Authors: Jesús Sánchez Adalid
—¿De qué se trata? —le preguntó Asbag a Danielis.
—¡Oh, cosas de mi esposo! —respondió ella con cierto desdén—. Ahora soltarán a unas pobres gacelas y tendremos que ver cómo los leopardos las atrapan después de perseguirlas por el prado. ¡En todas las fiestas hay que atender al dichoso numerito! Y más tarde, cuando llegue el emperador, repetirá de nuevo la exhibición. Aquí no se concibe una reunión campestre sin un juego de leopardos.
—¡Ah! ¿Entonces, vendrá el emperador? —se apresuró a preguntar Asbag.
—Sí, claro, está confirmada su asistencia. En realidad esta fiesta es para él. Le encanta reunirse a beber vino con sus antiguos compañeros y apostar en las competiciones de leopardos adiestrados.
Electivamente, al cabo de un rato se presentó Juan Zimisces, acompañado por todo el esplendor de su parentela y sus eunucos de confianza. Digenis corrió hacia él y se postró reverentemente en su presencia. Los invitados también se inclinaron y prorrumpieron en aplausos y aclamaciones.
El emperador traía sus propios leopardos. Y lo primero que se hizo fue ordenar que diera comienzo la cacería. Desde unos cajones que se encontraban en un extremo del prado, los lacayos soltaron a unas gacelas que fueron perseguidas por las fieras, por parejas, en diferentes carreras, mientras los espectadores apostaban por unas u otras identificándolas por los colores de sus collares.
Mientras todo el mundo contemplaba el espectáculo, Asbag se fijó en la gran cantidad de hermosas damas que habían llegado en el séquito del basileus. Al igual que las otras que estaban invitadas a la fiesta, todas bebían vino, charlaban con los caballeros y reían con naturalidad.
—Aquí las mujeres viven con mucha libertad —le comentó a Danielis—. Esto en Córdoba sería impensable.
—Oh, sí —respondió ella—. No podemos quejarnos. Hay mujeres que incluso viven solas, gestionando ellas mismas sus propiedades y gobernando a su servidumbre. Y, naturalmente, escogen a los hombres con los que quieren relacionarse. Así es Constantinopla. Supongo que ello no te causará escándalo.
—No, no. Cada pueblo tiene derecho a regirse por sus propias costumbres. Pero dime una cosa: ¿es alguna de esas damas la princesa Ana?
—No, ninguna de ellas —respondió Danielis—. Esas mujeres pertenecen a la familia de Juan Zimisces y Ana es de otra línea.
—¿Tú la conoces? —le preguntó Asbag.
—Sí, claro. Es amiga mía. ¿Por qué?
—Oh, por nada, por nada…
Cuando finalizó la cacería, la fiesta continuó. El emperador y los demás invitados se acercaron entonces a las mesas para comer y beber algo, y Asbag aprovechó la ocasión para aproximarse. Reclamó un momento la atención de Juan Zimisces y, llevándolo aparte, le expresó una vez más los deseos cordiales de Otón I y la bendición especial del papa Juan XIII. El basileus hizo un gesto prepotente y dijo:
—No fue así como se expresó Luitprando en la anterior embajada. ¿Sigue el viejo obsesionado con llevarse a la princesa Ana para el sajón?
Asbag comprendió que la cosa sería mucho más difícil de lo que pensó en un principio y decidió andarse con suma cautela.
—Bueno —respondió—, la princesa es para su hijo. Si el Papa bendice esa unión, Otón estaría dispuesto a retirarse de Apulia y Calabria.
Había oído comentar eso a Luitprando, aunque sabía que éste no se rebajaría jamás a proponer una negociación.
—¡Vaya, vaya! —exclamó sonriente el emperador—. Eso ya es otro cantar. Pasa mañana por mi palacio y hablaremos del asunto. Y, ahora, vayamos a brindar con los demás.
Asbag se quedó encantado al comprobar que las cosas empezaban a solucionarse. Seguro como estaba de que Luitprando difícilmente se recuperaría del todo, decidió seguir haciendo las cosas a su modo. Al fin y al cabo, se trataba de conseguir como fuera la mano de la princesa Ana para Otón el joven, y ésa era en definitiva la única manera de poder regresar a Roma y, desde allí, a Córdoba.
Sin embargo, a medida que avanzaba la jornada de fiesta, no se dio cuenta de que estaban surgiendo complicaciones. Hasta que repentinamente reparó en la necesidad de ir a ver cómo se encontraban Fulmaro y Raphael.
Al primero lo encontró repantigado sobre la hierba, completamente ebrio y ahíto de comida, y tuvo que ir en busca de los criados para que lo transportaran hasta la mula y lo sacaran de allí cuanto antes. Por otro lado, en lo que a los lombardos se refería, la cosa era mucho más complicada, puesto que andaban por ahí, dispersos, borrachos también unos e ilocalizables otros. Fue preguntando por Raphael, pero nadie lo había visto por ningún sitio, por lo que empezó a preocuparse seriamente.
Danielis, a la que no se le escapaba nada, advirtió desde lejos la inquieta búsqueda del obispo y se apresuró a ir adonde él estaba.
