Read El mozárabe Online

Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (89 page)

BOOK: El mozárabe
8.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Soy Asbag aben-Nabil. Yo era el obispo de los cristianos de Córdoba en tiempos de Alhaquen. Trabajé junto a Zobaidi en la biblioteca del califa. He pasado años en países lejanos, y regresé hace dos días. Sólo quería preguntarle algunas cosas al maestro.

—Te recuerdo perfectamente —dijo con serenidad el alfaquí, para sorpresa de Asbag—, Yo he sido siempre discípulo de Zobaidi. Gracias a Dios, conseguí salvar algunos libros cuando se quemó la biblioteca y, entre ellos, conservo alguno de los que tú copiaste.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el obispo—. ¿Se quemó la biblioteca?

—Sí, Almansur la quemó.

—Pero… ¿por qué? ¿Qué ganaba con ello?

—Como otras tantas cosas, lo hizo por su propio bien.

—¿Por su propio bien?

—Almansur ha sido siempre un musulmán muy tibio. No se le puede censurar que haya sido libre en materia de fe: era demasiado prudente para pregonar algo que habría causado problemas. Pero se decía por ahí que era poco piadoso. A los ulemas eso no les gustaba, y él lo sabía.

—¿Y eso qué tenía que ver con la biblioteca?

—Quiso ganarse a los ulemas fanáticos, a los más radicales. ¿Qué mejor forma que destruyendo los libros filosóficos de Alhaquen? Ya sabes que a los ortodoxos les pareció siempre un peligro esa biblioteca. Almansur los reunió. Convocó a Zahra a los fanáticos Acili, Aben-Dacuan y otros, los condujo a la biblioteca y les dijo que, con el propósito de acabar con los libros que trataban de filosofía, de astronomía o de otras ciencias, prohibidas por la religión, les rogaba que ellos mismos decidieran cuáles debían apartarse. Pusieron inmediatamente manos a la obra, y cuando terminaron su tarea Almansur mandó arrojar los libros condenados a una gran hoguera. Y, a fin de demostrar su celo por la fe, quemó algunos con sus propias manos.

—¡Por el Altísimo! ¡Es terrible! —se horrorizó Asbag.

—Sí, lo es. Y el pobre Zobaidi estaba allí, presente. Desde entonces perdió la razón. La dedicación de toda su vida ardía ante sus ojos.

—¿Y Hixem lo consintió?

—Era todavía un muchacho. Pienso que Almansur lo hizo también para que el joven califa no pudiera seguir los pasos de su padre. Según el testimonio de Zobaidi, que fue su maestro, Hixem daba muestras en su infancia de las más felices disposiciones; aprendía cuanto le enseñaban con gran facilidad y tenía un juicio más sólido que la mayoría de los niños de su edad. Por eso Almansur empezó a sentir celos de él cuando fue creciendo, porque podía hacerle sombra, y quiso obscurecer su inteligencia apartándole de los libros y de cualquier contacto con la sabiduría. Por eso construyó al-Medina al-Zahira, para alejar a todo el mundo de Zahra, donde estaba aún tan vivo el recuerdo del sabio Alhaquen. ¡Dios maldiga a ese tirano!

—¡Dios le maldiga! ¡Dios le maldiga! —dijo el anciano Zobaidi como un eco—. ¡Cuánto daño! ¡Cuánto daño ha hecho!

—¿Pero ese Almansur no teme a Dios? —se enardeció Asbag—. ¿No cree que Dios nos ha de juzgar por nuestras obras? ¿No cree en Él?

El alfaquí meditó lo que iba a responder y al cabo dijo:

—Cuando se hizo llamar Almansur Bi-llah, es decir, «ayudado por Dios», quiso también que le rindieran honores propios de rey. Y exigió que su nombre fuera pronunciado junto al del califa en la plegaria de la mezquita. Ya ves, ésa es su forma de querer congraciarse con el Altísimo. Ahora se propone realizar una obra que, según dicen, él cree que Dios le pide. Pero, como en tantos otros actos, puedes estar seguro de que lo que busca es su propio lucimiento.

