—No he conseguido marcharme —contestó Eva—. Este sitio es nefasto para vivir, nunca deberíamos haber hecho aquella mudanza.
—Eres igual que cuando éramos niñas —se reía Maja—, siempre tan desanimada. Ven, vamos a sentarnos en esa mesa junto a la ventana.
Se apresuraron y se dejaron caer sobre las sillas. Maja se volvió a levantar.
—Quédate aquí para que no nos quiten el sitio, mientras yo voy a pedir. ¿Qué quieres tomar?
—Solamente café.
—Necesitas un buen trozo de tarta —protestó Maja—, estás más flaca que nunca.
—No puedo permitírmelo.
Se le escapó sin que le diera tiempo a recapacitar.
—¿Ah, no? Pero yo sí.
Maja desapareció y Eva la vio servirse una generosa ración de pasteles en el mostrador del autoservicio. Qué vergüenza tener que decir que no se podía permitir un trozo de tarta, pero no estaba acostumbrada a mentir a Maja. La verdad salió por sí sola. No podía creer que Maja estuviera allí mismo echando café. Los veinticinco años se habían borrado, y Maja desde lejos seguía teniendo el aspecto de una chica joven. Se tienen menos arrugas cuando una es un poco llenita, pensó Eva con envidia al quitarse el abrigo. A ella nunca le había importado gran cosa la comida. Sólo comía cuando el hambre se volvía físicamente desagradable y afectaba a su concentración. El resto del tiempo vivía de café, cigarrillos y vino tinto.
Maja volvió, dejó la bandeja sobre la mesa y puso un plato delante de Eva: ensaimada y un gran pastel de crema.
—No voy a poder con todo —dijo Eva.
—Haz un esfuerzo —respondió Maja con firmeza—. Sólo es cuestión de acostumbrarse. Cuanto más comes, más grande se te hace el estómago, y más alimentos necesita para llenarse. En un par de días se consigue. Ya no tienes veinte años, ¿sabes? Es preferible lucir un kilo o dos de más cuando una se acerca a los cuarenta. ¡Dios mío, pronto cumpliremos los cuarenta!
Maja pinchó el pastel de crema con el tenedor y la crema chorreó por los bordes. Eva la miró fijamente y sintió cómo Maja iba tomando las riendas para que ella, Eva, pudiera descansar, relajarse y hacer sólo lo que le dijeran, como cuando eran niñas. Al mismo tiempo se fijó en los dedos de Maja, en sus anillos de oro, y en las pulseras que tintineaban en sus muñecas. Tenía aspecto de millonaria.
—Hace un año y medio que vivo aquí —dijo Maja—. ¡Es increíble que no nos hayamos visto!
—Casi nunca vengo al centro. No tengo mucho que hacer aquí. Vivo en Engelstad.
—¿Casada? —preguntó Maja prudentemente.
—Lo estuve. Tengo una niña pequeña, Emma. Bueno, en realidad ya no es tan pequeña. Ahora está con su padre.
—¿Así que vives sola con tu hija?
Maja iba colocando las cosas en su sitio. Eva sintió que se encogía. Dicho así, sonaba muy pobre, y la estrechez y la escasez seguro que se notarían desde fuera. Ella se compraba la ropa en los almacenes Elevator, mientras que Maja iba elegantemente vestida: chaqueta y botas de cuero, y pantalones Levis. Esa ropa costaría una fortuna.
—¿No has tenido hijos? —preguntó Eva, poniendo una mano debajo de la ensaimada porque caían muchas migas.
—No. ¿Para qué los quiero?
—Se ocuparán de ti cuando seas mayor —contestó Eva sencillamente—. Y serán tu consuelo y tu apoyo cuando te acerques al fin.
—Eva Marie, no has cambiado nada. ¡Pensando ya en la vejez! No me digas que ésa es la razón por la que la gente quiere tener hijos.
