No se encontró con nadie por la escalera. Fuera el aire era oscuro y húmedo. Fue hacia la izquierda, no hacia la derecha, en dirección a Las armas del Rey. Volvió a girar a la izquierda, pasó por la iglesia metodista y por delante de la gasolinera Esso, giró otra vez a la izquierda, pasó por la compañía de seguros Gjensidige y caminó a lo largo del río hasta llegar a la rotonda. Tenía la lengua entumecida y con mal sabor, pero había dejado de sangrar. Apretaba el bolso contra el pecho. Continuó por la cuesta a paso tranquilo, cabizbaja y sin mirar a nadie; no podía andar demasiado deprisa, nadie debería ver a una mujer corriendo por esas calles, esa noche, exactamente a esa hora, por eso caminaba como si estuviera dando un paseo. No tiene nada de sospechoso que una mujer se dé un paseo por la ciudad, pensó. Hasta que no llegó al puente no empezó a correr.
Una hora más tarde estaba en el salón de su casa, con el bolso todavía apretado contra su cuerpo. Estaba agotada tras la larga caminata, pero no se había atrevido a parar ningún taxi. Le faltaba la respiración y sentía pinchazos en el pecho; quiso sentarse, pero primero tenía que esconder el bolso, le parecía totalmente descabellado dejarlo sobre la mesa como de costumbre, ya que estaba rebosante de dinero. Tendría que esconderlo. Alguien podría entrar. Miró a su alrededor en busca de un armario o un cajón, rechazó la idea y se fue al cuarto de la lavadora. Miró dentro del tambor, estaba vacío. Empujó el bolso hacia el interior y cerró la lavadora. Volvió al salón, iba a sentarse, pero fue otra vez a la cocina a por vino tinto. La botella estaba abierta; se llenó un vaso de los de leche y volvió al salón, miró fijamente por la ventana, hacia la oscuridad y el silencio. Dio dos grandes sorbos y decidió de repente echar las cortinas para que nadie pudiera mirar hacia dentro, aunque fuera no había nadie. Echó las cortinas en todas las ventanas y fue a sentarse con el vaso, cuando se acordó de que los cigarrillos estaban en el bolso, dentro de la lavadora. Volvió al cuarto de la lavadora y los cogió. Entró en el salón, pero se había olvidado del mechero y dio otra vez la vuelta. El pulso le latía cada vez más deprisa; encontró el mechero y pensó que por fin podría sentarse, cuando se acordó del cenicero. Se levantó una vez más y notó que los dedos le temblaban. Un coche pasó despacio por la calle, Eva se acercó corriendo a la ventana y miró por una rendija de la cortina; era un taxi. Estará buscando alguna casa, pensó; salió una vez más del salón, encontró el cenicero sobre la encimera de la cocina y encendió un cigarrillo. El teléfono no tiene línea, pensó, lo pensó con alivio, nadie podría localizarla. Había cerrado la puerta con llave. Aspiró una vez más el cigarrillo antes de dejarlo en el cenicero. Si apagara casi todas las luces parecería que no estaba en casa. Recorrió las habitaciones apagando una lámpara tras otra. La casa estaba cada vez más oscura, y los rincones negros.
