Read El olor de la magia Online
Authors: Cliff McNish
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
Mientras Raquel se preguntaba cómo consolar a aquella madre angustiada, un nuevo olor la golpeó. Era diferente del resto. Este olor era profundamente rico e inmenso, como si un gran grupo de niños muy dotados se hubiera reunido para provocarlo. Por primera vez Raquel se sintió verdaderamente asustada. ¿Podría ser la magia de
un solo
niño?
«Investiga», aconsejó alguno de sus hechizos. «Huye», sugirió el resto.
Raquel se desplazó hacia el olor. Se movió rápidamente, dejó atrás Francia, bordeó España y prosiguió hacia el sur hasta alcanzar un nuevo continente: África.
El calor sofocante del desierto del Sahara ardió bajo ella. Voló a una velocidad casi imposible rozando las dunas de arena, y de repente se dio cuenta de que solo con sus hechizos era imposible alcanzar esa rapidez. Algo había detectado su presencia.
Eso
supo que ella estaba allí, y la atraía hacia sí. Era un poder colosal, inquietante, que la arrastraba imparable hacia su propio dominio.
Cuando llegó a su destino, Raquel sintió como si la arrancaran del cielo.
Tambaleándose, deslumbrada, en ese instante Raquel no era más que una niña asustada intentando ocultarse. Estaba de pie en un poblado nigeriano, al lado de una choza circular. La choza estaba hecha de ladrillos de barro mezclados con paja, y a la sombra de una de sus paredes había un bebé sentado sobre la tierra cocida. Estaba cubierto por una miríada de preciosas mariposas amarillas. Docenas de ellas descansaban satisfechas sobre sus dedos, sus pies, sus cabellos. Se sostenían como una suerte de joyas en los lóbulos de sus orejas y en sus párpados. La visión de tantos insectos podría haber resultado grotesca, pero instintivamente Raquel comprendió que habían sido llamados por el bebé. Este pequeño muchacho era la fuente de toda la asombrosa magia que la había arrastrado hasta allí.
Tan pronto como vio a Raquel, el niño sonrió. Fue una simple y genuina sonrisa infantil de bienvenida.
—Yemi —dijo apuntándose a sí mismo con orgullo—. Yemi.
Raquel gritó de felicidad, como si un asombroso sentimiento hubiese surgido de su interior. Venía de Yemi. Solo era
capaz
de pronunciar unas pocas palabras, pero sus hechizos supieron ofrecerle una buena bienvenida. La magia fluía libremente de él, anhelante e instintiva, feliz de saber por fin que no estaba sola en el mundo.
Sin pensarlo, Raquel echó a correr, cogió en brazos a Yemi y lo lanzó al aire.
Por un instante el niño flotó por encima de la cabeza de Raquel, sin caer. Dando pataditas con sus pies desnudos, se esforzaba por mantenerse en el aire. Pero cuando por fin cayó, lo hizo de manera tan desvalida como cualquier otro bebé. Raquel lo cogió en brazos mientras le susurraba su nombre al oído; sus orejas aún estaban atestadas de mariposas. Él hizo que las Bellezas de Camberwell volaran hacia ella y se pusieran a revolotear, adornando su pelo con su delicadeza dorada.
Entonces, un grito ahogado procedente de la choza hizo que Raquel se volviera.
Yemi se rió entre dientes.
—Fola —anunció.
Raquel vio a una muchacha en el umbral de la choza, aferrada al marco de la puerta. Su pelo estaba lleno de trenzas y embadurnado de harina. Miraba a Raquel fijamente, aparentemente atemorizada.
—Hola —dijo Raquel retirando los colores de sus hechizos de sus ojos para evitar asustarla—. Lo siento si te he asustado. ¿Me has visto llegar justo ahora?
La niña tenía dificultad en entender el lenguaje de Raquel.
Finalmente, asintió.
—¿Quién eres? —preguntó en un precario inglés con mucho acento—. ¿Qué quieres de nosotros? —preguntó con amabilidad y enorme curiosidad mientras contemplaba la ropa, la piel y los cabellos de Raquel.
Otra voz, mucho más áspera, procedente del interior de la casa, gritó algo, y Fola fue arrastrada por el cuello. Ella se resistió, deseando claramente quedarse con Raquel.
—¿Está ahí tu mamá? —preguntó Raquel—. ¿Está asustada? No debería. No quiero dañar a Yemi. Por favor, si…
La voz de la choza retumbó amenazadora.
—¡Vosotros dos! ¡Estáis asustando a mamá! —dijo Fola—. ¿Te vas a llevar a Yemi lejos de aquí?
—Claro que no —dijo Raquel—. ¿Eres su hermana?
—Aquí lo tenemos muy bien escondido —murmuró Fola—. Yemi no debe estar fuera. Mamá lo mantiene dentro, pero entonces se escapa. —Miró a Raquel inquisitivamente—. Él sabía que vendrías. —De nuevo tiraron de ella al interior—. ¡Yemi, ven! —insistió Fola.
