Authors: Jesús Sánchez Adalid
Abuámir se quedó perplejo.
—¡Vaya! —dijo—. No contaba con esto. Creí que no tendría que interrumpir mis actividades. Pero si piensas que es absolutamente necesario…
—Es fundamental —sentenció el militar.
—Bien. He dicho que haría todo como tú lo mandes. Iré allí. El gran visir al-Mosafi es quien me ha animado a esto. Le pediré ese tiempo y me lo concederá gustoso.
—Perfectamente —dijo Ben Afla—. Mañana, antes de amanecer, te esperaré en el camino para acompañarte a la escuela de la sierra. Trae pocas cosas: ropa ligera, tu caballo y calzado fuerte. No necesitas nada más.
—¿Eh? ¿Y la armadura? ¿Y la espada? Habré de adquirirlas antes de irme, ¿no?
—¡Ja, ja, ja…! —rió con gusto Ben Afla—. No, nada de eso. Allí no necesitas para nada esas cosas. Primero hay que preparar el contenido; más tarde, el continente.
Esa misma tarde, Abuámir puso en orden todas sus cosas. Llamó a Qut y le contó sus intenciones. Después se sentó en el escritorio e hizo una relación de cuantas gestiones habían de realizarse en su ausencia. Redactó una carta para el visir al-Mosafi y se la confió a su amigo para que se la entregara sin falta al día siguiente en Zahra. Dio órdenes a sus criados y dispuso la manera en que habían de gestionarse sus propiedades, como si fuera a realizar un largo viaje; pero no dijo a nadie que se encontraría recluido durante cien días con sus noches a escasas leguas de Córdoba.
Siguiendo las instrucciones de Ben Afla, metió cuatro cosas en un hatillo y sacó de la cuadra al mejor de sus caballos. Ahora sólo faltaba una cosa, y era lo más doloroso: despedirse de Subh.
Una vez en los alcázares, le explicó todo, el sentido de aquella separación y la importancia de convertirse en un hombre de armas para proseguir su carrera de ascensos en el complicado ámbito del poder. Le comunicó cuanto el visir al-Mosafi le había dicho acerca del valor que los militares le atribuían al hecho de que los altos cargos del gobierno fueran o hubieran sido guerreros, y la necesidad que tenía de hacer previsiones para el futuro, ahora que todavía era un hombre joven. Subh lo comprendió todo, pero no era capaz de aceptarlo, porque estaba sumida en el dolor de la reciente pérdida de su hijo, y Abuámir suponía para ella el único consuelo. Se aferró a él y lloró con rabia y amargura. Finalmente, se rindió ante la inamovible decisión de él y se dejó caer suspirando sobre los almohadones.
Abuámir la acarició dulcemente y aspiró el perfume de sus cabellos, como queriendo llevarse algo de ella dentro de sí.
Cuando dejó la ciudad, un fresco viento removía los alcornoques. Cabalgó solo, experimentando una extraña sensación de libertad, como si en aquel momento algo nuevo diera comienzo en su vida. Era como apreciar en su plenitud que todo marcha hacia delante, sin que el dolor por lo que se deja atrás tenga la fuerza suficiente para detener las cosas, paralizarlas y hacer languidecer las empresas.
Un poco más adelante, en un cruce de caminos, le esperaba Ben Afla para conducirle hacia su escuela de guerreros.
Ascendieron por serpenteantes caminos de sierra que se perdían en una espesura de brezos, roquedales, encinas y madroños; por las montuosas extensiones donde sólo habitaban misteriosos y solitarios ermitaños; y siguieron más allá, hacia las perdidas serranías donde tenían sus secretas guaridas los enormes osos pardos. Cabalgaban en silencio, saboreando la soledad del bosque; hasta que Ben Afla dijo, como para justificarse:
—Es necesario sentirse alejado; es la forma de encontrarse con la fiereza que guarda el espíritu del hombre… Pero aprendiendo la serenidad y la templanza de la naturaleza…
Después de avanzar por diferentes veredas, en lo que a Abuámir le pareció dar vueltas por el bosque, llegaron a un claro donde se levantaban casitas de barro y unas cuadras junto a un pozo.
