Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Y ahora, dime, si quieres hablar de ello —le pidió el obispo a ella delicadamente—, ¿qué sucedió con tu hijo Hixem? ¿Cómo consiguió relegarlo de esa manera? Y ¿cómo es que lo consintió el pueblo? Córdoba siempre ha amado a sus califas legítimos.
—Al principio todo el mundo aceptó que gobernara Abuámir. Era tan inteligente y tan decidido… El pequeño Hixem tenía poco más de diez años, ¿cómo iba a gobernar? Pobrecito. Además, Abuámir amaba a mi niño, o al menos a mí me lo parecía. Cuidaba de él como si fuera su propio hijo. Me encantaba ver a mis niños con él. Incluso cuando murió el príncipe Abderrahmen, se comportó tan bien conmigo…
—Entonces, ¿qué sucedió? ¿Quién se ocupó de la educación de Hixem?
—Todavía en vida, Alhaquen le nombró un preceptor, Zobaidi, un hombre sabio y bueno de su biblioteca; pero, en realidad, era Abuámir el que se encargaba de formar a Hixem. Además, el niño no quería a otro que a él. Y es lógico, yo amaba a Amir, y los niños saben captar eso… Después murió el califa, y entonces Abuámir apartó a Zobaidi. A mí no me pareció mal, puesto que confiaba tanto en él, que no quería que nadie más se ocupara del pequeño. Aun así, Zobaidi siguió intentando acercarse a Hixem, para poder cumplir con la promesa que le había hecho a Alhaquen. Siempre que Abuámir se ausentaba por sus asuntos de la guerra, Zobaidi iba a encargarse del muchacho.
—¿Vive ese Zobaidi? —preguntó Asbag con interés.
—Sí. Es uno de los ulemas de la mezquita mayor. El podrá explicarte con palabras más claras lo que yo no puedo por mi incultura.
—Iré a verle mañana. Pero, dime, ¿por qué consentiste que Almansur le robara el sitio a tu hijo?
—¡Fui una estúpida! —respondió Subh con amargura—. Abuámir me hacía creer que era mejor que él se ocupara de todo, mientras el niño se iba preparando. Pero Hixem crecía, y el momento de que tomara él las riendas no llegaba. Además, estaba esa mujer, Nahar, una africana que le dio los primeros hijos. Se empeñó en que le construyeran un palacio en las afueras. Y Abuámir empezó a erigir nada menos que una nueva ciudad, con un gran palacio para él y otros para los grandes dignatarios. Cuando estuvo terminada, Zahra se quedó sola. De manera que los asuntos de Estado se trataban en otra parte, aunque mi hijo era ya mayor de edad. De ahí en adelante le fue fácil vigilar al califa y excluirle de toda participación en los negocios. No descuidó un solo detalle para hacer su aislamiento lo más completo posible. No contento con rodearle de guardias y de espías, mandó cercar el palacio real con una muralla y un foso, castigando con la mayor severidad a cualquiera que se atreviera a acercarse. Hixem, desde entonces, está realmente prisionero. Sólo yo puedo ir allí a verle.
—¡Dios santo! ¡Es terrible! ¿Y tú no has intentado nada?
—¡Oh, sí! Con la ayuda de Zobaidi tuve valor suficiente para implicarme en una conspiración. Yo no temo a Almansur. Había cierto descontento en el pueblo porque no veían a Hixem. El pueblo ama a mi hijo, ¿sabes? No sólo por ser hijo de su bueno y virtuoso Alhaquen II, y nieto del glorioso Abderrahmen, sino por ser legítimo, hermoso de presencia, dulce de rostro; eso gusta en Córdoba. Pues bien, varios ulemas y alfaquíes vinieron a verme y me propusieron un plan. Se trataba de que yo convenciera a mi hijo de que se decidiera a reinar de una vez por todas. Accedí. Mis emisarios propagaron por todas partes que el califa quería, por fin, ser libre reinando por sí mismo, y que para librarse de su carcelero contaba con la lealtad de sus fieles súbditos.
—¿Cuándo fue eso?
—El año pasado, mientras él estaba arrasando el reino de León.