—¿De qué se trata? —le preguntó Asbag.

—Ir con su ejército a Compostela para arrasar el templo más renombrado de los cristianos.

Asbag sintió como una sacudida. Se quedó mudo. Entonces, el maestro Zobaidi comenzó una especie de monólogo delirante:

—Así dijo Alá en el Corán: «Cada uno gustará la muerte»; «Todo perece, salvo Él». Por tanto, todo morirá al primer toque de trompeta del ángel Gabriel. Todo será destruido, aniquilado, arrasado; sólo permanecerán el trono de Alá, la tabla de la vida y la pluma que escribe el destino…

Capítulo 91

Córdoba, año 997

A mediados de abril el ejército cordobés regresó de su última campaña. El rumor de la llegada corrió dos días antes por la ciudad, de manera que cuando apareció la gran hueste en el horizonte toda la población había salido de los muros para recibirla. Únicamente se quedaron en sus casas los que estaban enfermos y guardaban cama; como Asbag, que llevaba una semana aquejado de fiebres, sin poder levantarse. Aun así, cuando supo que el ejército estaba ya a las puertas de la ciudad, echó un pie al suelo y quiso salir a la calle.

—¿Estás loco? —le retuvo Juan—. ¿Quieres empeorar ahora que te vas recuperando?

—He de ir, he de ver a Almansur —dijo él.

—¿A Almansur? ¿Crees que vas a poder acercarte a su caballo con la multitud de gente que se apretujará alrededor de su guardia? Ni siquiera yo que me encuentro sano me atrevería a intentarlo.

Después del esfuerzo, Asbag se desplomó de nuevo en el jergón, sudoroso y dominado por los temblores.

—Hay que saber si es verdad que el objetivo de su próxima campaña será destruir Santiago de Compostela; hay que averiguarlo —decía.

—¡Vamos, descansa! —se enojó Juan—. Deja eso ahora. Hay tiempo. ¿Crees que, recién llegados, estarán dispuestos a emprender un viaje como ése? Ya nos enteraremos. Ahora lo único importante es que te repongas.

Llevaban ya más de un mes en Córdoba, alojados en la casa de Doro, junto a la posada; y durante todo ese tiempo no habían dejado de hacer averiguaciones. Habían visto a los pocos cristianos que quedaban y habían recorrido las iglesias y monasterios. Se habían llevado un gran disgusto porque el panorama era desolador: apenas quedaban unos cuantos ermitaños, perdidos en las sierras, poco instruidos y embrutecidos por los años de aislamiento; en la ciudad la mayoría de los que se habían decidido a no emigrar se había convertido a la religión musulmana o se mostraban tibios e indiferentes. En cuanto a los edificios, habían sido ocupados, convertidos en mezquitas o estaban en ruinas. Para ambos obispos, que habían conocido el esplendor de la comunidad mozárabe cordobesa, la situación no podría ser causa de mayor aflicción.

—Aquí no hacemos nada —se quejaba Juan—. No deberíamos haber venido. Ya imaginábamos lo que íbamos a encontrar. ¿De qué nos ha servido llevarnos este disgusto?

—No, no digas eso —replicó Asbag—. Éste es nuestro sitio, y es aquí donde debemos estar. Hemos sido felices aquí; ¿vamos a quejarnos ahora que vienen las dificultades? Recuerda a Job: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males? El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; ¡alabado sea el nombre del Señor!».

—Pero no hay nadie; no queda nada…

—Ten paciencia. Dios nos mostrará el sentido de todo esto. Él nos mostrará el camino.

—Lo siento, no puedo verlo; no puedo entender cuál es nuestra misión aquí. Desde que gobierna ese Almansur, Alándalus ha cambiado. Una vida ha terminado. Nada de lo de antes volverá. Siempre ha habido dificultades, persecuciones, pero esto es diferente. Es como si una barrera, un muro, hubiera separado dos mundos: en el norte la cristiandad florece, se fundan monasterios, se construyen catedrales, se consagran templos; en cambio, aquí todo se ha perdido… Y ahora eso: ¿crees que si a ese tirano cruel se le ha metido en la cabeza destruir Santiago alguien podrá detenerle? Saqueó León, Zamora, Sahagún… y Barcelona, ante las barbas de los francos. ¡Nada podrá detenerle!

