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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (71 page)

BOOK: El mozárabe
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Pasadas una horas remitió la tormenta. Un encrespado cielo gris quedaba atrás sobre las costas griegas. De frente, se abría el mar Adriático con un hermoso sol de atardecer en el horizonte.

Asbag miró al mar plomizo que se extendía hacia oriente, en el lado contrario al bello poniente rojizo. Le habló a las aguas como si Luitprando pudiera escucharle desde ellas:

—Ni Grecia ni Roma, ni Oriente ni Occidente… Justo en el medio; ahí habías de reposar para siempre, en la mitad del camino que recorriste tantas veces para unir ambos extremos. ¡Dios lo ha querido así! ¡Que Él te guarde en su Gloria!

Y envió una bendición al mar.

Capítulo 73

Córdoba, año 973

La estancia que Abuámir se había mandado construir en su nueva
munya
había sido ideada por él mismo, para satisfacer el deseo que había sentido siempre de habitar en un lugar hecho a su manera. Desde el balcón que daba al este se dominaba una gran extensión de la vega del Guadalquivir, con las mieses doradas y los verdes árboles frutales próximos al río. Desde la otra ventana se divisaba la mejor vista de Córdoba: el gran puente erigido por los romanos, cuya cabecera terminaba en la puerta de Alcántara; la mezquita mayor sobresaliendo por encima de las murallas; los alcázares y el apretado conjunto de edificios, con palmeras finas y enhiestas que salpicaban aquí o allá el panorama escapándose desde los patios.

La amplia habitación le servía de gabinete, lugar de descanso en la intimidad y dormitorio. Era una especie de torreta levantada en un tercer nivel, separada del segundo piso de la casa por un pasadizo al aire libre que volaba desde el salón principal. En ella tenía sus libros, sus armas y sus halcones.

Echado en un diván, leyendo un viejo libro de crónicas de héroes y leyendas épicas, se estremeció de placer al ver su propia armadura, brillante, recién pulida, erguida frente a él en su soporte y aguardándole vacía, con las correas suaves y las hebillas dispuestas para ajustarse a su cuerpo. Era como si ya formara parte de él, como si le perteneciera como algo propio de su personalidad; lo mismo que la espada que descansaba en su funda al lado, lista para prolongar su brazo. «Ya soy un guerrero de Alá; un fiel hijo de
hyihad»,
se dijo, dejándose invadir por un escalofrío extraño, por una energía que le nacía de dentro, le tensaba los nervios y le hacía sentirse llamado a algo; algo sublime, lejano y próximo a la vez.

Se levantó y se acercó a la armadura, la acarició; era como si ella le hablara, sin palabras, con un misterioso fluido de sentimientos. Extrajo la espada de su vaina; se fijó en la brillante hoja de acero, la acarició, y también el mango de bronce con delicadas palabras del Corán labradas en él. La empuñó y la extendió hacia la ventana. Un cálido sol anaranjado despedía sus rayos desde el naciente, y un dorado reflejo bañó el templado metal. Estiró el brazo y se fijó en él: con el entrenamiento se había fortalecido; le agradó contemplarlo y lo tensó aún más. «El brazo de Dios —pensó—. La espada de Alá.» Eran frases que había leído desde niño en los libros, en boca de implacables guerreros lanzados a extender la fe del Profeta. Frases que ahora, frente a aquella armadura y aquella espada, parecían pertenecerle a él como propias. El estremecimiento volvió ahora con mayor intensidad. «Las tierras de Alá son vastas hasta el infinito —le vino ahora a la mente—; ¿quién extenderá sus dominios?»

El misterioso sentimiento se hizo más fuerte y percibió que el alma le ardía dentro, como queriendo escaparse, como queriendo volar por encima de la extensa llanura de la vega.

Su halcón favorito estaba allí a un lado, sobre su alcándara, con los fieros ojos clavados en el pedazo de cielo que se veía desde la ventana; miró a Abuámir y ahuecó las plumas, como pidiéndole algo, y al momento volvió la mirada escrutando nuevamente el espacio abierto. Abuámir se fijó en un bando de palomas que acudían a posarse en los sembrados, y comprendió la inquietud del halcón. Soltó las pihuelas y el ave se subió en su puño. Lo acercó a la ventana. La primera paloma que alzó el vuelo hizo que la rapaz saltara como un resorte y volara como una veloz flecha hacia ella. Se produjo un impacto seco en el aire y una explosión de plumas desprendidas. Cazador y presa caían enlazadas en un baile mortal. «Así lo quiere Dios —pensó Abuámir—: hay halcones y palomas volando en un mismo cielo; pero a cada uno le corresponde un destino diferente.»

—¡Amo! ¡Amo Abuámir! —le sacó de sus cavilaciones una voz y un persistente golpeteo en la puerta.

Abrió y se encontró con el criado.

—Amo, en el recibidor te aguarda el gran visir.

Abuámir se sorprendió de aquella visita repentina.

—Bien, ahora bajo —dijo—. Acomódalo y ofrécele algún refresco. ¡Ah!, y recoge el halcón que está desplumando una paloma en el trigal.