—¿Se puede saber por qué andas preocupado de aquí para allá? —le preguntó—. ¿Sucede algo?
Asbag decidió sincerarse. Danielis le inspiraba cierta confianza.
—Se trata de Raphael, uno de los miembros de la legación —explicó—; no consigo localizarlo. Estos hombres no están habituados a este tipo de reuniones y…
—¡Ah, el joven conde! —exclamó ella—. Yo te llevaré al lugar donde se encuentra.
Asbag siguió a Danielis por entre los setos de los jardines, hasta las traseras del palacio, donde había una hermosa laguna rodeada de sauces y surcada en todas direcciones por cisnes y gansos.
—Allí está —le dijo ella, señalando hacia unos matorrales.
Raphael estaba abrazado a una muchacha. Cuando Asbag llegó hasta ellos, se quedaron sorprendidos y abochornados. Ella era extraordinariamente hermosa: alta, esbelta, de cabello obscuro y brillantes ojos verdes. El obispo sintió que nunca había visto a un ser tan hermoso y se quedó como paralizado. Ella echó a correr y se perdió en las espesura del jardín, mientras las carcajadas de Danielis se oían desde lejos.
—Pero… ¿te has vuelto loco? —recriminó el obispo a Raphael—. ¿No quedamos en que seríais prudentes? Lo vais a echar todo a perder…
El joven conde, sin decir nada, corrió también en la dirección de la muchacha.
—¿Quién era esa muchacha? —le preguntó Asbag a Danielis.
—Es Teofano, una sobrina del emperador. Según la opinión de todo el mundo, la dama más bella de Bizancio. Tu joven y apuesto conde no tiene mal gusto… Pero que se ande con precaución. Juan Zimisces no tiene hijos y esa sobrina lo es todo para él…
Córdoba, año 971
En el gran patio de columnas del palacio resonaba el estruendo de las espadas. Abuámir sostenía un escudo redondo y paraba una y otra vez los golpes que le lanzaba un contrincante, en la sesión de entrenamiento que, como cada día, se desarrollaba ante la mirada supervisora de Ben Afla en las dependencias de su señorial residencia. Habían sido casi seis meses de maduración y ahora el verano llegaba a su fin, al tiempo que se apreciaba ya la soltura y la familiaridad que cada uno de los alumnos mostraba a la hora de sostener la ligera cimitarra de caballero o el circular escudo de resistente cuero de buey.
—¡Bueno, basta por hoy! —ordenó Ben Afla desde la galería.
Los aprendices de guerrero soltaron las armas y se fueron quitando los protectores. Se sudaba copiosamente en aquellas sesiones, por lo que después se iban directamente hacia el estanque del jardín para refrescarse.
—Tú espera un momento —le dijo Ben Afla a Abuámir—. Me gustaría hablar contigo.
Un criado acudió con una jarra de agua y Abuámir bebió con ansiedad. Después contestó:
—Bien, tú dirás.
Ambos salieron a los jardines y comenzaron un calmado paseo por un delgado pasillo que discurría entre dos líneas de esbeltos cipreses. Ben Afla le habló pausadamente:
—Querido amigo, el verano ya se termina. Cuando acudiste a mí a principios de año para pedirme que te adiestrara en el arte de las armas, antes de que llegara el próximo invierno, sinceramente, pensé que ese tiempo sería insuficiente. Pero no quise desanimarte, y decidí que mejor era eso que nada. Ahora veo con claridad que te minusvaloré en aquel momento. Suponía que, al no ser ya un muchacho, te resultaría difícil educar los reflejos y ganar agilidad.
—Entonces, ¿crees que estoy preparado? —le interrumpió Abuámir.
—Bueno, no voy a decirte que seas ya un guerrero —respondió Ben Afla—. Eso sólo se consigue después de haber estado en un verdadero campo de batalla; pero has adelantado mucho en poco tiempo y, sin duda, podrás desenvolverte frente a cualquier adversario adiestrado…
—¿Lo dices en serio? —se entusiasmó Abuámir.
—Sí, completamente. Por lo que a mí respecta, no tengo ningún inconveniente en certificar que tu preparación en mi escuela ha sido suficiente.
Abuámir besó las manos del veterano militar.
—Oh, no, no… —dijo Ben Afla—. No tienes nada que agradecerme. Agradece al Todopoderoso las cualidades con que te ha dotado. Y, ahora, sígueme; he de mostrarte algo.
Cruzaron todo el jardín y llegaron al final de la extensa propiedad que el noble tenía en el centro de Córdoba, a las caballerizas. En un rincón, colgado de unos clavos en las paredes de adobe, había algo cubierto con unas viejas mantas. Ben Afla las retiró y apareció una flamante armadura. Estaba confeccionada con flexibles piezas de cuero, con revestimientos metálicos, bien engarzados, pulidos y brillantes, cotas de malla, puntiagudo yelmo y una magnífica coraza.
—¿Eh…? —se maravilló Abuámir—. ¿Y esto?
—Es tuya —sentenció Ben Afla—. A partir de hoy podrás lucirla.