—¡No digas eso! —le recriminó Asbag—. ¡No compares el templo del apóstol con esas plazas!

—¡Bah! ¿Qué es el templo del apóstol para él? Es más, ¿qué representa para sus hombres? Un atractivo botín, sólo eso. ¿Crees que los guerreros que le acompañan se van a detener ante el santuario? No, no lo harán; han destruido ya cientos de iglesias. Para ellos es una más.

—Es muy grande el significado de ese templo para la cristiandad —repuso Asbag—. Los reinos cristianos no lo consentirán.

—Siento recordártelo —dijo Juan con amargura—, pero en esa hueste que acaba de llegar a Córdoba figuran centenares de leoneses, castellanos y navarros, nobles los más de ellos acompañados por los hombres de sus territorios… ¿No son acaso cristianos? Ya te he dicho que el mundo ha cambiado; a esos hombres sólo les seduce la elevada paga que Almansur les ofrece y el suculento botín que obtienen en la guerra.

—Confío en que serán incapaces de ir contra Santiago.

—Dios te oiga. Pero dejemos esto. No quiero ya preocuparte aún más. Descansa ahora para que se marche tu fiebre. Después decidiremos qué es lo mejor.

Avanzó la primavera y las fiebres abandonaron por fin a Asbag, pero le quedó una gran flojedad de piernas de resultas de su enfermedad. Se pasaba el tiempo bajo una palmera que había en el destartalado corral de la casa de Doro, donde se amontonaban los trastos viejos de la iglesia y los restos de objetos que habían servido para el culto. Cuando empezaron los calores, también dormía allí, porque estaba más fresco y porque no deseaba quitarle su sitio a alguno de los catorce hijos de Doro.

Cuando se hubo recuperado un poco, se acercó hasta la cercana calle de los libreros, donde había estado su casa, en el alto de uno de los establecimientos que se dedicaban a comprar y vender libros, y a despachar tintas, pergaminos, cálamos y demás utensilios de escritura. Aparentemente, no había cambios; todo seguía igual que siempre, con los libreros dedicados a lo suyo y el familiar aroma de los materiales en el ambiente. Pero las personas habían cambiado. A la puerta de su casa había un hombre maduro que se apresuró a preguntarle si necesitaba alguna cosa. Asbag entró en la tienda y estuvo ojeando los estantes; el contenido de los libros también había cambiado: sobreabundaban los manuscritos de los empalagosos poetas orientales y las fantásticas crónicas de héroes desconocidos; y, cómo no, el
Collar único o incomparable
de Ibn Adb Rabbih, obra extensísima dedicada a los problemas de la educación y el saber, de la cual todo musulmán que se consideraba instruido encargaba una copia. Después de indagar con cautela, Asbag supo que los libreros cristianos se habían marchado hacía tiempo hacia el norte; y, entre ellos, sus familiares y conocidos. Era imposible saber hacia dónde habían encaminado sus pasos.

Cuando regresó a San Zoilo, tomó un baño y se tumbó en una estera al borde del aljibe para poder descender fácilmente; le gustaba refrescarse en el agua tibia, pues tenía aún grabado en la mente el fuego de los largos días de fiebres. Echado y arropado con una sábana limpia, miles de recuerdos acudieron a él: las fiestas de la Natividad, el Domingo de Ramos, Pascua, Pentecostés; la celebración del año cristiano. Se acordó del rumor de las plegarias de los monjes en la madrugada, de las recitaciones de las oraciones y de las fórmulas de fe en la cercana escuela, de las largas horas de estudio de la doctrina de los Padres de la Iglesia y de las
Etimologías
de san Isidoro. Reparó entonces en que, además de todo eso, a esta Córdoba de Almansur le faltaba algo: el sonido de las campanas. En tiempos de al-Nasir hubo también una persecución y los alfaquíes exigieron que las campanas fueran de madera. Asbag no había olvidado aquel sonido de las llamadas de las iglesias en su infancia. Sin embargo, más tarde, los tintineos metálicos habían vuelto a marcar las horas de la oración y de la liturgia del barrio cristiano.