Por fin se sentó en el borde del sillón, por si necesitaba levantarse otra vez. Tenía la desagradable sensación de haberse olvidado de algo, así que dio un trago de vino y fumó, a la vez que respiraba deprisa y febrilmente. Después de un rato, empezó a sentirse mareada. En su interior intentaba convertir los pensamientos en frases, pero no llegaba a terminarlas antes de que le surgieran nuevos pensamientos. Se sentía aturdida. Bebió más vino y encendió un cigarrillo tras otro. Eran cerca de las once. Puede que ya hubieran encontrado a Maja, tal vez alguno de sus clientes hubiera descubierto que la puerta estaba abierta. Pero si el hombre tenía mujer e hijos, puede que se hubiera alejado a toda prisa, como ella había hecho. Una puta puede morirse sin que nadie se tome la molestia de anunciarlo, pensó espantada. Tal vez Maja permaneciera sobre la cama mucho tiempo. Tal vez pasarían varios días, o incluso semanas, hasta que alguien diera la voz de alarma, hasta que empezara a oler a podrido en la escalera y los vecinos comenzaran a extrañarse. Eva fue a la cocina a por más vino. Pronto vendrá Emma, pensó, entonces todo volverá a ser como antes. Vació el vaso de pie, junto al banco de la cocina y se metió en el cuarto de baño. Sería mejor acostarse y dejar pasar el tiempo. Cuanto más deprisa pasara, mejor. Se cepilló los dientes y se metió debajo del edredón. Tal vez la localizara la policía a pesar de todo; sería mejor que empezara a pensar en lo que iba a decir.
Había cerrado los ojos y quería dormir, pero constantemente le llegaban nuevos pensamientos. ¿La había visto alguien entrar en el bloque de Maja? Pensaba que no. Pero en el restaurante La cocina de Hanna sí, y también en la cafetería de los almacenes Glassmagasinet. No podría negar que se habían encontrado, sería demasiado arriesgado. Tendría que relatar ese día tal y como había transcurrido, que habían comido juntas y que luego habían ido a casa de Maja. El cuadro, pensó de repente. Apoyado contra la pared del salón. Pero podría haberlo llevado ese mismo día. ¿Debería confesar que sabía que Maja era una puta? Cuantas más verdades contara, mejor sería, ¿no? Sí, lo sabía porque Maja se lo había contado. Había querido contárselo. Nunca habían tenido secretos la una para la otra. Forzó sus ojos a cerrarse, no quería seguir pensando. El taxi, pensó de repente. Ese taxi que había pedido y la había llevado a Tordenskioldsgate con el cuadro envuelto en una manta. ¿Lo localizarían? Bueno, podía haber ido a casa de Maja con el único fin de entregarle el cuadro, podía haberse quedado un rato y luego haberse marchado porque Maja esperaba a un cliente. Así había sido, claro. Se encontraron el miércoles y tomaron café. Llevaban veinticinco años sin verse. Luego comieron juntas. Maja pagó. Quería comprar un cuadro, y al día siguiente envió un taxi para recogerlo. ¿Si había visto al cliente? ¿Oído algún nombre? No, se marchó bastante antes de que él llegara. No sabía nada de ese hombre ni quería saberlo, le parecía horrible, espantoso. «No sé cómo murió —pensó de repente—, sólo lo que he leído en los periódicos. Tengo que leer los periódicos. Tendré que escuchar la radio. No debo cometer ningún error.» Miraba al techo mientras entrelazaba los dedos debajo del edredón. ¿Cuando emitían las primeras noticias? ¿A las seis? Miró el reloj, que marcaba cerca de medianoche. Las manecillas verdes estaban muy abiertas, como las piernas de Maja bajo la oscura colcha. Pestañeó y abrió unos ojos como platos. Las pesadillas hacían cola en la parte posterior de su cabeza. Se levantó y fue al cuarto de baño, se echó la bata sobre los hombros y se sentó en el salón. Volvió a levantarse y encendió la radio, que estaba emitiendo música. Pensó: «Debo mantenerme despierta, mientras esté despierta sabré lo que está ocurriendo».
A
sesinada en su propia cama.
Eva vio los titulares en el soporte que había fuera de la tienda de Omar antes de salir del coche. En el transcurso de sólo unas cuantas horas nocturnas, el caso ya estaba abriéndose camino por toda la ciudad, por todo el país. Entró a toda prisa y dejó una moneda de diez coronas sobre el mostrador. Dentro del coche abrió el periódico y lo apoyó en el volante. Le temblaban las manos.
