Read El olor de la magia Online
Authors: Cliff McNish
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
Heebra sonrió.
—Bien. ¿Quién debería liderar el grupo de avanzadilla?
Calen titubeó.
—Una sorpresa más para Larpskendya —dijo Heebra—. ¡Yo lideraré el grupo! Nunca se esperará algo así. Dirigiré el viaje hasta la Tierra yo misma. Vamos. Tenemos que darle las instrucciones a la Hermandad y explicarle nuestro plan.
Heebra sabía que el viaje sería largo. Para acompañarla seleccionó solo a las brujas más resistentes y leales. En pocos días finalizaron los preparativos para la partida, y las brujas escogidas, bien alimentadas y listas, invocaron juntas a los vientos y a los relámpagos en una enorme tempestad que alcanzaba el límite del espacio. Impacientes, esperaban la señal de partir.
Primero, Heebra liberó a las gridas, dispersándolas en todas direcciones simultáneamente. Guiadas por su líder, Gultrataca, las gridas se agruparon en equipos de caza, aullando alegremente. Sus cuerpos fornidos y musculosos mostraban todo su poder.
Cuando se hubieron marchado, Heebra les hizo un gesto a las de la avanzadilla para que iniciaran su viaje a través del espacio oscuro. Contemplando a sus mejores brujas marchando juntas, Heebra recordó las gloriosas guerras del pasado. Sintiéndose más joven que nunca, se colocó al frente y, como el grupo se desplazaba en una grácil formación desde Ool, Heebra empezó a meditar sobre todo lo que había aprendido acerca de la chica, Raquel.
Gracias a Dragwena, ahora conocía la magia de Raquel. Al llegar a la Tierra sería fácil encontrarla. Y durante el viaje tenía toda una eternidad para decidir de qué manera asesinarla.
Morpet estaba tendido en su cama totalmente vestido, alerta, esperando. Aun así, casi no pudo oír aquel sonido tan débil. Era el leve roce del cabello de alguien contra el techo.
Abrió la puerta de su cuarto de golpe y observó con detenimiento. Raquel flotaba en el pasillo. Su melena parecía estar sujeta al techo. Debajo, su cuerpo, envuelto en un camisón amarillo pálido, se balanceaba de manera pausada. Era como si sus huesos se hubiesen vuelto tan ingrávidos que incluso el leve soplo de la brisa pudiera mecer todo su cuerpo. Sus brazos y piernas se movían al mismo ritmo relajado, como el movimiento de las corrientes submarinas.
Morpet caminó por el pasillo con mucho cuidado de no hacer ningún ruido inesperado. Los ojos de Raquel estaban cerrados, pero la piel de sus párpados se movía violentamente de un lado a otro: un sueño. Mirándola de cerca, Morpet vio cómo sus cabellos se impulsaban y movían. Mechones de su pelo se unían por encima de su cabeza y dirigían a Raquel hacia la bombilla del centro del pasillo de la misma manera determinada y lenta con la que se mueven las anémonas en el mar.
Entonces, como si hubiera perdido el interés en la bombilla, su pelo arrastró a Raquel hacia delante por el pasillo. Ocasionalmente, Raquel se entretenía lo suficiente para que un mechón pudiese explorar las complejas volutas de la madera del techo.
Cuando ella pasó por delante de la habitación de Eric, Morpet dio unos golpecitos con el borde de las uñas sin esperar una respuesta; pero de repente la puerta se abrió como si tuviera un resorte. Eric permanecía allí de pie, en pijama, tapándoles las bocas a ambos prapsis. Estaban inquietos, levantando sus cuellos ferozmente, intentando alcanzar con la mirada a Raquel.
—¿Estabas despierto? —susurró Morpet.
—No, hasta que estos dos empezaron botar contra las paredes —dijo Eric pestañeando a causa de los rayos de luz del alba—. ¿Qué está pasando?
—No hagas ruido y sigúeme —dijo Morpet—. Y deja ahí a los chicos.
—Oh, Morpet…
—No. Ven solo.
Con desgana, Eric metió a los prapsis bajo el edredón de su cama, con sus cabecitas descansando juntas en la almohada. Sus ojos le siguieron con aire apenado.
—Por favor, Eric —suplicó uno—. Déjanos ir. Estaremos quietos y callados. Mira —dijo abriendo y cerrando su boquita en silencio.
El otro prapsi dijo, riéndose como un tonto:
—¡Pareces un pez!
—¡Cállate! ¡Estaba a punto de convencer a Eric!
—Lo siento, chicos —se disculpó Eric, acariciándoles las plumas del cuello—, quizá la próxima vez.
Atravesó la puerta de la alcoba con rapidez y la cerró detrás de sí. Instantes después, los prapsis apretaron los labios contra la rendija inferior de la puerta, lloriqueando como cachorrillos abandonados.
Eric alcanzó a Morpet al final de la escalera.
—¡Caray! —dijo, mirando a Raquel—. ¡Parece una visión! ¿Es que su pelo está vivo o qué? ¿Y adonde va? —Cuando Raquel pasó al lado del baño Eric sonrió incrédulo—. ¿Al váter?