Cerró los ojos. Se esforzó en reconciliar los bellos recuerdos con el presente. Se tranquilizó. Pero en ese momento le sobresaltó la voz chillona de Doro, que resonó en la bóveda del aljibe:

—¡Obispo Asbag! ¿Obispo Asbag?

—¿Eh…?

—Vengo del campamento de los soldados, del otro lado del río. ¿Puedes imaginar lo que he visto allí? —dijo Doro.

—¡Vamos, habla!

—A unos sacerdotes diciendo misa.

—¿Cómo?

—Lo que estás oyendo. Fui allí para ofrecer mi fonda a los oficiales… Compréndeme…, pagan bien y, bueno, ellos están cansados de las largas horas sobre el caballo…

—Bien, bien, Doro, no te justifiques —replicó impacientemente Asbag—. Al grano; a lo que me interesa… ¿Dices que has visto decir misa en el campamento de las huestes de Almansur?

—Sí, hace un momento. En la parte del campamento donde estaban acampados los mercenarios cristianos, los sacerdotes que vienen con ellos dicen misa a diario. Sabía que te interesaría la noticia.

—¡Ve a buscar al obispo Juan! —ordenó Asbag—. Hemos de ir allí inmediatamente.

Cuando llegó Juan, Asbag había extendido sobre una alfombra los ropajes episcopales de uno y otro, que hasta ahora habían permanecido envueltos en uno de los fardos que se trajeron desde Ripoll: albas, casullas, superhumerales, mitras y báculos con las flámulas o gallardetes de cada uno.

—Pero ¿qué…? —se sorprendió Juan—. ¿Por qué has sacado todo esto?

—Ha llegado el momento de dar la cara —respondió Asbag.

Con las indumentarias de sus rangos, el obispo y el arzobispo se montaron en sus mulas y pusieron rumbo al campamento militar de Córdoba. Como solía suceder cuando algo vistoso recorría las calles, una harapienta y curiosa chiquillería callejera se puso a seguirles como un improvisado séquito. Asbag, que lo había previsto, echó mano a su alforja y arrojó puñados de dátiles.

Ya desde el puente se divisaba el pequeño rabal del otro lado del río y el infinito mar de tiendas que se perdía en el horizonte de la vega.

Cualquiera podía entrar en el campamento, por lo que constantemente transitaban por él vendedores ambulantes, prostitutas, alcahuetes y curiosos. Nadie se extrañó del paso de los dos obispos, a pesar de su atuendo.

En las primeras líneas de tiendas de campaña, preguntaron por el campamento de los mercenarios cristianos.

—¿Los rumies? —dijo con indiferencia un soldado africano—. Allí, hacia poniente, ya verás los estandartes.

Se sorprendieron al avistar las insignias bordadas con cruces y signos de las casas nobiliarias más antiguas de León, Navarra y Castilla. Los criados preparaban la comida delante de las tiendas, sacudían alfombras en las traseras o barrían con grandes escobones debajo de los sombrajos. Al ver a los prelados, corrieron hacia ellos reclamando bendiciones.

—¿Y vuestros amos? —les preguntó Asbag. —Están en la ciudad —respondieron—. Regresarán a la hora del almuerzo.

Entonces preguntaron por los sacerdotes que había visto Doro a primera hora de la mañana. Les indicaron el lugar donde estaban acampados, y ambos obispos se dirigieron hacia allí.

BOOK: El mozárabe
8.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cry of the Newborn by James Barclay
Blackett's War by Stephen Budiansky
Beastly by Matt Khourie
Late Night Shopping: by Carmen Reid
A Treatise on Shelling Beans by Wieslaw Mysliwski