—¿Y qué sucedió?
—La cosa llegó lejos —respondió ella con un gesto fiero. Mis emisarios cruzaron el estrecho, y en el mismo momento en que se formaban en Córdoba juntas de sediciosos, el virrey de Mauritania, Ziri aben-Atsa, alzó estandarte de rebelión, declarando que no se podía consentir por más tiempo que el legítimo soberano estuviese cautivo de un ministro.
—¿Quién es ese Ziri? —se interesó el obispo.
—El único hombre a quien teme Almansur. Un jefe semibárbaro que anda por los desiertos. Alguien que conoció bien a Abuámir en la juventud, cuando él estuvo en África.
—¿Y…?
—Te asombrarás al saber hasta dónde llegó mi atrevimiento. El tesoro estaba en el palacio real. Tomé de allí ochenta mil monedas de oro y las mandé meter en un centenar de cántaros. Luego ordené que vertieran miel, ajenjo y vino, y que pusieran un rótulo en cada cántaro. El administrador no concibió sospechas y conseguí que mis esclavos sacaran la caja, que trasladaron unos leales alfaquíes a Mauritania. Como comprenderás, se trataba de pagar a un gran ejército mercenario…
—¡Me asombras! ¡Qué valiente fuiste! ¿Y qué sucedió?
—Pues que Almansur se enteró. Tiene espías por todas partes. Reunió a los visires, a los magistrados, a los ulemas y a todos los personajes ilustres de la corte, y les hizo ver que yo me permitía apoderarme de los fondos del erario público. Con ello consiguió trasladar el tesoro a otro lugar, cuya ubicación nadie conoce. Desde entonces no volvió a visitarme. Pero se entrevistó con Hixem. Le habló, y gracias al ascendiente y la superioridad que siempre ejerció sobre él, le convenció. Mi hijo le confesó que no era capaz de gobernar por sí mismo, y le contó lo de Ziri. Entonces Abuámir consiguió de él una declaración escrita, para quitar todo pretexto a los rebeldes. El califa la firmó en presencia de muchos nobles, que la firmaron también como testigos. Después, viendo que era preciso contentar al pueblo, el mes pasado se pasearon juntos, el califa y él, luciendo sus mejores galas, a caballo por toda Córdoba, acompañados de toda la corte. Una gran multitud se agolpó a su paso y los vio sonrientes, como un padre y un hijo. Como comprenderás, no se oyó un solo grito sedicioso ni se turbó el orden…
—¿Y tú? ¿Qué sentiste?
—Me sentí vencida, humillada una vez más, agotada y destrozada… Pero comprendo a mi hijo; jamás sería capaz de enfrentarse a Abuámir; es superior a él… ¡Pobre niño mío!
Asbag se quedó pensativo, mirándola. Lo acometió una extraña sensación ante todo aquello; percibió con nitidez la absurdidad de la vida algunas veces, su cruel ironía. Vio la existencia de Subh como algo ajeno a ella, como un vacío juego de circunstancias en las que Abuámir era el único protagonista. En ese momento le invadió una gran compasión; una comprensiva ternura, alejada de pecados y culpas. Le cogió las manos, se las apretó con cariño y le preguntó:
—Hablame con franqueza; a mí no debes ocultarme el fondo de tu corazón. ¿Le quieres aún? ¿Amas todavía a Abuámir?
Ella perdió los ojos en el vacío. Respondió:
—Recuerdo que una vez me hizo la mujer más feliz del mundo. Pero me ha hecho sufrir como a nadie… He comprendido lo parecidos que pueden llegar a ser el odio y el amor…
Córdoba, año 997
En el patio de la madraza de la mezquita mayor, Asbag sufrió un desvanecimiento. Habían sido demasiadas emociones; estaba agotado. Quiso apoyarse en una de las columnas, pero finalmente cayó al suelo.
—¡Eh, abuelo! —le gritó alguien—. ¿Qué te sucede?
