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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (85 page)

BOOK: El mozárabe
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—¡Esto es una señal, hermanos! ¡Los santos mártires acuden en nuestra ayuda! ¡El Señor no nos abandona!

Los monjes entonaron las letanías. La emoción se palpaba en el ambiente y las lágrimas se derramaban hasta por los recios rostros de los hombres de armas.

Cuando salieron a la puerta, el conde Ramón Borrell llamó a Seniofredo, el abad de Santa María de Ripoll, para presentárselo al mozárabe a fin de que éste pudiera hacerle entrega de los libros. El abad era un hombre de tez blanquecina y reluciente calva; sus ojos estaban rodeados de azuladas ojeras, pero iluminados de ardiente exaltación. Nada más acercarse a Asbag, le dijo:

—Pensaba venir a hablar con vos cuando terminase la oración.

—Ya sé que conociste a Gerberto cuando era aún un novicio en Ripoll —le dijo Asbag, creyendo que se refería a eso.

—Sí, pero además de hablar acerca de Gerberto, tengo una noticia para vos que os interesará sobremanera.

—Bien, tú dirás —le apremió Asbag.

—Me ha parecido escuchar que vuestra procedencia es mozárabe y que os educasteis en Córdoba —dijo Seniofredo.

—Así es.

—Pues bien, el obispo de Córdoba se encuentra en mi monasterio.

—¿Qué? —se sobresaltó Asbag—. ¿Qué me estás diciendo?

—Lo que oís. Numerosas comunidades de mozárabes tuvieron que huir cuando ese Almansur empezó a hacerles la vida imposible. Cruzaron la Marca y se aventuraron en nuestros territorios. Obispos, abades, presbíteros y monjes ingresaron en nuestros monasterios por no tener adonde ir…

—¡Pero si yo era el obispo de Córdoba! —dijo Asbag sin salir de su sorpresa—. Pero… ¡Claro! Supongo que al faltar yo durante tanto tiempo tuvieron que nombrar a otro. Y, ahora, dime, ¿cómo se llama? Seguramente he de conocerlo a él o a sus padres y abuelos.

—Se llama Juan. Pero será mejor que lo conozcáis vos en persona. Nadie mejor que él podrá ilustraros acerca de la situación en Alándalus. Mañana de madrugada partiré de regreso a mi abadía; deberíais ir allí conmigo; así tendréis ocasión de encontraros con el obispo Juan y con otros clérigos cordobeses, descansar durante un tiempo y conocer nuestra famosa biblioteca.

Capítulo 87

Monasterio de Ripoll, año 996

El abad Seniofredo estaba orgulloso de la nueva iglesia de su monasterio, inaugurada recientemente: cinco naves y cinco ábsides realzaban un espléndido templo como no había otro en todo el norte de Hispania. Santa María de Ripoll era ya algo más que una abadía; una verdadera ciudad se había formado en sus alrededores con gentes venidas de todas partes: nobles con sus familias y siervos que llegaban después de verse expulsados de sus tierras por los moros. Comunidades enteras de mozárabes, comerciantes, pastores con sus rebaños, jóvenes en busca de la sabiduría de los monjes, aprendices, herbolarios, albañiles, artesanos y enfermos que buscaban remedio a sus dolencias. Después de la iglesia, Seniofredo quiso enseñarle a Asbag lo demás: la sacristía, la sala capitular, la sala de monjes, el noviciado, el refectorio, las cocinas, los huertos, el patio y las letrinas.

El conjunto del monasterio no podía ser más completo. Sin embargo, el mozárabe estaba impaciente por encontrar lo que le había llevado hasta allí: el tal Juan, obispo de Córdoba.

Atravesaron un callejón que comunicaba con una serie de dependencias exteriores, donde residían las personas que, no siendo monjes, se habían incorporado a la vida rica y multiforme de la abadía.

Llegaron frente a un caserón, en cuya puerta dormitaba un criado, sentado en el umbral y recostado en las frescas piedras que rodeaban la entrada.

—¡Eh, tú! —le despertó el abad—. Anda, ve a llamar a tu amo.

El muchacho se desperezó y se puso en pie con desgana, para desaparecer entre las hojas de la vieja puerta. Al momento, se asomó alguien desde una de las ventanas y dijo:

—¡Subid, por favor, señores!