Una mujer de treinta y nueve años ha sido hallada muerta en su propia cama. Al parecer, el estrangulamiento fue la causa de la muerte. La policía ha abierto una investigación y por ahora no puede dar más detalles. No hay señales de violencia en la casa y no parece que el móvil haya sido el robo. La mujer, que había sido investigada por un caso de prostitución, fue encontrada por un conocido a las veintidós horas de anoche. El hombre ha declarado a este periódico que acudió al piso de la víctima con el fin de comprar servicios sexuales, cuando accidentalmente descubrió que la puerta estaba abierta. Encontró a la mujer muerta en la cama y llamó inmediatamente a la policía. Al parecer, la mujer fue asesinada por un cliente, pero el móvil se desconoce. Más sobre este suceso en páginas seis y siete.
Eva miró las páginas reseñadas. No ponía mucho más, pero había grandes fotos. Una del bloque, en la que la ventana de Maja estaba marcada con una cruz. Tendría que ser una foto vieja, porque los árboles que había delante del edificio estaban cubiertos de hojas. En otra foto se veía la imagen difusa y de espaldas, para no ser reconocido, del hombre que la encontró. Había también una foto del policía que se iba a ocupar del caso: un hombre canoso y de semblante serio, vestido con una camisa de color azul claro. El inspector jefe Konrad Sejer, qué nombre más extraño, pensó Eva. «Se ruega a todas aquellas personas que se encontraban cerca del lugar del crimen se pongan en contacto con la policía.»
Eva dobló el periódico. Si la policía averiguara que había estado con Maja no tardaría mucho en presentarse; si no ese mismo día, seguro que antes del fin de semana. Si transcurría una semana sin que hubiera aparecido, podría sentirse segura. Pero probablemente, lo primero que haría sería investigar qué había hecho Maja y con quién había estado los últimos días. Eva arrancó de nuevo el coche y volvió lentamente a casa. Entró y decidió ponerse a lavar, ordenar y pensar en qué iba a decir. En el cuarto de la lavadora había montones de ropa sucia; la metió en la máquina y de repente se acordó de que el bolso con el dinero seguía allí. Lo sacó y volvió a meter la ropa sucia. Maja y yo fuimos amigas cuando éramos niñas, se dijo a sí misma, pero perdimos el contacto en el sesenta y nueve porque yo me mudé aquí con mi familia. Teníamos entonces quince años.
Echó detergente en la lavadora y pulsó el botón.
No nos volvimos a ver en veinticinco años. La encontré casualmente en los almacenes Glassmagasinet, yo había ido a la droguería a cambiar un… subimos a la cafetería de la primera planta y tomamos un café.
Fue a la cocina y llenó de agua el fregadero.
Hablamos de los viejos tiempos, como solemos hacer las mujeres. ¿Si yo sabía que era una prostituta? Sí, me lo contó. No sentía ninguna vergüenza. Me invitó a cenar en La cocina de Hanna.
Eva echó lavavajillas en el fregadero y metió los vasos y los cubiertos en el agua caliente. En el cuarto de al lado, la lavadora se iba llenando lentamente de agua.
Después de comer fuimos a su casa. En efecto, cogimos un taxi. Pero no me quedé mucho rato. Sí, sí, habló de sus clientes, pero no mencionó ningún nombre. ¿El cuadro?
Cogió una copa sucia, la levantó hacia la luz y empezó a fregarla.
Sí, es mío. O mejor dicho, Maja me lo compró por diez mil coronas, pero sólo porque sentía pena por mí, no creo que le gustara de verdad. No entendía mucho de arte. La tarde siguiente cogí un taxi para llevárselo. Tomé un café con ella y volví bastante pronto a casa. Ella estaba esperando a un cliente. ¿Si lo vi? No, no vi a nadie, me marché antes de que él llegara, no quería estar allí en ese momento.