—¡Utmán! ¡Utmán! —gritó Ben Afla.
Apareció un hombretón de espesa y obscura barba por la puerta de la casa, que se acercó a toda prisa al caballo y ayudó a Ben Afla a descabalgar. Luego le besó las manos respetuosamente.
—Este es Utmán ben Casi —le dijo Ben Afla a Abuámir—. Es una persona de mi absoluta confianza. Me acompañó durante años en mis campañas militares y ahora se hace cargo de mi escuela de armas. Maneja la espada, el arco y la lanza, y sabe de caballos como nadie. Puede reparar una armadura o coser una herida con igual habilidad. Deberás obedecerle como si fuera yo mismo. Si aprendes sólo una mínima parte de lo que él sabe acerca de la guerra, habrás ganado muchas posibilidades de escapar de la muerte en un campo de batalla.
El hombretón sonrió de medio lado, mostrando una sucia e imperfecta dentadura.
—¿Y los muchachos? —le preguntó Ben Afla.
—Están en el bosque, noble señor. No regresarán hasta la noche.
—Bien. Éste es Mohámed Abuámir, se incorporará como uno más al grupo. Quiero que aprenda todo lo que puedas enseñarle en los cien días que estará aquí. Después yo me haré cargo de él para instruirle en lo demás.
Ben Afla le mostró la casa. Se trataba de una austera construcción de un solo cuerpo, que servía de cocina, dormitorio común y única estancia, sin otro mobiliario que un montón de ásperas mantas, unas esteras de esparto y una chimenea con varios pucheros ennegrecidos.
—¿Aquí hemos de vivir? —preguntó Abuámir, perplejo.
—No necesitarás nada más —respondió Ben Afla—. Cuantas menos cosas mejor. Ahora se trata de centrarse.
—¿Centrarse? —preguntó él.
—Sí. Ya lo comprenderás. Todo a su tiempo.
Antes de que anocheciera, Ben Afla se despidió para regresar a Córdoba. Les dio los últimos consejos y desapareció por donde habían llegado.
Abuámir y Utmán se quedaron sentados en un tronco, con la espalda recostada en la pared de adobe. Ninguno decía nada, y reinaba un tenso silencio en el que sólo se escuchaban los quejidos de un lejano mochuelo. Abuámir percibió en ese momento que aquello iba a resultar mucho más duro de lo que imaginó en un principio.
Casi de noche ya, fueron regresando los alumnos de la escuela; una veintena de muchachos atezados por el aire y el sol, rudos y vestidos con usadas ropas llenas de remiendos. Abuámir se presentó a ellos y notó que se extrañaban de su presencia allí, tal vez por su edad.
—Es un señoritingo de ciudad —apostilló Utmán con una desagradable voz cargada de ironía.
Los jóvenes rieron la ocurrencia, y Abuámir le lanzó una de sus miradas feroces.
—¡Bueno, bueno! —dijo el hombretón—. ¿No sabes aguantar una broma?
Más tarde cenaron unos insípidos puches de harina y castañas, un puñado de aceitunas y un pedazo de queso salado. Luego cada uno se envolvió en su manta y enseguida empezó todo el mundo a roncar.
Abuámir se revolvió con rabia en su rincón, sintiendo el duro suelo y el hedor a sudor de sus compañeros. Intentó convencerse de que aquello era necesario, pero no podía evitar una aguda impresión de absurdidad y ridículo por encontrarse allí. Ben Afla le pareció entonces uno de esos fantasiosos ascetas, como los que seguían a Nasarra que hacían de su vida una renuncia inútil para ir en pos de algo desconocido. Se arrepintió de haberse dejado convencer para terminar allí, rodeado de un montón de adolescentes que querían ser caballeros a fuerza de comer puches de harina y dormir en el suelo; cuando él ya había accedido a los mas altos puestos sin haberse privado de un solo momento placentero.