—¡Silencio! Ya lo verás —dijo Morpet—. No le quites el ojo de encima. Necesitaré tu ayuda si se tuercen las cosas.
Raquel entró en la cocina, cruzándola hasta la puerta que daba al jardín.
—Está cerrada —dijo Eric—. Ella nunca podrá salir por ahí.
—Tiene más recursos de lo que tú te crees —dijo Morpet. Eric oyó un sutil «clic» cuando la cerradura de la puerta del jardín se desbloqueó sin necesidad de llave.
—Impresionante —dijo.
—En realidad, no —respondió Morpet—. Las cerraduras están diseñadas para ser abiertas. Para Raquel, ese nivel de magia no es siquiera un desafío.
De repente, la puerta del patio se abrió enérgicamente y Raquel salió fuera. Cuando se detuvo en el centro del jardín, sus ojos aún permanecían cerrados. Entonces, inclinando la cabeza, olfateó el aire de la noche; y un repentino e identificable aroma a flores invadió a Eric. El olor era intenso e imposible, abrumador, fortísimo.
—¿Qué está haciendo? —dijo Eric ahogadamente.
Morpet se rió.
—No lo sé. No hay reglas en esto, o solo las que marcan los propios hechizos. Lo que pase después depende de aquello en lo que se haya convertido.
—Estás bromeando —dijo Eric—. ¿Los hechizos toman forma?
—Ya lo verás.
Raquel, cuyos ojos aún permanecían fuertemente cerrados, empezó a volar en rápidos círculos alrededor del jardín. Con los brazos extendidos, sus manos lo tocaban todo: la hierba, las hojas, la cerca de madera, los pétalos sedosos, las espinas afiladas de las rosas… Raquel se detuvo, se arrodilló, sintiendo la humedad de la hierba y de la tierra acre debajo de ella. Cuando presionó la mejilla contra la dureza de pedernal de las rocas del jardín, soltó un profundo suspiro. Un instante después cogió una polilla y le acarició sus frágiles alas de manera larga y pausada.
—Le he visto hacer lo mismo antes —dijo Morpet—. Aparentemente, a sus hechizos les gustan mucho los contrastes. Áspero y suave, dulce y amargo. Ella obtiene de ellos un placer que no alcanzo a entender.
—No me gustaría ser esa polilla —dijo Eric.
—Ella no quiere hacerle daño —le aseguró Morpet—. Si la polilla opusiera resistencia, Raquel podría de algún modo sostenerla por sus delicadas alas sin dañarla.
Raquel abrió la mano y la polilla, intacta, intentó alejarse aleteando confusa. Ella la volvió a atrapar, mientras batía sus orejas imitándola, pero el insecto estaba claramente demasiado embotado como para interesar a sus hechizos por mucho tiempo. Así que se olvidó de la polilla, alzó la barbilla y levantó los brazos, volando con elegancia en el aire de la noche hacia la luna llena. Durante unos segundos fue solo un punto amarillo menguante contra la erosionada esfera blanca.
—¡Qué diablos! —dijo Eric—. ¿Me estás diciendo que aún está dormida?
—No está solo dormida —contestó Morpet—. Es un estado mucho más profundo que eso; un sueño provocado por los hechizos. Raquel no tiene ningún control sobre eso.
—Suena peligroso —dijo Eric en un tono de preocupación—. ¿Podríamos despertarla? Puedo destruir los hechizos despertándola.
Morpet lo miró sorprendido.
—¿Puedes seguir el rastro de lo que están haciendo los hechizos?
Eric asintió.
—Sí. Todos los hechizos tienen su propio olor especial. Lo aprendí en Itrea. Los que está utilizando esta noche, como los hechizos voladores, son muy fáciles de reconocer pasado un rato. Pocos hechizos son inodoros, pero, aun así, suelo descubrirlos. —Se chupó el dedo y sonrió—. Por supuesto, una vez he destruido un hechizo esa persona ya no lo puede volver a utilizar, así que tengo que tener cuidado. —Eric volvió la mirada hacia el cuerpo diminuto de Raquel—. No puedo alcanzarla desde aquí, creo. Está demasiado lejos.
Un punto de fulgor amarillo emergió del cielo. Cuando Raquel aterrizó en el césped su camisón quedó hecho un guiñapo por encima de sus rodillas.
—¿Y ahora qué? —se preguntó Eric.
—¿Quién sabe? —dijo Morpet con aire preocupado—. Siempre es algo inesperado. Sin embargo, sus hechizos están especialmente animados esta noche.
Raquel alteró su forma. Ocurrió instantáneamente, no de manera gradual. Primero Eric pensó que se había desvanecido; entonces notó un cierto movimiento en el césped, unos pequeños bigotes temblando en una naricilla pequeña y negra: un ratón de campo.
—¡Ha cambiado de forma! —se maravilló Eric—. La vi hacer eso en Itrea, pero nunca la había visto hacerlo aquí. ¿No es muy arriesgado?