—¡Por Alá! ¡Es demasiado! Ahora comprendo; por esto mandaste que me tomaran medidas… Pero… ¡debe de valer una fortuna!
—Y yo debo ser honesto —contestó Ben Afla—. Aunque yo la mandé hacer a mi armero de confianza, y dispuse cómo tendría que confeccionarla, fue el gran visir al-Mosafi quien la costeó en su integridad.
—¿Al-Mosafi? —se extrañó él.
—Sí. Me visitó hace un mes para interesarse por tus progresos. Y yo le dije la verdad: que en breve serías un adiestrado caballero. Entonces se entusiasmó, y ambos acordamos que necesitarías pronto tu armadura para recibir el nombramiento de jefe de la
shurta.
Pues bien, ahí la tienes. Es digna del gran hombre que ha de llevarla.
Esa misma mañana, Ben Afla y Abuámir acudieron a la notaría del cadí, para extender el pliego de certificaciones que un caballero necesitaba para entrar a formar parte de cualquier cuerpo de armas del califa. Y por la tarde el flamante caballero, luciendo su brillante armadura, se dirigía hacia Zahra para recibir su nombramiento, acompañado por Ben Afla y por los jóvenes alumnos de su escuela de armas.
Al-Mosafi no pudo ocultar el entusiasmo que le causaba ver a su protegido convertido en un guerrero. Inmediatamente dispuso lo necesario para que prestara juramento y ocupara su nuevo cargo al frente de las fuerzas que se ocupaban de mantener el orden dentro de la ciudad de Córdoba y en el amplio territorio que la rodeaba, hacia las sierras y las murallas de Zahra por un lado y más allá del Guadalquivir, en la gran extensión de las
munyas,
por otro. Un nuevo poder que acudía a las manos de Abuámir, para sumarse al de tesorero, director de la Ceca y administrador de todos los bienes de la sayida y del heredero Hixem.
Después de tomar posesión de su cargo, Abuámir recibió los parabienes y felicitaciones de los más altos dignatarios y pasó revista a los destacamentos de guardias que habían de estar bajo su mando. Y con la última luz de la tarde se encaminó hacia los alcázares, como conducido mecánicamente por un impulso que le nacía muy dentro.
Hacía más de medio año que no veía a Subh. Había sido una separación muy dolorosa, pero sentía que había sido necesaria. Era como si hubiera percibido justo a tiempo que aquella relación era lo único que podía causarle problemas. Después de que se hubieran levantado contra él las iras de los eunucos de Zahra y de que el príncipe al-Moguira se hubiera sentido desairado, lo peor que podía sucederle es que empezaran a circular las habladurías. Sabía que el asunto de la litera de plata había levantado la polémica y que sus frecuentes estancias en la
munya
de Al-Ruh caldeaban un cierto ambiente de sospecha. ¿No habría sido el momento oportuno de retirarse prudentemente?
Subh le pareció más bella que nunca; sería por el tiempo transcurrido sin verla. Con frecuencia había querido recordar su rostro, cada facción, cada gesto, sus dulces ojos intensamente azules y el oro de su pelo; pero era como si se borrase de su mente cada vez que se esforzaba en retener la imagen. Ahora estaba ahí, con su suave túnica de lino verde, mirándole con gesto de asombro, en el pequeño patio de las enredaderas.
Ella soltó un tiesto que sostenía entre las manos y soltó un grito de emoción. Los loros se alborotaron en su jaula y sus familiares voces le devolvieron a Abuámir el recuerdo de los primeros días en el palacio. Sisnán y al-Fasí también se alborotaron y acudieron a manifestar sin reparos su alegría de verle.
—¡Ah, qué armadura! —exclamaban—. ¡Eres un
mawala
guerrero, señor Abuámir! ¡Pareces un gran general!
Ella le contempló primero, de arriba abajo, con extrañados ojos de sorpresa. Luego se abrazó a su cuello. El la abrazó sin contenerse; sintió el cuerpo frágil bajo la tersa tela de la túnica, la suavidad de su mejilla, el sabor salado de una lágrima de emoción que recogió con sus labios.
El pequeño Hixem ya estaba en la cama. Cenaron juntos los cuatro, unidos por la común alegría; no era momento de guardar las distancias. Subh y los eunucos disfrutaron con las aventuras que Abuámir les contó de sus pasados días en las sierras; historias de osos y de lobos, de noches de vagar perdidos por los montes, orientándose por las estrellas, padeciendo hambre y sed. Admiraron nuevamente la armadura, empuñaron con temor la afilada espada, tomaron en peso el escudo y se probaron el yelmo. Hubo risas, agudos chismorreos de Sisnán y atrevidos cuentos picantes de al-Fasí. Todos querían recuperar el tiempo perdido.
Más tarde Subh propuso subir a la torre. Los eunucos sintieron entonces que debían retirarse prudentemente y se perdieron por sus aposentos.
Arriba, un suave viento de otoño traía el aroma de la tierra removida en los campos. La ciudad brillaba abajo, iluminada por sus faroles recién encendidos. Un bello cielo rojo se extendía desde la línea del horizonte en el poniente.
—¿Sabes una cosa? —le dijo ella—, pensé que no ibas a volver.