Entraron en el amplio zaguán y subieron por una escalera interior que comunicaba con el alto. Arriba les aguardaba un hombre de unos cincuenta años, de cerrada barba grisácea y tez morena, vestido con una larga túnica obscura, que al ver a Seniofredo exclamó:

—¡Ah, querido abad! Ya veo que has regresado de Barcelona. ¿Cómo fue vuestra reunión?

—Todos siguen estando con el conde —respondió Seniofredo—. A partir de ahora, nadie espera ya nada de los francos…

—¿Quiere eso decir que rendiréis vasallaje a Almansur? —preguntó él.

—No, de ninguna manera. El conde quiere preparar una campaña; ha pedido que se formen juntas y que se alcen en todas partes para ir a defender la Marca. Pero ya tendré tiempo de contároslo todo con detalle. Ahora quiero presentaros a alguien.

Asbag no dejaba de mirar a aquel hombre. Temblaba de emoción al escuchar el acento cordobés. Sin esperar a que el abad dijera nada más, se anticipó y preguntó:

—¿Eres de Córdoba? ¿De la capital?

—Sí —respondió el hombre de la túnica obscura.

—¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu apellido? —le preguntó Asbag lleno de impaciencia—. ¿De qué familia eres?

—Me llamo Juan —respondió él—. Soy hijo de Walid ben Jayzuran, juez de los cristianos de Córdoba.

Asbag se tambaleó; a punto estuvo de perder el equilibrio y rodar por la escalera que estaba detrás de él. Sus ojos enrojecieron y la boca se le entreabrió, dejando pasar una respiración sonora, entrecortada. Un gemido brotó de su garganta al tiempo que extendía unas manos temblorosas, con una voz casi inaudible, ahogada por la emoción, dijo:

—¡Juan…! ¡Juan aben-Walid…! Hijo mío…

Juan miró a Seniofredo extrañado, encogiéndose de hombros.

—¡Juan…! Soy Asbag, el obispo —prosiguió el mozárabe—. Soy yo… ¿No me reconoces?

Juan abrió unos grandes ojos de sorpresa y miró a Asbag, buscándole bajo los treinta años que habían obrado sobre su cuerpo.

—¡Oh…! ¡Dios! —balbució.

Los dos se abrazaron, llorando; se separaban, se miraban y volvían a juntarse sin ser capaces de asimilar el misterioso capricho del destino.

El abad Seniofredo los dejó solos más tarde, cuando ya se habían repuesto del sorprendente encuentro. Asbag y Juan se sentaron bajo un gran ciprés y estuvieron hablando durante horas; llorando a ratos, recordando.

—Y eso fue todo —concluía Asbag su relato—. Gerberto de Aurillac me facilitó la entrevista con el nuevo Papa y éste, sin más, me impuso el palio como arzobispo de Toledo. Fue en Barcelona donde me dijeron que aquí, en Ripoll, había un obispo de Córdoba… Y ahora, dime tú, ¿cómo llegaste a ser el nuevo obispo?

—Pensaba ahora que mi potestad había dejado de ser válida —dijo Juan—, puesto que a mí me nombraron en la suposición de que tú, el legítimo obispo de Córdoba, habías muerto…

—¿Qué dices? —replicó Asbag—. Nada de eso. Tu nombramiento y tu consagración son perfectamente válidos, ya que mi ausencia fue suficientemente prolongada. Además, yo ya no soy el titular de la sede cordobesa; ahora soy arzobispo de Toledo. Y, en todo caso, ¿no puedo yo revalidar tu nombramiento?

Juan sonrió, con un fondo de tristeza en los ojos.

—Sí… ¿pero de qué me sirve ahora? —respondió—. Como te decía antes, después de conseguir ocultarme de los vikingos cuando fuiste hecho preso por ellos en Galicia, regresé a Córdoba. Allí terminé mi formación en la escuela de San Zoilo. Después fue cuando te dieron por muerto al no volverse a tener noticias. Luego murió mi padre. Pasaron los años. Ya ves, el consejo de los cristianos se reunió, y decidieron presentarme como candidato a la sede. Ejercí el cargo durante diez años; hasta que ese Almansur se hizo con todo el poder y empezaron los problemas para la comunidad de mozárabes.