Enjuagó la copa bajo el grifo y cogió otra. ¡Cuántas copas de vino se habían acumulado! El tambor de la lavadora empezó a dar vueltas. En realidad era bastante sencillo, pensó, ya que nunca sospecharían de que ella la hubiera asesinado. Una amiga no mata a una amiga. No desconfiarían de ella. Nadie podía probar que lo había presenciado todo.
Pero todo ese dinero que había cogido…
Respiró hondo e intentó tranquilizarse. De repente sintió una gran turbación por haber cogido el dinero de Maja. ¿Por qué diablos lo había hecho? ¿Sólo porque le hacía falta? Se disponía a coger otra copa cuando sonó el timbre de la puerta. Un timbrazo prolongado y decidido.
¡No! ¡No puede ser! Eva se asustó tanto que apretó la copa hasta romperla. Empezó a sangrarle la mano, el agua se estaba poniendo roja. Se acercó a la ventana, pero no pudo ver quién era, sólo que había alguien. ¿Quién podía ser…?
Sacó la mano del agua y se la envolvió en un trapo de cocina para que la sangre no goteara. Fue hasta la entrada. Se arrepintió de haber elegido un cristal rugoso para la ventana de la puerta, ya que impedía ver quién había fuera. Era un hombre muy alto, delgado y canoso, que le resultaba familiar. Se parecía al hombre del periódico, al que iba a ocuparse de la investigación, pero era demasiado pronto. No era más que viernes por la mañana, y en una sola noche no habrían tenido mucho tiempo de averiguar gran cosa, aunque seguramente…
—Konrad Sejer —dijo—. Policía.
El corazón le dio un vuelco. La garganta se le cerró con un pequeño chasquido, no salía de ella ni un sonido. El hombre no se movía, sólo la miraba fijamente, interrogante, y como Eva no decía nada, señaló el trapo de cocina y preguntó:
—¿Ha ocurrido algo?
—No, estaba fregando los cacharros. —Era incapaz de moverse.
—¿Eva Marie Magnus?
—Sí, soy yo.
Clavó sus ojos en ella.
—¿Puedo entrar?
¿C
ÓMO ME HA ENCONTRADO
? ¡S
I SÓLO HAN PASADO UNAS HORAS
,
CÓMO COÑO
…!
—Claro que sí. Estaba tan concentrada en la mano… Iré a por una tirita. Era un vaso barato, así que no importa, pero sangra muchísimo y da rabia que se manchen los muebles y las alfombras de sangre. Luego no hay quien la quite. ¿La policía?
Dio marcha atrás, intentando recordar lo que debía decir. En ese momento se había olvidado de todo, pero bueno, él tendría que preguntar algo antes de que ella tuviera que contestar. Lo mejor sería hablar lo menos posible, limitarse a contestar a las preguntas, y no cacarear como una gallina sin ton ni son, porque entonces pensaría que estaba nerviosa, lo que era verdad, pero él no debería darse cuenta.
Estaban de pie en el salón.
—Primero debe curarse esa mano —dijo el policía secamente—. Esperaré mientras tanto. —La miró detenidamente y se fijó en el labio reventado y ya hinchado.
Eva fue al cuarto de baño y no se atrevió a mirarse en el espejo para no asustarse más. Sacó un rollo de esparadrapo del botiquín y cortó un trozo, se lo pegó sobre el corte y respiró hondamente tres veces. Maja y yo fuimos amigas cuando éramos niñas, susurró. Y volvió al salón.
El hombre seguía de pie, y Eva le hizo una seña para que se sentara. En cuanto él abrió la boca, Eva tuvo la sensación de que se había olvidado de algo, de algo importante y decisivo; tenía que darse prisa en solucionar los problemas, pero era demasiado tarde, porque el hombre ya había empezado a hablar y ella era incapaz de pensar.
—¿Conoce usted a Maja Durban?
Eva se apoyó en el respaldo del sillón.
—¡Sí! Sí, la conozco.
—¿Hace mucho que no la ve?
— No. Ayer… Ayer por la tarde.
El policía asintió lentamente con la cabeza.