El obispo se sentía como en el fondo de un pozo. Forzaba los ojos para ver más allá de la niebla que tenía delante, pero sólo atisbaba sombras. «¡Dios mío! ¿Estaré muriendo?», pensó. Había sido demasiado terco. Ya se sintió mal por la mañana, pero se negó a que Juan le acompañara a la mezquita por temor a que alguien pudiera reconocerlo, ya que él había estado en Córdoba hacía menos tiempo. Pensó que era mejor que se quedara en la fonda. Al fin y al cabo, ésta era la última gestión que le quedaba por hacer: encontrar a Zobaidi y conocer la visión de un sabio sobre todo lo que había sucedido en Córdoba; sólo así podría adivinar si existía alguna posibilidad de que algo pudiera volver a ser como antes. En el fondo, Asbag estaba obsesionado por indagar en el misterio último de Abuámir, para hallar respuestas a muchas incógnitas que ni siquiera Subh había podido aclararle. Por eso, y porque en cierta manera se consideraba culpable por haber sido él uno de los que le abrieron las puertas de la casa de Alhaquen. Acuciado por esta obsesión, había ido de un lado para otro desde que llegó a Córdoba, sin apenas descansar, sin reparar en que ya era un hombre de casi setenta años.
—¡Vamos, aprisa, traed un poco de agua para este pobre hombre! —oyó, mientras seguía haciendo fuerza para despegar los párpados.
Se sintió extrañamente aturdido, pesado unas veces y ligero otras, invadido por un hormigueo y un sudor frío. Le colocaron algo debajo de la cabeza y notó el agua fría en el rostro. Alguien echaba aire con un abanico. Parecía que empezaba a recuperar las fuerzas.
—¡Eh! ¿Qué me ha pasado? —dijo al fin.
Abrió los ojos y vio un corro de gente a su alrededor: ancianos alfaquíes y jóvenes estudiantes de la madraza. Le ayudaron a incorporarse y se sentó recostado en una columna.
—Sufriste un mareo, maestro —respondió uno de los jóvenes—. Será por el calor; hace mucho calor ahí fuera.
—Oh, sí, ya me siento mejor —dijo Asbag.
—¿Buscabas a alguien, maestro? —le preguntó uno de los teólogos.
En ese momento, Asbag se dio cuenta de que le habían confundido con un alfaquí, que era lo que él había pretendido al ponerse el atuendo adecuado para pasar inadvertido en la madraza. Se había disfrazado tantas veces en los últimos días que casi lo había olvidado.
—¿Deseabas hablar con alguien? —insistió el maestro.
—Ah, sí… Zobaidi, el ulema Zobaidi… —balbució.
—Bien, si te encuentras ya más repuesto, te llevaré junto a él.
Apoyado en el hombro de uno de los jóvenes alumnos, Asbag fue conducido al interior de la mezquita. Atravesaron el bosque de columnas a cuyos pies permanecían sentados numerosos estudiosos absortos en sus lecturas y en sus meditaciones, hasta un rincón donde había un anciano sobre una estera, retorcido sobre sí mismo como un tronco de olivo.
—¡Maestro! ¡Maestro Zobaidi! —le gritó el alfaquí.
El anciano no se inmutó.
—¡Maestro! ¡Eh, maestro Zobaidi! —insistió—. Está algo sordo, ¿sabes? —le explicó a Asbag.
Zobaidi alzó la cabeza y extendió las manos. Asbag se dio cuenta de que además de sordo estaba ciego. Entonces pensó que sería muy complicado hablar con él, por lo que le pidió al alfaquí:
—Necesito hablar con él en privado; ¿hay alguna habitación donde podamos ir? ¿Os importa que mantengamos nuestra conversación en la intimidad?
El alfaquí se encogió de hombros y respondió:
—Como quieras. Ahí está el cuarto del vigilante de noche. Cerrad la puerta y hablad cuanto queráis.
—¡Vamos, maestro! —le gritó el joven estudiante a Zobaidi—. ¡Levántate, que quieren hablar contigo!
Como mecánicamente, el anciano se aferró a las manos del joven y se enderezó con gran dificultad. Asbag quiso ayudar.
—¡Deja, deja tú! —le frenó el alfaquí.