Eva tuvo que reírse. Se sentía como una niña de nuevo, transportada a los tiempos en que estaban juntas todos los días, en todos sus ratos libres. Excepto durante las vacaciones de verano, en que sus padres la enviaban al campo a casa de su tío. Eran, por cierto, unas vacaciones insoportables, pensó, insoportables sin Maja.
—Algún día te arrepentirás, ya lo verás.
—Yo no me arrepiento nunca.
—Supongo que no. Yo me arrepiento de casi todo en este mundo.
—Tienes que dejar de ser así, Eva Marie. Es nocivo para la salud.
—Pero no me arrepiento de Emma, claro.
—Me imagino que no, que nadie se arrepiente de sus hijos. ¿Por qué no sigues casada?
—Él encontró a otra y se marchó.
Maja hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Y conociéndote, seguro que le ayudaste a hacer el equipaje.
—Pues sí, así fue. Es tan poco mañoso… Además, eso era mejor que quedarse sentada con los brazos cruzados viendo cómo desaparecían los muebles.
—Yo me habría escapado a casa de una amiga a abrir una botella.
—No tengo amigas.
Comieron los dulces en silencio. De vez en cuando sacudían la cabeza como si no fueran capaces de entender que el destino las hubiera vuelto a unir. Tenían tanto de qué hablar que no sabían por dónde empezar. En su interior, Eva seguía sentada en aquella escalera mirando el camión verde de mudanzas.
—Nunca contestaste a mis cartas —dijo Maja de repente—. Estaba ofendida.
—Es verdad, mi padre me daba la lata para que escribiera, pero yo me negaba. Estaba amargada y malhumorada porque me habían obligado a mudarme. Supongo que quería vengarme de él.
—Pero lo pagué yo.
—Sí, soy muy torpe para eso. ¿Sigues fumando? —preguntó, rebuscando en su bolso los cigarrillos.
—Como una chimenea, pero no esa porquería que fumas tú.
Maja sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de tabaco de liar y se puso a liar un cigarrillo.
—¿De qué vives?
La desesperación se reflejó en las mejillas de Eva. Era una pregunta inocente, pero la odiaba. De repente se sintió tentada a contestar con una pequeña mentira, pero era muy difícil engañar a Maja.
—Lo mismo me pregunto yo. No hago gran cosa, por así decirlo. Pinto.
Maja levantó las cejas.
—¿Artista, pues?
—Supongo que sí, aunque la mayor parte de la gente no está de acuerdo conmigo. Quiero decir que no vendo mucho, pero lo considero una situación transitoria. Si no, no seguiría pintando, me imagino.
—¿Pero no trabajas?
—¿Trabajar?
Eva se quedó boquiabierta.
—¿Crees que los cuadros se pintan solos o qué? ¡Claro que trabajo! Y no sólo ocho horas al día, te lo aseguro. El trabajo me persigue hasta debajo del edredón por las noches. Nunca me deja en paz. Es tan absorbente que necesito levantarme constantemente para hacer cambios.
Maja sonrió.
—Perdona que me haya expresado con tanta torpeza. Quería preguntar si tenías algún trabajito aparte, con un sueldo fijo.
—Entonces no tendría tiempo para pintar —dijo Eva malhumorada.
—Claro, lo entiendo. Se tarda en hacer un cuadro, ¿no?
—Aproximadamente medio año.
—¿De verdad? ¿Tan grandes son?
Eva suspiró y encendió el cigarrillo. Maja llevaba las manos muy arregladas, con las uñas pintadas de color rojo sangre. Las suyas estaban horribles.
—La gente no entiende lo difícil que es —dijo con resignación—. Creen que cosechamos una fruta madura en algún jardín secreto.
—Yo no entiendo de eso —dijo Maja en voz baja—. Pero me extraña que la gente elija esa clase de vida si es tan difícil, teniendo hijos y todo.
—Yo no la elegí.
—¿No?
—No, no realmente. Te haces artista porque no te queda más remedio, porque no existen otras alternativas.
