esta clase ni un segundo más.

—¡No, señorita! —intervino Paul—. ¡Bájese de la ventana!

—Cerrando los ojos, utilizó un hechizo para cerrarla de golpe.

—¡Bien! —dijo Calen—. ¡Hazme frente! Así es como te lo he enseñado. ¿Vas a seguir cada paso del método? Muy bien.

Iguala mis hechizos.

La maestra, con un grito estrangulado, abrió la ventana de nuevo y dio un paso en la estrecha cornisa.

—¡Raquel! —explotó Eric—. ¿Qué estás haciendo? ¡Debemos ayudarla!

—¡Preparaos! —dijo Morpet.

La maestra flexionó las rodillas y se apoyó sobre los dedos de los pies, lista para lanzarse.

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