La niña extendió un brazo hacia él, pero Yemi no quería separarse de Raquel. Se abrazaba a ella con fuerza mientras le lanzaba puntapiés a su hermana.
—No, haz lo que dicen —dijo Raquel—. Volveré pronto. —Su magia envió ondas de certeza hacia él.
Tras una breve rabieta, Yemi se dejó coger entre los brazos de Fola con una cierta resistencia.
—Ella no quiere que vuelvas —dijo Fola con tristeza—. Mamá lo ha dicho. No vuelvas. Déjanos en paz. —Pero mientras tanto, y tras meter a Yemi dentro de la choza, le mostró una breve sonrisa a Raquel. Cerró la puerta y dentro empezó una feroz discusión.
Raquel se alejó de la casa sintiendo aún el cosquilleo de placer que le había producido el encuentro con Yemi. Durante unos minutos flotó en las capas altas del cielo, pensando en él. Su magia era tan vehemente, tan alegre. ¿Era él el único?
Antes de que pudiera buscar respuesta a ese tipo de preguntas otro rastro de magia llamó su atención. Quería descansar, volver a casa y discutir con Morpet lo que había visto. Sin embargo, no quiso ignorar un olor tan poderoso, y esta vez tenía algo que le resultaba familiar. Utilizó un hechizo de cambio y apareció en Alejandría, Egipto.
Allí, en el ancho puerto donde el río Nilo se encuentra con el Mediterráneo, había un enorme caos entre los pescadores. Eran hombres duros, curtidos en los riesgos del mar, pero nada en sus vidas los había preparado para aquello.
Desde las húmedas cubiertas de sus barcos, los peces capturados ese día se deslizaban de un lado a otro atacándolos.
Raquel vio en seguida la causa de todo aquello: en el malecón, cerca del bajío, había un muchacho de pie, gordo, con el pelo puntiagudo.
—¡Paul! —Se trasportó junto a él—. ¿Qué estás haciendo? ¡Deténte!
Él se volvió hacia ella con una expresión de desaliento.
—¡N-no p-puedo! ¡N-no me atrevo!
Paul estaba temblando, parecía luchar contra sus propias manos, que danzaban en el aire orquestando la agresión de los peces con sus dedos.
—¡Aléjate de mí! —suplicó—. Podría… ¡No! ¡No!
De repente hizo un gesto brusco con ambas manos y todos los peces saltaron de las barcas en dirección a Raquel.
Con gran rapidez, Raquel creó dos hechizos: uno para desviar a los peces hacia el agua; otro para librarlos de la furia que experimentaban.
—¿Qué está pasando? —preguntó Raquel—. Paul, ¿quién está haciéndote esto?
Antes de que pudiera contestarle sintió que su cuerpo era arrastrado. En un instante, Paul estaba frente a ella; al segundo siguiente se había desvanecido, y como antes, el rastro de magia desaparecía.
Los pescadores miraron a Raquel desde los barcos vacíos.
Algunos peces habían aterrizado cerca de ella. Abrían y cerraban la boca, y en sus blandas mandíbulas Raquel vio algo que le resultó muy reconocible: dientes; dientes curvados, triangulares y negros, los dientes de una bruja.
Cayó de rodillas sobre las tablas del malecón, respirando con dificultad.
«Dragwena está muerta», se dijo. «Lo sabes. Ella está muerta».
Pero ningún pez en la Tierra había tenido nunca semejante boca, con aquellos dientes curvados. Su negrura y su forma triangular solo podían significar una cosa: otra bruja rondaba por allí.
Los primeros tres niños, reflexionó, usaban una magia bastante inofensiva. El tipo de magia de Paul era el mismo que había visto con el Labrador: un uso deliberadamente cruel de los hechizos. Pero ahora estaba segura de que Paul no era el principal responsable.
Raquel no podía quedarse para detener la miríada de peces saltando sobre el malecón.
Transportándose rápidamente hacia casa, había hecho ya más de medio camino cuando un nuevo rastro de olor a magia le golpeó los sentidos. Venía desde la otra parte del mundo. En lo alto del cielo, Raquel dudó, quería tanto ignorar aquel olor y volver a casa… Ahora más que nunca estaba preocupada por dejar a Morpet, a Eric y a su madre sin su protección. Sin embargo, algo en ese olor hacía que no pudiese ignorarlo.
Siguiendo el rastro de la magia hacia el sur, Raquel cruzó el ecuador y se adentró cada vez más en el hemisferio sur, dejando muy atrás el calor del sol.