Abuámir se puso el albornoz, se lió el turbante y bajó al salón principal de la casa, donde al-Mosafi degustaba un tazón de agua fresca perfumada con almizcle mientras miraba los campos desde una ventana.

—¡Magnífico halcón! —comentó al ver llegar a Abuámir.

—¡Ah, lo has visto! —dijo Abuámir.

—Sí. Llegaba justo en ese momento. Los guardias que me acompañaban y yo vimos la maravillosa escena a poca distancia.

—¿Y, bien, a qué debo esta inesperada visita? —preguntó Abuámir.

—Bueno, ha surgido algo que debía comunicarte inmediatamente. Pensé que lo mejor era que yo viniera en persona; se trata de un asunto que no admite demora y no quise perder tiempo en citarte. Además, así tengo la oportunidad de conocer tu casa, de la que tanto he oído hablar.

—¿Se trata de algún asunto grave? —se inquietó Abuámir.

—Según se mire —respondió el visir—. Pero no te sobresaltes. Lo que sucede no concierne directamente a tu función en Córdoba; se trata de un problema surgido en África.

—¿En Mauritania? ¿En los dominios africanos del califa?

—Exactamente. Los príncipes idrisíes han vuelto a rebelarse. Atacaron a nuestro ejército en Mahran y mataron a mil quinientos hombres, incluido el general Ibn Tumlus. Los supervivientes regresaron a Ceuta y han pedido refuerzos. El califa decidió enviar al general Galib, ya sabes, el que defiende la Marca del norte. Le ha ordenado venir desde Medinaceli, y en un par de semanas partirá con un gran ejército para cruzar el estrecho.

—Eso quiere decir que el problema es grave —observó Abuámir, meditabundo—, y que habrá una gran guerra. ¿No es así?

—Sí. Se trata de destronar definitivamente a los traidores idrisíes para evitar que entreguen Mauritania al califa de Egipto. Para ello, Alhaquen piensa repartir oro a manos llenas entre los señores que apoyan a los rebeldes, para comprarlos.

—¿Más dinero? —se sorprendió Abuámir—. ¡Pero si se han mandado cantidades enormes de monedas! Yo mismo ordené su embalaje en la Ceca.

—Ése es precisamente el problema —explicó al-Mosafi—. Todo ese dinero se ha derrochado sin sentido, y parece ser que no ha llegado a las manos de los mauritanos. Algo está sucediendo: o no saben administrarlo o…

—O alguien se ha quedado con él —continuó Abuámir.

—Eso mismo —confirmó el visir—. Y ahí precisamente comienza tu cometido. Se necesita un intendente hábil y experimentado que sea capaz de poner las cosas en su sitio. Alguien que, además de hacer de tesorero, sea un militar, capaz de asumir el sistema de vida de los hombres de armas.

—¿Quiere eso decir que he de ir a Mauritania?

—Sí, así lo ha dispuesto el califa. Te incorporarás al grupo de oficiales del general Galib y serás el encargado de que el oro llegue a su destino.

Cuando Abuámir le contó a Ben Afla el destino militar que le había encomendado el califa, el viejo general se entusiasmó.

—¡Alá sea ensalzado! —exclamó—. Al fin ha llegado tu momento. Ningún lugar como África para emprender la carrera de las armas. Allí empecé yo, y allí he enviado a mis hijos mayores, como bien sabes, gracias a la ayuda que tan generosamente me brindaste. Ahora, ellos se incorporarán inmediatamente a tu servicio con todos sus hombres. Además, te daré cartas para algunos viejos conocidos míos: el gobernador de Tánger y, sobre todo, para mi gran amigo al-Tuchibí, antiguo gobernador de Zaragoza; él te ayudará en cuanto necesites.

Inmediatamente, Ben Afla se sentó a su escritorio y escribió las cartas, las firmó, las selló y las enrolló cuidadosamente. Las puso en manos de Abuámir y añadió:

—Y, si no tienes inconveniente, me encargaré de que te acompañen mi hijo Hamed y un buen grupo de caballeros jóvenes que desean ardientemente una oportunidad como ésta.

—Noble Ben Afla, ¿no es demasiado todo eso? —le dijo Abuámir, emocionado.

—Es mucho menos de lo que te mereces —respondió el veterano—. Estoy seguro de que después de esta campaña se hablará de ti en todo el reino.

El propio califa salió a despedirlos a las puertas de Córdoba. Un gran ejército, con el general Galib al frente, tomaba el camino del sur para ir hasta Algeciras, donde había de embarcarse hacia Tánger. Córdoba entera cruzó el puente para ver partir a la gran fila de caballeros precedidos de los estandartes y seguidos por una infinidad de mulas que cargaban con toda la impedimenta.

Según le correspondía como jefe de la
shurta
cordobesa con poderes especiales del califa, Abuámir ocupaba un lugar preponderante junto a los guardias en la comitiva que iba al frente de las huestes. Su aspecto no pasaba desapercibido; con la ondulante capa de seda verde que se extendía hasta las ancas de su caballo negro, adornado con los bellos jaeces que heredó de su padre y con la brida de Ben Afla; su armadura impecablemente limpia y brillante; la loriga pulida, ajustada a su cuerpo; y su propio séquito de caballeros, mayordomos, criados, esclavos y maestros de armas, al frente de los cuales se incorporó Utmán. Y, como intendente militar y tesorero real, Alhaquen puso bajo su mando un importante contingente de la guardia especial de Zahra.