—Eso tampoco lo entiendo. Todo el mundo tiene alternativas, ¿no?
Eva desistió de seguir dando explicaciones. Se había comido los dos pasteles para contentar a Maja y estaba empezando a sentir náuseas.
—Cuéntame lo que haces tú. Sea lo que sea, ganas más que yo.
Maja encendió el pitillo liado.
—Seguro. Como tú, soy autónoma. Dirijo una pequeña empresa con un solo empleado, que soy yo. Trabajo dura y decididamente para acumular una cierta suma de dinero. De hecho, pienso dejarlo para Año Nuevo. Entonces me iré al norte de Francia y abriré un pequeño hotel. Tal vez en Normandía. Es un viejo sueño.
—¡Jolín!
Eva fumaba, esperando el resto.
—Es un trabajo duro, y requiere bastante autodisciplina, pero merece la pena. Es un camino para llegar a la meta, así de sencillo. Y no me rendiré hasta no haber conseguido lo que quiero.
—No me resulta difícil imaginármelo.
—Si hubieras sido de otra madera, Eva, te habría propuesto ser mi socia. —Se inclinó sobre la mesa—. Sin capital propio. Con formación a cargo de la empresa. Y podrías ganar una fortuna en un tiempo récord. Deberías pensártelo. Podrías ahorrar para montar tu propia galería. Lo podrías conseguir en, digamos, unos dos años. Todos los demás caminos a la meta son rodeos, te lo digo yo.
—¿Qué haces exactamente?
Eva miró extrañada a su amiga. Maja había hecho una bola con la servilleta mientras hablaba, pero en ese momento miró fijamente a Eva.
—Llamémoslo una forma de servicio al cliente. Llaman por teléfono para pedir hora, y yo los recibo. ¿Sabes?, la gente tiene infinidad de necesidades de distinta índole, y este hueco en el mercado es un verdadero abismo. Más o menos como la fosa de las Marianas en el Pacífico, creo. Pero para decirlo claramente supongo que soy una especie de ramera. O si quieres, una puta de las antiguas.
Eva se sonrojó.
Tenía que haber oído mal, o Maja estaba tomándole el pelo, igual que siempre.
—¿Qué estás diciendo?
Maja sonrió entre dientes y sacudió la ceniza del pitillo.
Eva no podía dejar de mirarla; contempló con otros ojos las joyas, la ropa cara, el reloj de pulsera y el monedero, que rebosaba agresivamente en la mesa, junto a la taza de café. Y luego miró de nuevo la cara de Maja, como si fuera la primera vez que la veía.
—Siempre ha resultado fácil asustarte —dijo Maja secamente.
—Pues sí, sinceramente, tendrás que perdonarme, pero sí que me has dejado sorprendida.
Intentó recuperar el control. La conversación estaba entrando en un paisaje desconocido, e intentó orientarse.
—Bueno, no haces la calle… quiero decir, no tienes pinta de eso.
Se sentía torpe.
—No, Eva Marie, eso no. Tampoco soy drogadicta. Trabajo duramente, como cualquiera, excepto que no pago impuestos.
—¿Tienes…? ¿Lo sabe mucha gente?
—Sólo mis clientes, y son muchos. Pero la mayoría son fijos. En realidad funciona bien, corre la voz y el negocio florece. No me hincho de orgullo, pero tampoco me avergüenzo.
Calló un instante.
—¿Qué te parece, Eva? ¿Debo avergonzarme?
Eva negó con la cabeza, pero la mera idea, las primeras confusas y centelleantes imágenes que surgían en su interior al pensar en Maja y su actividad o en ella misma en semejante situación, le revolvían las tripas.
—No, Dios mío, no sé. Ha sido tan… tan inesperado. No comprendo que estés obligada a hacerlo.
—No estoy obligada. Lo he elegido.
—¿Pero cómo puedes haber elegido algo así?
—Muy sencillo: mucho dinero en poco tiempo, y sin tener que pagar impuestos.