—Los hechizos de Raquel nunca podrían hacer nada que la dañase —dijo Morpet—. Sin embargo, el gato debería tener cuidado.
—¿El gato?
Sofía, la gatita atigrada de la familia, estaba desperezándose de un cómodo sueño en algún lugar de la casa. Atraída por un súbito olor a roedor apetitoso, se tendió en el césped y se fue acercando a su víctima de manera furtiva. Cuando estaba lo suficientemente cerca para saltar, esperó a que el ratón empezase a correr. El ratón le tiró bruscamente de los pelos del bigote, y Sofía casi salió volando del jardín.
Un centenar de ratones aparecieron sobre el césped chillando el nombre de Sofía.
En cuanto la gata salió pitando, los ratones se desvanecieron en el aire soltando un coro de risitas burlonas. Sofía… bueno, su pelaje, en definitiva, todavía permaneció allí durante unos segundos. Finalmente, con extrema languidez, volvió a la cocina, se tendió en el suelo y empezó a limpiarse remilgadamente las zarpas como si no hubiese pasado nada.
—¡Fantástico! —dijo Eric—. No sabía que Raquel tuviese sentido del humor. ¿Qué será lo siguiente? ¿Un prapsi gigante?
Raquel había vuelto a su estado normal. Se mantuvo en el aire sobre la hierba durante unos segundos. Mientras los dedos de sus pies desnudos rozaban el césped cubierto de rocío, su cabeza se volvió de manera antinatural y se inclinó ligeramente hacia un lado, como si estuviese escuchando a las estrellas.
Entonces desapareció por completo.
—¡Ha mutado! —dijo Eric—. ¡Guau! Ha cambiado de sitio. —Bajo él se oyó un crujido. Eric se volvió, esperando que fuese Raquel—. Oh, no —murmuró—. Estamos en un aprieto.
La madre de Eric y Raquel cruzaba el jardín con determinación vestida únicamente con sus zapatillas y su camisón.
—¿Y bien? ¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó plantándose frente a Morpet.
—Lo de siempre —contestó—. Pero el truco de los ratones es nuevo, y Raquel antes raramente se había alejado tanto de la casa. Sus hechizos de vuelo están realmente activos.
La madre asintió con gravedad.
—Hace dos días volaba zumbando por el barrio y parecía feliz con ello. Obviamente, ahora da la impresión de que no. He estado observándola desde la ventana y nunca antes la había visto hacer semejantes proezas. No sé a qué velocidad está volando. No puedo seguirla.
Eric estaba boquiabierto:
—¿Has estado observándola, mamá?
—Por supuesto —replicó ella con total naturalidad—. Desde que empezó todo esto. ¿Crees que podríais salir de casa sin que me diese cuenta? Yo me fijé en el olor del estanque mucho tiempo antes que Morpet. Desde entonces hemos estado vigilándola por turnos sin quitarle el ojo de encima. —Mientras hablaba le iba abotonando el pijama a Eric—. Hace frío aquí fuera. Imagínate lo helada que debe de estar Raquel ahí arriba —levantó los brazos al aire—, dondequiera que esté.
—Raquel no siente frío —dijo Morpet—. Sus hechizos la mantienen caliente.
—Está volviendo —dijo Eric— y tiene algo extraño en el pelo.
Una planta exótica de tallo largo estaba acurrucada en el flequillo de Raquel. En el cielo deslumbrante, ellos apenas podían distinguir el extraño color verde del tallo y las hojas y el rojo oscuro de las flores.
La madre miró atentamente.
—Eso es una orquídea. La reconozco… una orquídea rana, se denomina. No crecen en nuestro país. En España, creo. ¿Seguro que Raquel puede ir tan lejos?
—Si utiliza el hechizo que la hace desaparecer y reaparecer, puede ir donde quiera —dijo Morpet.
Raquel se quitó la orquídea del cabello y probó sus pétalos con avidez.
La voz de su madre cambió de repente a un tono de exasperación.
—Detesto eso que le hizo el mago —dijo—. ¿Qué tipo de regalo es ese que te proporciona el poder de la magia pero que no te deja usarlo? Esos hechizos suyos… jugueteando siempre, luchando por hacerse con el control, utilizándola. ¿Cómo pueden ser un regalo? No son sino una maldición, una preocupación para todos nosotros.
—Los hechizos pequeños y dóciles no son muy útiles para luchar contra una bruja —dijo Morpet—. Larpskendya sabía que Raquel necesitaría de toda su magia si alguna vez se enfrenta a una. —Morphet se fijó en que la lengua de Raquel se había convertido en un tubo delgado que con delicadeza probaba el corazón de la orquídea. Su rostro mostraba una expresión de enorme felicidad—. No obstante, me pregunto si Larpskendya predijo que los hechizos de Raquel se comportarían así —dijo Morpet con seriedad—. Después de haber estado tan callados, son ahora tan imprevisibles, están tan desesperadamente vivos. ¿Ha habido un cambio? ¿Algo que Larpskendya no previo?