Y aterrizó en un cementerio chileno. Era de noche en esa parte del mundo, e invierno. Hacía poco que había nevado. Raquel se transformó rápidamente en el primer pájaro que asoció al clima frío —un petirrojo—, esperando mezclarse entre ellos. Hinchando las plumas del pecho, echó una mirada a su alrededor. El cementerio era enorme. Había lápidas abandonadas en el suelo y otras se izaban formando extraños ángulos, como si las almas muertas de debajo hubieran intentado salir en busca de un lugar más confortable. La luna llena se asomaba por el horizonte. Alrededor de Raquel, el olor de la magia se concentraba con una intensidad casi intolerable. «Seguro que esta vez no es otro niño», pensó. «Debe de ser una bruja. ¿Una trampa?»
Se deslizó con cautela entre aquellas lápidas mortuorias llenas de musgo. Nada se movía en el cementerio. No había nadie en aquel desierto de tumbas, nadie caminaba por los senderos que se abrían entre ellas. Raquel revoloteó nerviosamente de un árbol a otro. Las ramas estaban demasiado llenas de nieve, y crujían bajo sus garras. De repente deseó una señal de vida humana —cualquier señal— una voz, o incluso una huella que indicase que realmente alguien visitó alguna vez aquel lugar. Pero no había ninguna señal tranquilizadora. La nieve
abrazaba
la tierra como sí siempre hubiera estado allí, y la luna miraba a Raquel desde los espacios que separaban las tumbas. Todo estaba completamente quieto y helado y en silencio.
De improviso Raquel se encontró frente a una estatua extremadamente hermosa en el centro del cementerio. Era un ángel de piedra.
Había más ángeles colocados aquí y allí, pero este en particular era diferente. Parecía nuevo —recién hecho— y el trabajo del escultor era tan preciso que las suaves líneas de su rostro eran prácticamente humanas. Curiosa, Raquel voló con cautela en su dirección.
Era una estatua de un ángel hembra —de una niña— y se arrodillaba en el suelo con la misma exactitud con la que lo haría una muchacha viva. Pero entonces Raquel se dio cuenta de que no tenía alas. Y en lugar de tener las manos en la usual actitud de rezo, la muchacha de piedra tenía los brazos cruzados. Parecía, pensó Raquel, que estuviera aburrida. Miró alrededor. Allí no había niños, o brujas, nada que temer; había solo una magia poderosa, centrada en esa rara estatua. Raquel se deshizo de su forma de petirrojo, se acercó a solo unos centímetros de su cara y extendió la mano. —No me toques —susurró el ángel.
Raquel se quedó helada mientras veía cómo aquellos párpados de piedra se abrían lentamente. El resto de la cara de la niña permanecía quieto. Durante un instante las dos niñas simplemente se miraron: piedra y carne. Entonces Raquel sintió que algo sondeaba su mente. ¿Un saludo de bienvenida similar al de Yemi? No, concluyó. Era algo infinitamente más siniestro que eso: un hechizo de medida, intentando valorar el poder de su magia.
Raquel la previno, y vio como los ojos de la muchacha se abrían de par en par.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó la muchacha intentando disimular su sorpresa. Su voz era inexpresiva, cortante y poco amigable, y no tenía miedo alguno del don mágico de Raquel—. Dime cómo has bloqueado mi hechizo —insistió—. Vamos, escúpelo.
—¿Y qué pasa si me niego?
—Te haré daño, te lo advierto. —La muchacha observó con interés la reacción de Raquel.
—¿Hacerme daño? —Raquel intentó parecer indiferente—. ¿Por qué querrías hacerme daño?
—Porque podrías atacarme, ese es el porqué.
—Si ni siquiera sé quién eres.
—El objetivo designado, quizá —dijo la muchacha mientras se encogía de hombros—. Debo tener cuidado. Tú eres fuerte, como yo, puedo verlo. ¿Has probado ya tus hechizos en otros niños? Ya sabes, ¿has experimentado con ellos?
—¿Experimentado? —Raquel sintió que su corazón se aceleraba.
—Oh, venga, no seas cobarde —suspiró la niña—. No me digas que te da corte utilizar tu magia con otros niños. ¡Qué niña tan
buena
debes de ser! ¡Qué decepcionante!
Disolvió su cuerpo de piedra y se puso de pie, girando sobre la nieve para desplegarse.
Ahora Raquel podía decir que ambas tenían la misma edad y altura. En todo lo demás eran diferentes. De complexión angulosa y pálida, las muñecas huesudas y los dedos delgados de la muchacha sobresalían de su jersey gris. Su pelo suave era perfectamente blanco —casi transparente— y le caía con languidez sobre los hombros estrechos. Las cejas le blanqueaban, casi ralas, y brillaban a la luz de la luna. Pero el rasgo más asombroso de la muchacha eran sus ojos. Eran de un azul descolorido, pero más luminosos que ninguno de los que Raquel había visto nunca.
—Soy Heiki —dijo la niña—. ¿Qué vas a hacer conmigo, Raquel?