—¿Quién es ese Almansur? —preguntó Asbag—. Seguramente, he de conocerle. Fui consejero de Alhaquen y por la cancillería pasaban todos los altos militares del califato. ¿Era entonces célebre?

—No sé decirte quién era. No olvides que yo era apenas un muchacho cuando emprendimos la peregrinación. Por entonces conocía yo a pocos musulmanes. Sólo puedo decirte que administraba el tesoro real y que fue cadí de Sevilla y después de África.

—Hummm… No, no me suena de nada. En fin, ha pasado tanto tiempo…

—¡Es alguien terrible! —dijo Juan, con pavor en el rostro—. En vez de proteger a los cristianos frente a los fanáticos ulemas, como hacía el bueno del califa Alhaquen, hizo la vista gorda y se mantuvo impasible cuando nos saquearon las viviendas y nos quemaron las iglesias. ¡Le daba igual! Está obsesionado con echar a todos los cristianos de Hispana y continuar la invasión que sus antepasados árabes iniciaron hace siglos. Hace ya diez años, salió de Córdoba un día de mayo con todos sus ejércitos, pasó por Murcia y fue reuniendo refuerzos por el camino, formando una gran hueste, aguerrida y bien armada. Para defender a sus caballos contra las armas de los francos de Cataluña, los protegió con planchas de hierro. Una vez pasado el Ebro, atacó y destruyó castillos y pueblos cerca del río Gaya, se apoderó de las tierras del Penedés y fue a poner sitio a Barcelona. Yo estaba ya allí con gran número de fugitivos cordobeses y lo presencié todo. Después de poner a sangre y fuego los alrededores, asaltó las murallas a pesar de ser buenas, con sus torres y fortalezas, y la ciudad sucumbió al asalto. El saqueo y el incendio causaron enormes daños; además, se llevaron un botín cuantioso, pues allí habíamos llevado los tesoros y documentos, con ánimo de salvarlos, cuantos nos refugiábamos en la ciudad. Fuimos hechos cautivos junto a personajes notables de la ciudad, como el arcediano de la catedral, el obispo Arnulfo, el juez Anís, tres hijos del vizconde de Gerona y once monjes de San Cugat del Valles. Gracias a Dios, el conde Borrell II se había salvado, consiguiendo huir, y fue enormemente caritativo y generoso al reunir dinero suficiente para redimirnos pronto. Desde entonces, estoy aquí en Ripoll.

—¡Vaya! —dijo Asbag—. Tú también has tenido que sufrir.

—¿Y quién no? —repuso Juan—. Son tiempos difíciles. Parece que el mundo está dominado por un poder maligno y tiránico con una capacidad de destrucción ilimitada. ¿Será el fin de los tiempos? ¿Se irá haciendo esa tiranía más y más intolerable hasta que, repentinamente, llegue la hora de los santos de Dios?

—¿Tú también estás cayendo en eso? —le preguntó Asbag preocupado—. ¿Estás llegando a pensar que en estos cuatro últimos años del milenio terminará el mundo?

—¿Cómo no pensarlo? Para mí el mundo ha terminado. ¿Qué nos queda de lo que teníamos en Córdoba?

—¡Ah, no, no…! —replicó Asbag—. Por favor, no pienses de esa manera. El mundo continúa; la vida sigue. Mientras haya tierra, hombres, hijos de Dios, nada va a terminar… Es absurdo confundir las dificultades inherentes a la vida con la consumación final. No, no debes creer en eso.

—Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo actuar ante una realidad que se desmorona?

—Siguiendo adelante —respondió Asbag con rotundidad—. Cuando algo se termina, es porque algo nuevo está comenzando.

—¿Puedes decirme qué es lo que está comenzando?

—Vengo de Roma, querido Juan. Allí también reina el terror ante la proximidad del milenio de la encarnación de Cristo. Terror, porque, como te sucede a ti, todo parece confirmar que Satán se ha desencadenado y anda suelto. Allí, en Roma, la ignominia había gobernado durante este siglo décimo. El conde Teofilacte, su esposa y su hija Marozia, habían utilizado el trono pontificio como una pieza más de sus escabrosas intrigas. Yo lo he conocido; he estado allí y me lo han contado…

—¿Y no son ésos signos que confirman mis temores? —le interrumpió Juan.

