Hizo señas al camarero para que les llenara los vasos. Eva se sentía ya ligeramente mareada.
—Yo no soy la más idónea para ese tipo de actividad —murmuró—. Dices que estoy demasiado delgada.
—¡Qué va! Estás estupenda. Un poco diferente tal vez, una cosa rara. Pero lo que tienes entre las piernas, Eva, es una mina de oro. Allí es donde quieren llegar. Los hombres son muy directos, al menos los que me vienen a mí.
Por fin llegó el postre. Fresón helado y moras sobre salsa de vainilla caliente. Eva quitó las hojas verdes.
—Hierbas malas en el postre —farfulló—. No entiendo por qué. Por cierto, nunca he entendido a los hombres —prosiguió—. ¿Qué quieren realmente?
—Chicas alegres y rellenitas, con ganas de vivir. Y no hay muchas de ésas, te lo aseguro. En mi opinión, las mujeres tienen unos ideales completamente imposibles, no las entiendo. Es como si no les gustara pasárselo bien. El otro día vi la moda de otoño de París, en la tele, quiero decir, donde las modelos más famosas mostraban lo último de la moda. La Naomi Campbell, ¿sabes quién es?, aparecía en minifalda y se paseaba contoneándose sobre las piernas más delgadas que había visto en mi vida. Toda ella tenía pinta de ser de PVC. Cuando veo a esas chicas me pregunto si se sientan a cagar en el wáter como la gente normal y corriente.
Eva se tronchaba de risa, derramando salsa de vainilla por el mantel.
—No deberías tomarte a ti misma tan en serio —prosiguió Maja con insistencia—. Todos nos vamos a morir tarde o temprano. Dentro de cien años todo se habrá olvidado. Un poco de dinero podría arreglar muchas cosas. Sueñas con ser una gran pintora, ¿no?
—Lo soy —resopló Eva—. Lo que pasa es que nadie lo sabe.
Lloriqueó un poco, la borrachera estaba a punto de hacerle perder el control.
—Y además, estoy pedo.
—Joder, ya era hora. Ahora viene el café y el coñac. Y deja de lloriquear, ya es hora de que te hagas mayor.
—¿Crees en Dios? —preguntó Eva.
—No seas tonta. —Maja se limpió la vainilla de la boca—. Pero salvo a la gente de la desesperación y realizo buenas acciones, así es como me gusta verlo. No todos los hombres encuentran una mujer. Una vez recibí a un joven cuya obsesión era cubrirse el cuerpo de anillos y perlas. Se los ponía en todas partes, en cada sitio imaginable del cuerpo, y brillaba y centelleaba como un árbol de navidad. Las chicas ya no lo querían.
—¿Y tú qué hiciste con él?
—Le hice un buen servicio y exigí un pequeño extra en el pago.
Eva saboreó el coñac y encendió el cigarrillo por el lado contrario.
—Ven conmigo a ver mi piso —dijo Maja—. Date una ocasión de librarte de tu atasco. Sólo es un período de tu vida. Considéralo como una nueva experiencia.
Eva no contestó. Se sentía paralizada por algo completamente irreal, algo que le asustaba sobremanera. Pero no cabía ninguna duda: la propuesta de Maja estaba a punto de echar raíces en ella, y en ese momento estaba siendo evaluada y estudiada.
E
staban tumbadas en la cama de matrimonio de Maja, y a Eva le entró hipo.
—Oye —exclamó—. ¿Qué es en realidad la fosa de las Marianas?
—La mayor profundidad marina del mundo. Once mil metros de profundidad. Intenta imaginártelo, once mil metros.
—¿Cómo sabes eso?
—Ni idea. Lo habré leído en alguna parte. En comparación, ese sucio río que atraviesa esta ciudad tiene una profundidad de ocho metros justo por debajo del puente.
—¡Jolín, cuánto sabes!
—¿No creerás que empleo el poco tiempo libre que me queda en leer revistas pornográficas, eh?
—Antes lo hacías.