Antes de llegar al puerto de Algeciras, en la cuarta jornada de camino, el general Galib, que iba siempre a la cabeza del ejército, se apartó a un lado y aguardó a que Abuámir pasase para cubrir un trecho del camino cabalgando juntos. Se habían conocido una semana antes en Zahra, cuando el califa les había encomendado la campaña militar, exhortándolos a trabajar juntos y a entenderse, sobre todo en la forma de utilizar el tesoro que llevaban consigo para granjearse adeptos.

—¿Conoces Mauritania? —le preguntó Galib.

—No —respondió él—. Nunca estuve allí, aunque soy originario de la Axarquía y, como comprenderás, he conocido a muchos beréberes.

—¡Hummm…! Los africanos son gente complicada —explicó el general—. Tan pronto se unen como una piña como se disgregan y se despedazan entre sí como perros rabiosos. Cualquiera que pueda juntar a veinte hombres armados se erige en caudillo y pretende ser un príncipe. Siempre han vivido de esa manera.

—Bueno —repuso Abuámir—. Es algo que tendremos que aprovechar a nuestro favor.

—Sí. Lo difícil es saber por dónde se ha de empezar.

—Llevamos más monedas que puntas de lanzas y flechas —comentó Abuámir—, para arrojarlas en todas direcciones…

—¡Ah! ¿Crees que el califa de al-Qahira no habrá disparado ya sus dinares?

—Bien, si es así, habrá que ver si pesan más que los nuestros.

—¡Bah! —replicó Galib—. No soy partidario de solucionar las cosas con oro. Los rebeldes lo toman y se calman; pero cuando se lo gastan vuelven otra vez a las andadas. Es como dejar que el halcón devore la presa que ha cazado; se acostumbra a satisfacerse a sus anchas y luego obedece sólo cuando le interesa. No, al halcón hay que tenerlo siempre con hambre…

—Tienes razón,
mawala
—repuso Abuámir—. Pero, aunque al halcón no se le debe permitir que se coma a la presa, siempre se le da la parte más suculenta, que es el corazón o el hígado. Así, aunque se quede con hambre, se muestra agradecido y se siente importante ante el amo que premia su esfuerzo. Estimo que lo que hay que hacer con esos caudillos mauritanos es tenerlos permanentemente engolosinados con asignaciones frecuentes, pero no cuantiosas, y al mismo tiempo persuadirlos de que son dignos miembros de un gran imperio, no mercenarios asalariados.

—¿Y quién podrá convencerlos de eso? —dijo el general en tono escéptico—. Son incapaces de sentirse parte de nada; prefieren ser cabeza de ratón antes que cola de león. Ya lo verás. No entienden otra forma de vida que la que aprendieron de sus mayores.

—Habrá que intentarlo —contestó él.

—Sí, en eso tienes razón. Es lo que opina el califa y para ello llevamos ahí todo ese oro. Tú eres el encargado de hacer esas negociaciones. Si consigues convencerlos…

En el puerto de Algeciras aguardaba amarrada la gran flota de Alándalus, preparada para empezar a transportar al otro lado del estrecho a la nutrida hueste. Una importante cantidad de naves particulares, pesqueras y comerciales se sumó a las operaciones de trasladar soldados e impedimenta. Durante días, los barcos no descansaron ni de día ni de noche.

Cuando Abuámir divisó a lo lejos, sobre el horizonte azul del mar, la obscura línea de tierra africana, le invadió la emoción de la aventura y el deseo de triunfar en hazañas que luego fueran escritas en los libros.

Capítulo 74

Roma, año 972

El 14 de abril de 972, Roma bullía bajo un radiante sol de mediodía, después de que en la basílica de San Pedro el papa Juan XIII bendijera las bodas de Otón II con la princesa bizantina Teofano. Había sido una ceremonia grandiosa, celebrada en presencia de los emperadores Otón y Adelaida, así como de los representantes de los principales reinos de la cristiandad, que habían acudido a presentar sus parabienes y sus respetos, para acogerse a la sombra del poder del nuevo y flamante césar que habría de heredar el cetro de su padre.

Después de seis meses, Asbag se había acostumbrado a la Roma que le sorprendió a su llegada, con las ruinas de sus foros desparramadas por todas partes, columnas, pórticos, callejuelas, bodegas, talleres y decrépitos caserones; la mayor amalgama de grandeza y miseria, pasado y presente, que pudiera llegar a encontrarse. Sin embargo, aunque todo se caía a pedazos, algo hablaba de eternidad en las calles abarrotadas de gentes diversas, en las plazas luminosas y en los puentes construidos sobre el lento y perseverante fluir del Tíber; y sobre todo, sus grandiosas basílicas, que se levantaban desafiantes junto al esplendor de otros edificios que el tiempo hacía desmoronarse.

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