—Déjame terminar —le pidió Asbag—. Sin embargo no faltan signos que anuncian un renacer de nuestra fe. ¿Qué me dices del renacimiento del monacato? Puedes verlo en este monasterio y en cientos como éste que se inauguran por toda la cristiandad. Los monjes de Cluny fundan decenas de ellos, nuevos, y reforman otros.

Hicieron una larga pausa de silencio, en la que ambos parecían meditar sobre todo aquello. La luz del atardecer iluminaba las colinas, llenas de maleza dorada y coronadas por peñascos grises. Los monjes regresaban ya de sus labores, trayendo leña y plantas aromáticas para fabricar elixires, pues era la época de recogida.

—Estuve presente en el coronamiento del emperador Otón III, ¿sabes? —prosiguió Asbag—. Apareció en la basílica de San Pedro cubierto con un manto en el que estaban bordadas escenas del Apocalipsis. El nuevo emperador de los romanos habla griego y latín, y se siente más romano y bizantino que germánico. Trasladará su gobierno a Roma para crear un nuevo imperio romano cristiano. Creció rodeado de monjes durante toda su infancia y hay en él un deseo de perfección que le llevará a hacer cosas grandes por la cristiandad. ¿No es eso un signo claro de los nuevos tiempos?

—Tienes razón —respondió Juan, asintiendo con la cabeza—. Hemos de fijarnos en el lado bueno de las cosas, y no siempre en el malo. Tú puedes hablar mejor que nadie de ello, puesto que has padecido incontables dificultades. Pero… ¿qué podemos hacer? El mundo sigue, y seguirá; ¿hemos de quedarnos a un lado del camino para verlo pasar? Me refiero, claro está, a los que hemos sido apartados por la fuerza de las circunstancias.

—¿Apartados? —Asbag irguió la espalda—. ¡Nada de eso! Mientras hay vida, hay esperanza. Tú y yo regresaremos a Córdoba el próximo año, cuando las cosas se calmen. Ahora la tormenta está reciente y todo es confuso. Pero ya verás cómo las aguas han de retornar a su cauce. Dios espera todavía mucho de nosotros.

La campana empezó a sonar llamando a vísperas. La luz decrecía. Ambos obispos, sin decir nada, se encaminaron hacia la iglesia del monasterio.

El canto de los monjes se elevó llenando las naves del templo. Era un maravilloso salmo:

Señor, Tú has sido nuestro refugio

de generación en generación.

Antes de que naciesen los montes

afuera engendrado el orbe de la tierra,

desde siempre y por siempre tú eres Dios.

Mil años en tu presencia

son un ayer, que pasó;

una vela nocturna…

Capítulo 88

Córdoba, año 997

Había soñado tantas veces, despierto y dormido, con su llegada a Córdoba, que cuando Asbag vio la ciudad por primera vez, resplandeciendo en el llano, desde un recodo del camino, no pudo evitar una extraña sensación de irrealidad. Pero al fin estaba ahí, brillante bajo un sol que se hallaba en su punto más alto. Desde la ladera, el mozárabe se detuvo a contemplar un rato. Le pareció como descendida del cielo, «radiante como una novia», como la Jerusalén de los salmos del rey David; como una paloma venida a posarse a la margen del río. Todo hombre lleva una ciudad inscrita en el corazón; la de los recuerdos de la infancia, la que guarda en su seno una casa, una calle, con rumores de niños jugando, olores de comida recién hecha escapando por las chimeneas, el martilleo de lluvia en los tejados, el calor del hogar en el invierno, el refugio del fuego exterior en los veranos; pregoneros mañaneros, parloteos de vecinas, riñas, canturreos y carcajadas. Una ciudad que en cada esquina, en cada plaza, guarda el misterio del pasado y el presente; en un aroma, en un sonido, en el sol de la tarde sobre una pared; en el raro espacio del tiempo detenido, capaz de evocar el recuerdo más dulce. Para cada uno, su ciudad reserva una atmósfera cálida y hospitalaria que no podrá hallar en ninguna otra parte del mundo; que cuando se está lejos sabe presentarse en los sueños, como llamando al retorno. Y, especialmente, cuando se está en el final de la vida, viene a recordarnos en qué lugar nos aguarda un pedacito de tierra acogedora para envolver amorosamente el descanso de los huesos. Una ciudad donde resucitar una mañana, en los albores del tiempo nuevo, para correr hasta su plaza y abrazar a los seres más queridos.

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