—Sí, hace veinticinco años. A ti también te interesaban bastante.
Las dos se rieron.
—Tus cuadros son verdaderamente horrorosos —dijo Eva—. Eso sí que es prostitución. Pintar para vender. Con ese único fin.
—Necesitamos comer, ¿o no?
—Algo sí, pero no tanto.
—Pero también es útil tener teléfono y electricidad, ¿no?
—Pues…
—Puedo darte diez mil coronas.
—¿Qué?
Eva se levantó sobre un codo tambaleándose asustada.
—Y mañana cuando vengas, te traes un cuadro. Uno bueno, uno que tases en diez mil. Te compro un cuadro. Tengo curiosidad. Tal vez llegues a ser famosa algún día. Tal vez compre una verdadera ganga.
—Esperemos que así sea.
—Vamos a poner en marcha tu negocio, Eva, ya verás. ¿Cuándo vuelve Emma a casa?
—Aún no lo sé. Suele llamarme cuando se cansa.
—Entonces puedes empezar mañana mismo. Te ayudaré a ponerte en marcha, necesitarás saber algunas cosas. ¿Te envío un taxi, digamos… a las seis? ¿Mañana por la tarde? Yo me ocuparé de la ropa y esas cosas.
—¿Ropa?
—No puedes presentarte así vestida. Perdona, pero tu ropa no tiene nada de sexy.
—¿Y por qué iba a ser sexy?
Maja se levantó y la miró asombrada.
—No serás tan distinta a las demás chicas, ¿no? ¿No deseas tener un hombre tú también?
—Pues sí —contestó Eva cansada—, supongo que sí.
—Entonces tendrás que dejar de vestirte como la peste negra.
—Eres realmente buena para los cumplidos.
—Lo que pasa es que en el fondo te envidio. Tú eres elegante, yo no soy más que una señora con michelines y papada.
—No, eres una chica alegre y llenita, con ganas de vivir. ¿Tienes autoestima? —preguntó Eva de repente.
—Más o menos el doble que tú, supongo.
—Sólo quería saberlo.
—Me lo estoy imaginando. Empieza a correrse el rumor sobre una artista con piernas largas. Tal vez me robes los clientes, tal vez me esté quitando a mí misma la base del sustento.
—Si tienes dos millones, no me das mucha pena.
Eva se fue a casa en un taxi que Maja había llamado. Aprovechó y pidió un coche que la llevara al día siguiente a las seis de la tarde. Luchó para meter la llave en la cerradura y se metió tambaleando en el taller, donde empezó a estudiar sus propios cuadros con mirada crítica. Debido a su estado de embriaguez, los cuadros le impresionaron sobremanera. Se tumbó contenta en el sofá y se durmió con la ropa puesta.
A
l despertarse, justo antes de notar la resaca, se acordó del sueño. Había soñado con Maja. Cuando por fin abrió los ojos, todo apareció ante ella claramente. Eva se incorporó asustada. Para su propio asombro, descubrió que había dormido en el taller, y completamente vestida.
Fue tambaleándose hasta el cuarto de baño y se acercó con cierto temor al espejo. El rimmel era resistente al agua y no se había corrido, pero las pestañas se le erizaban alrededor de los ojos enrojecidos como pajitas quemadas. Tenía los poros muy abiertos, parecían mordeduras de serpientes. Gimió al lavabo y abrió el grifo del agua fría. ¿De qué habían hablado? Poco a poco iba recordándolo y el corazón le latía más rápidamente conforme profundizaba en la conversación. Maja, la Maja de la infancia, su amiga del alma, a quien no había visto en veinticinco años, era una puta. Una puta rica, pensó espantada, mientras recordaba vagamente que también habían estudiado sus posibilidades de salir de la mala racha económica que estaba atravesando. No se lo podía creer. ¡Ni siquiera que hubiese podido pensar en ello! Gimiendo, se lavó la cara con agua fría, abrió el botiquín y sacó un frasco de analgésicos. Se tomó un puñado con un vaso de agua y se quitó la camiseta y la falda. «Tal vez tenga una cerveza en la nevera», pensó. Luego reparó en que se sentía demasiado mal para ponerse a trabajar, y que perdería otro día más. Se frotó durante mucho tiempo bajo la ducha; al cabo de un rato notó que las pastillas comenzaban a hacer efecto. Se puso una bata. Era negra, con dragones chinos en la espalda. Luego fue al salón en busca de su bolso y sus cigarrillos. Lo abrió y se quedó mirando fijamente el montón de billetes que había dentro. Por un momento los miró asombrada, pero luego se acordó. Los contó. Sumaban diez mil coronas. Suficiente para pagar todas las facturas pendientes que había en el cajón. Sacudió incrédula la cabeza, entró en el taller y volvió a mirar los cuadros. Uno de ellos había sido separado del montón. ¿Cuándo lo habría hecho?