—Pero… ¡y tu salud! Quiero decir, ¿qué haces con tu autoestima cuando te entregas a todo dios?
—No entrego nada en absoluto, lo vendo. Además, hay que separar el trabajo de la vida privada; a mí no me cuesta ningún esfuerzo.
Maja sonrió y Eva se dio cuenta de que sus hoyuelos se habían profundizado con los años.
—Pero, y si tuvieras un marido, ¿qué diría él?
—Tendría que aceptarlo o dejarlo —contestó secamente.
—Pero es una carga muy pesada para soportar año tras año, ¿no? Tiene que haber muchísima gente a la que no se lo puedes decir.
—¿Tú no tienes secretos en esta vida? Todo el mundo los tiene. Además, no has cambiado nada —añadió—. Todo lo complicas. Te haces demasiadas preguntas. Lo que yo quiero es un pequeño hotel en la costa, tal vez en Normandía. Lo que más me gustaría sería una casa vieja que yo misma pudiera arreglar y reformar. Necesito un par de millones,
[3]
para Año Nuevo los tendré, y entonces me marcharé.
—¿Un par de millones?
Eva se sentía totalmente abatida.
—Además, he aprendido muchas cosas.
—¿Qué se puede aprender de eso?
—Bueno, un poco de todo. Si tú supieras… Mucho más de lo que aprendes pintando, me imagino. Si es que aprendes algo, será sólo sobre ti misma. En mi opinión, es un poco egoísta eso de ser artista. Investigarse a sí mismo, o algo así, en lugar de a la gente que te rodea.
—Estás hablando igual que mi padre.
—¿Qué tal está?
—Regular. Está solo.
—¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Y tu madre?
—Te lo contaré en otra ocasión.
Se callaron y dejaron vagar sus pensamientos. Vistas desde fuera no tenían nada que ver la una con la otra; sólo un ojo agudo descubriría las ataduras que existían entre ellas.
—En el aspecto laboral somos las dos unas marginadas, supongo —dijo Maja—, pero yo al menos gano dinero; para eso trabajamos al fin y al cabo, ¿no? Si no tuviera pasta para tomarme un pastel en una cafetería, no podría sobrevivir. Quiero decir, ¿qué haces tú con tu autoestima?
Eva tuvo que sonreír ligeramente ante esa frase que le era devuelta.
—Estoy fatal —dijo de repente.
No tenía fuerzas para seguir disimulando.
—Tengo ciento cuarenta coronas en el monedero y facturas sin pagar por valor de diez mil en el cajón. Hoy me cortan el teléfono, y no he pagado el seguro de la casa. Pero estoy esperando un dinero, está al llegar. Me han concedido una beca —dijo con orgullo—, del Consejo Estatal de Artistas.
—¿De manera que vives gracias al seguro social?
—¡Por Dios, claro que no! —Eva perdió el control—. Voy a recibir ese dinero porque mi trabajo ha sido considerado importante y prometedor, y eso me brinda la posibilidad de seguir trabajando y evolucionando para que antes o después consiga arreglármelas sola artísticamente.
El mensaje llegó.
—Perdóname —dijo Maja mansamente—. Es que desconozco ese mundo. ¿Así que es positivo recibir una beca?
—¡Naturalmente! Es a lo que todo el mundo aspira.
—Pues yo no recibo ninguna subvención del Estado.
—Ni falta que te hace.
—Voy a por más café.
Eva sacó otro cigarrillo y siguió con la vista la figura redondeada de su amiga. No concebía que Maja se hubiera convertido en eso; esa Maja a quien creía conocer tan bien. Pero ganar un par de millones no estaba mal. ¿Sería verdad? ¿Era tan fácil? Pensó en todo lo que podría hacer con dos millones. Podría pagar todas las deudas, montar una pequeña galería. No, no podía ser verdad, dos millones. Puede que Maja exagerara, aunque no solía mentir. Nunca se mentían la una a la otra.