Constantinopla, año 971
Bizancio era una sociedad rica, y también educada, aunque sólo una minoría gozaba de los lujos materiales y del legado intelectual que la hacían famosa. La vida social y política se centraba en la capital, en el conjunto de edificios conocido como el gran palacio. Junto a la puerta de la magnífica catedral de Santa Sofía se celebraban los encuentros cotidianos de los altos personajes, los legados de los reinos y los miembros de la corte. No podía entenderse el movimiento y el orden de aquella brillante sociedad si no era en torno a la fe cristiana y los edificios y obras de arte relacionados con ella. El palacio, las habitaciones, las salas de recepción, los puestos de guardia y los patios abiertos se alternaban con iglesias grandes y pequeñas; todas revestidas de espléndidos mosaicos y de luminosas pinturas que representaban escenas de la vida de Cristo, la Virgen o los santos. Y el número de iglesias y fundaciones religiosas en la ciudad era enorme. En la mayor parte de ellas se conservaban reliquias de gran significación religiosa, por lo general encerradas en relicarios de marfil, oro, plata, esmalte o piedras preciosas; mientras que la elaborada decoración a base de mármoles, mosaicos y pinturas formaba también parte de la gran profusión de elementos hermosos del culto, que junto con los vasos y vajillas de materiales preciosos le valió a toda esta concepción de la fe el calificativo de suntuosa.
En los días que el riguroso protocolo bizantino les hizo esperar a que les llegara el momento de ser recibidos, Asbag tuvo tiempo de empaparse de toda esa belleza. Salía temprano cada mañana y se lanzaba a descubrir la ciudad. En los bazares se amontonaban los mercaderes y comerciantes, visitantes de todas las razas y mendigos. Los forasteros, tales como los rhos, tenían sus propios barrios, y sus actividades y privilegios estaban cuidadosamente regulados por un convenio que hacían con los gobernantes. Bajaban desde Rusia por las rutas fluviales y compraban armiño, martas y otras pieles, así como esclavos, miel y cera. Del comercio oriental, especialmente con los árabes, provenían los perfumes, especias, marfil y más esclavos. Los comerciantes locales y los artesanos de la ciudad, tales como panaderos o mercaderes de seda cruda, pescadores y perfumistas, se organizaban por calles, en las cuales predominaban los olores de sus productos y las peculiares formas de disponerlos en sus expositores.
Asbag caminaba entre la gente, fijándose en la diversidad de formas de vestir, prestando atención a los diferentes acentos de las lenguas, deteniéndose en cada plaza, en cada mercado. Cuando pasaba delante de las innumerables iglesias, le llegaba ya desde la puerta el aroma del incienso mezclado con el humo de las velas que se amontonaban en los lampadarios. Entraba y se deleitaba contemplando los iconostasios con sus escenas maravillosamente pintadas en las paredes y en los techos: el Señor vestido con elegantes túnicas llenas de pliegues ampulosos, la Virgen con el niño como si fuera una emperatriz, los santos apóstoles dignificados en sus vestimentas como si fueran miembros de un senado, los mártires con los símbolos de su pasión… Los sacerdotes y los monjes celebraban la liturgia revestidos con brillantes y coloridas vestimentas, y lucían grandes barbas sobre el pecho que les conferían dignidad y un aspecto grave y respetuoso. Ya en Córdoba el obispo había oído hablar de todo ello a los viajeros, pero nunca imaginó cómo sería en realidad el renombrado Bizancio.
Luitprando por su parte no tenía ningún interés en adentrarse en el multiforme y variopinto mundo de las calles de Constantinopla. Durante aquel tiempo permaneció en la residencia que les habían asignado cerca del gran palacio. Se había traído algunos de sus libros, sus cálamos y el material suficiente para continuar con sus escritos, y se pasaba las horas frente al escritorio. A medida que transcurrían los días sin que fueran llamados a palacio, su indignación iba en aumento. «Pero ¿quién se ha creído que es ese presuntuoso griego?», se preguntaba cuando llegaba al colmo de su enojo.