Tal vez fuera uno de los mejores. Era un cuadro casi negro, con una enorme raya luminosa que atravesaba el lienzo. Como si se hubiera reventado en dos partes. No pudo reprimir una sonrisa al imaginarse la cara de Maja al ver el cuadro. Luego continuó buscando en el bolso y encontró una cajetilla de tabaco con un solo cigarrillo. Lo encendió y abrió la despensa. Estaba vacía. No quedaba más que mantequilla,
ketchup
y una botella de aceite de soja. Eva suspiró, de repente se acordó del montón de billetes y volvió a sonreír. Lo que necesitaba era una cerveza helada. Se vistió rápidamente, se echó la gabardina sobre los hombros y se encaminó con gran decisión a la pequeña tienda de la esquina. Omar abría a las ocho de la mañana, Dios bendiga a Omar. Y no miraba mal a la gente que compraba cerveza antes de que los demás se hubieran levantado. Su tienda se encontraba en el digno y antiguo barrio de chalets como un ave de paso, para gran indignación de muchos, pero para alegría de Eva.
Los dientes de Omar brillaban blanquísimos y con gran entusiasmo al verla entrar por la puerta. Eva cogió dos botellas de una caja, un periódico del montón y un paquete de tabaco.
—¡Buen día hoy! —sonrió Omar animadamente.
—Tal vez dentro de un rato, pero ahora no —gimió Eva.
—Ah, yo sé que es un buen día. Pero dos botellas no es mucho si el día es malo.
—Tienes razón —dijo Eva. Fue a por una botella más y pagó—. Oye, creo que tengo una cuenta pendiente —se acordó—. Cóbratela.
—¡Ah, un buen día para mí también!
Omar hojeó todas las cuentas pendientes que tenía guardadas en una caja de zapatos.
—Setecientas cincuenta y dos.
Eva se conmovió. Omar jamás había mencionado esa deuda. Le dio un billete de mil y echó un vistazo al catálogo de compras por correo que el hombre estaba hojeando.
—¿Hay algo interesante? —preguntó Eva.
—Sí, sí, esto voy a comprárselo a mi mujer. Me lo mandarán en dos semanas.
Eva miró.
—¿De qué se trata?
—Es para quitar las bolitas. Estupendo para jerséis, almohadones de sofás y muebles. En mi país no tenemos bolitas. Vosotros usáis tejidos extraños.
—A mí me gustan las bolitas —dijo Eva—. Me recuerdan a los viejos ositos de peluche. El que yo tenía de pequeña estaba lleno de bolitas.
—Sí, sí —asintió Omar—. Bonito recuerdo. Pero en mi país tampoco tenemos ositos de peluche.
La cerveza estaba tibia. Eva puso rápidamente una botella bajo el agua y buscó en la guía el número de teléfono de Maja para llamarla y decirle que se olvidara de todas las tonterías que había dicho la noche anterior bajo los efectos del alcohol, que no estaba en sus cabales. El teléfono no daba la señal. Claro, lo habían cortado. Profirió unas cuantas maldiciones en voz baja, entró en el cuarto de baño y se sentó en la taza del wáter con la falda enrollada alrededor de la cintura. «Seguro que hoy tengo pinta de puta —pensó—; tal vez es lo que realmente soy, tal vez sea un buen día para empezar.» Acabó, se quitó la falda y volvió a ponerse la bata. Fue hasta la entrada, se colocó delante del espejo y se contempló de los pies a la cabeza. Sólo para ver, pensó.