Los cuatro avanzaron por el pasillo muy despacio, al paso trabajoso de Zobaidi, que se dejaba conducir sin haber dicho aún ni una palabra.
En el cuarto del vigilante, Asbag se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada y se sentó junto al maestro en el catre que, como único mueble, ocupaba casi toda la minúscula estancia.
Miró a Zobaidi con detenimiento. Le limpió un hilo de baba que se le descolgaba desde el labio. El anciano estaba descuidado, sucio, y olía a orines. Había menguado mucho; apenas abultaba. Recordó en ese momento el aspecto que tenía cuando dirigía la gran biblioteca de Alhaquen; entonces tendría cuarenta años: era delgado, austero y meditabundo, pero sonriente. Fue el discípulo favorito de al-Qali, el sabio que más bellamente hablaba según la opinión de todos, y de él adquirió una sabiduría limpia, libre de fanatismos, abierta a todo lo que fuera conocimiento, viniera de donde viniera. El anterior califa tuvo siempre una especial predilección por él y no podía prescindir de sus opiniones templadas y ecuánimes a la hora de organizar las tertulias a las que era tan aficionado.
El obispo se acercó cuanto pudo al oído del maestro y le dijo:
—Zobaidi, soy Asbag aben-Nabil. ¿Me recuerdas?
El anciano sabio alargó una mano temblorosa y sarmentosa. Asbag la tomó. Así, con la mano apretada entre las suyas, insistió:
—Soy Asbag, el obispo. ¡Asbag! ¡Asbag aben-Nabil!
Tenía que recordarlo; habían trabajado juntos muchas horas, habían hablado largo y tendido y habían acompañado al anterior califa en muchas tertulias. Los ancianos, por perdida que tengan la cabeza, se acuerdan siempre del pasado lejano.
—¿Recuerdas? —siguió intentándolo—. ¡La biblioteca! ¡La biblioteca de Alhaquen!
—¡Ah, vienes de la biblioteca! —dijo al fin el maestro—. ¡Asbag, vienes de la biblioteca!
—¡Gracias a Dios! —exclamó el obispo—. ¡Te acuerdas! ¡Te acuerdas de mí!
—¡Claro! ¿Cómo iba a olvidarte? Escribes de maravilla. Le he dicho al príncipe Alhaquen que hay que ampliar la biblioteca. ¿Has visto la falta que hace…? ¡Ah, cuántos libros…!
Asbag se dio cuenta de que el viejo, además de sordo y ciego, estaba aquejado ya de locura senil. Se desilusionó al ver que no podría mantener una conversación con él, pero no dejó de intentarlo.
—Maestro, por favor, recuerda; Alhaquen murió, murió hace años…
—¿Murió? —preguntó Zobaidi con cara de sorpresa.
—Sí, maestro, todos hemos de morir. Ahora el califa es Hixem, el hijo de Subh, ¿lo recuerdas?
—Ah, Hixem, pobre Hixem… —balbució el anciano.
—¿Qué sucedió, maestro? ¿Qué sucedió con Abuámir?
Al escuchar ese nombre, Zobaidi se puso rígido de repente; su respiración se aceleró y apretó las manos de Asbag. Empezó a gritar:
—¡Él! ¡Él quemó la biblioteca! ¡Fue él! ¡Abuámir la quemó! ¡Yo lo vi! ¡Qué los iblis le perjudiquen! ¡Que Alá le haga arder en su fuego!
Entonces se abrió la puerta del cuarto y entró el alfaquí, sobresaltado.
—¡Chsss…! —intentó acallar al anciano—. ¡Calla, maestro!
—¡Él la quemó! ¡Maldito! ¡Hijo de Satanás! —seguía gritando.
—¿Qué le has dicho? ¿Quién eres? —le preguntó el alfaquí a Asbag.
—¡Calma! ¡Calma! Sólo quería saber algunas cosas… —dijo él, preocupado por lo que había sucedido.
Cuando Zobaidi se calmó, el alfaquí cerró la puerta por dentro y se encaró con Asbag.
—¿Quién te manda? ¿A qué has venido? Habla sin miedo.
Asbag decidió hablar con franqueza. En realidad nada tenía que perder.