El joven conde Raphael era un genuino lombardo; un noble de escasa cultura pero de gustos refinados, especialmente en lo que a las mujeres se refería. Y ello vendría a traerles problemas, como ya veremos más adelante. Su buena presencia, su simpatía de rostro y sus modales corteses eran las armas de un seductor mujeriego que no pasaba inadvertido en la corte bizantina, máxime cuando los otros veinte caballeros venían a unírsele para formar un conjunto homogéneo.
En tales circunstancias, con Luitprando enfrascado en sus escritos y permanentemente indignado con los bizantinos, con Fulmaro dedicado a la comida y la bebida y la escolta obnubilada por la belleza de las mujeres de Constantinopla, Asbag se dio cuenta de que él era el único que estaba en condiciones de llegar a comprender convenientemente la cultura bizantina para poder llevar a buen fin la misión.
Verdaderamente, el Imperio de Oriente era absolutamente distinto de su homólogo occidental. Era comprensible por eso que las embajadas enviadas hasta ahora desde Roma hubieran fracasado en sus intentos de entrar en diálogo. Occidente estaba germanizado, lo cual saltaba a la vista, especialmente desde los tiempos de Carlomagno. Los movimientos de la corte, la forma de entender la vida, las costumbres, la liturgia, el derecho, todo era absolutamente diferente. Resultaba absurdo enviar obispos francos, sajones o lombardos a intentar dialogar en un ámbito genuinamente oriental.
Asbag se dio cuenta de ello enseguida. Si algo era parecido a Bizancio en Occidente, ese lugar era sin duda Córdoba, a pesar de la gran distancia que separaba un punto del otro. Por eso se comprendía que la embajada de Recemundo hubiera dado tantos frutos y que ahora la mezquita mayor de Córdoba estuviera recubierta de mosaicos de estilo bizantino, como muchos palacios de la capital hispana.
Córdoba se había hecho abriéndose a Oriente a través del Mediterráneo, y creando una singular cultura en Alándalus cimentada en el viejo y sólido mundo romano. Algo semejante a lo que le había sucedido al Imperio romano de Oriente, que se había mantenido más abierto a la filosofía y a la especulación, mientras que en el mundo latino la mayoría de los problemas se concebía como algo «práctico».
Al principio no le sucedía, pero más adelante las calles de Constantinopla le transportaban a Córdoba. Serían los olores, el bullicio, el elevado tono de las voces, el ambiente cosmopolita o el contraste entre el lujo y la miseria. A veces sentía que al doblar una esquina o al remontar una cuesta se iba a encontrar con uno de los barrios cordobeses tan familiares. Pero faltaba el canto de los muecines, que allí era sustituido por un constante campaneo: repiques alegres de mañaneros monasterios, reiteradas llamadas a las largas misas bizantinas, tañidos constantes desde alejadas ermitas, profundos y sabios toques de la gran iglesia del Pantocrátor o de Santa Sofía. Bizancio era un reino de campanas.
Por más que Luitprando renegara de la liturgia bizantina, por considerarla excesivamente suntuosa, ostentosa e histriónica, a Asbag empezaba a seducirle el simbólico ritmo cargado de misterio en el que el tiempo y el espacio no contaban ante la presencia majestuosa de lo oculto, latente en la veneración de los iconos, en las largas ceremonias, en las procesiones abundantes en cruces de plata, velas, estandartes, tablas pintadas, incienso y prolongados cánticos de amanecer. Oriente estaba allí con todos sus signos: lo invisible en lo visible; el camino de la búsqueda de Dios, las ofrendas, los libros sacros, los paños de culto, los humos que ascienden, los oros relucientes que representan lo puro y luminoso; todo lo que conduce al absoluto reunido ceremonialmente en el litúrgico tiempo sin tiempo.