Eva medía un metro ochenta y tres, y la mayor parte de esa longitud estaba en sus piernas. Tenía la cara estrecha y pálida, los ojos dorados, no tan oscuros como para considerarlos castaños, los hombros estrechos, un cuello inusualmente largo y los brazos largos con muñecas muy flacas. Sus pies eran grandes; gastaba un 41, era para llorar; su cuerpo, esbelto, un poco anguloso y no muy femenino, pero tenía los ojos bonitos, al menos Jostein siempre había dicho que eran bonitos. Grandes y un poco rasgados, muy separados. Un poco de buen maquillaje haría maravillas, pero ella nunca había entendido de esas cosas. El pelo le colgaba sencillamente, largo y oscuro, con un suave tono rojizo. Eva se agachó para verse mejor. Tenía más pelos sobre el labio superior que antes. Tal vez la producción de estrógenos haya empezado a disminuir, pensó. Se abrió la bata y la apartó para ver sus pechos pequeños, su cintura larga y estrecha y sus muslos, que eran blancos como su rostro. Contoneó provocativamente el cuerpo, meciendo la cabeza para que le ondulara el pelo. «¡Si Maja ha sido capaz de hacerse millonaria con ese cuerpo pequeño, gordo y lleno de michelines, también lo seré yo!», pensó con frivolidad. Se acordó de nuevo del montón de billetes, pensó en su procedencia y sacudió la cabeza, como si no acabara de entender lo que le había sucedido de la noche a la mañana. Volvió a cerrarse la bata y sacó la botella del fregadero. No pensaría en nada, se limitaría a hacerlo. No hacía falta que nadie se enterara. Lo haría sólo por algún tiempo, tal vez hasta Navidad, para recuperarse un poco. Bebió la cerveza y notó cómo se le tranquilizaban los nervios. En realidad no he cambiado, pensó, sólo he descubierto un aspecto nuevo. Bebía, fumaba y soñaba con su pequeña galería, que estaría junto al río, preferentemente en el lado norte. Galería Magnus. No sonaba mal. Tuvo una repentina ocurrencia, añadir un color más a sus cuadros: el rojo oscuro. Una raya muy fina en el primer cuadro, casi invisible, y luego poco a poco, algo más. Se sentía muy inspirada. Abrió la segunda botella y pensó que justamente eso era lo que había faltado en su vida. ¡Había faltado Maja! Pero ahora había vuelto. «Todo se arreglará —pensó contenta—; éste es un momento crucial.» Cuando acabó las tres botellas se durmió.
El taxi tocó el claxon en la calle a las seis.
Eva había envuelto el cuadro en una vieja manta y el chofer lo colocó cuidadosamente en el maletero.
—Vaya con cuidado —dijo Eva—, vale diez mil coronas.
Le dio la dirección de Tordenskioldsgate, y de repente tuvo la sensación de que el taxista la miraba fijamente por el espejo retrovisor. Tal vez conocía a Maja. Tal vez uno de cada dos hombres de la ciudad había estado en su cama. Se quitó unas motas de la falda; notó que se estaba poniendo nerviosa, apenas quedaban secuelas de la borrachera de la cerveza y estaba volviendo a la realidad. Resultaba curioso, cuando Emma estaba fuera por algún tiempo, era como si guardara todo el papel de madre en un cajón para volver a ser sólo Eva. «Es lo que soy ahora —pensó—; Eva. No tengo en cuenta lo que digan los demás, hago lo que quiero.» Sonrió para sus adentros. El taxista la vio y le devolvió la sonrisa por el espejo. «No te hagas ilusiones —pensó—, no soy gratis.»