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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (43 page)

BOOK: El mozárabe
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Creyó estar delante de uno de sus sueños. Ella había escogido el largo vestido de color azafrán, con dorados bordados alrededor del cuello, en las mangas y en los bajos. Le caía suelto y perfectamente asentado en sus formas. Se había calzado unas delicadas sandalias de cordones de oro, y su pelo rubio, libre sobre los hombros, no podía completar mejor el conjunto. Él la contempló durante un rato. Luego dijo:

—Dios te creó para ser una reina. La luna es siempre la misma. Incluso cuando sólo aparece en un delgado reflejo. Pero un día desvela su cara y eclipsa a todos los demás astros. Hoy tú eres la luna llena.

Subh se turbó visiblemente. Apartó rápidamente sus ojos de los de Abuámir y los paseó por la mesa donde estaban dispuestos los platos para la cena.

—¿Y todo esto? —preguntó sorprendida.

—Ven, ocupa este sitio —le rogó Abuámir.

Se sentaron el uno frente al otro. Abuámir retiró a un lado una complicada lámpara de varios brazos que ocupaba el centro de la mesa. Subh seguía con la mirada atenta a los diversos platos.

—Prueba eso de ahí —le sugirió él.

Ella alargó la mano y tomó algo entre los dedos. Lo examinó con gesto de extrañeza y luego preguntó:

—¿Qué es? Parecen personitas.

—¡Ja, ja, ja…! —rió Abuámir—. Pruébalo y te diré lo que es.

Subh se lo llevó a la boca y lo masticó cuidadosamente.

—¡Hummm…! —exclamó—. Está muy bueno, pero tiene huesecillos. ¿Puedo saber qué son?

—Son ranas —respondió él con gesto divertido.

—¿Ranas? Ranas de…

—Sí. Ranas del río, como esas que cantan a la noche.

—Nunca pensé que se comieran.

—¿No hay ranas en tu tierra?

—Bueno, sí, pero supongo que menos que aquí. Nunca había oído croar tan intensamente… Están enloquecidas.

—Cantan al amor. Un poeta antiguo, al-Turabi, decía que llaman a la luna para que venga a mirarse a su espejo.

—¿A su espejo? ¿Qué espejo?

—Sí, el río. ¿No has oído nunca que la luna se mira en el agua como en un espejo?

—¡Ah, cuántas cosas bonitas sabes! —exclamó ella verdaderamente admirada.

Siguieron hablando, comiendo y bebiendo vino. El tiempo parecía detenido en la magia de aquel salón; pero la noche avanzaba, mientras ellos empezaban a languidecer arropados por la mutua compañía.

—¿Eres ahora feliz? —le preguntó Abuámir.

—¡Claro! Creí que nunca podría volver a ser feliz. Me siento como un pájaro a quien le han abierto la puerta de su jaula. Todo me parece nuevo y distinto. En tan poco tiempo han cambiado tanto las cosas para mí… Pero, a veces, siento miedo. No puedo evitarlo.

—¿Miedo? ¿A qué? ¿No estoy yo contigo?

—Sí. Si no hubiera sido por ti nunca habría encontrado esta felicidad. Tú has abierto la puerta de mi jaula. Pero ha sido todo demasiado rápido. Algunas veces me asaltan las dudas. Cuando estaba en el harén pensaba que ése era únicamente mi destino y que no debía esperar nada más. Que Dios me había hecho para eso y que lo único que me quedaba era aceptarlo.

—Bueno. ¿Es que no tienes derecho a ser feliz?

—¡Oh, sí! Pero esta felicidad me asusta. Es como si… Dejémoslo, no vas a entenderlo.

—¡Vamos, habla! —le pidió él cogiéndole las manos—. ¿Vas a desconfiar ahora de mí?

Subh le miró entonces abiertamente. Sus ojos claros reflejaban una luz especial, y su semblante se hizo transparente.

—Se trata de eso. Creo que confío demasiado en ti. Antes debía pensar por mí misma, aunque todo fuera obscuro y difícil. Ahora espero continuamente a que tú decidas por mí. Con frecuencia, me sorprendo esperando a que llegues y digas que hay que hacer esto o aquello. Te has vuelto demasiado importante para mí, y mi corazón antes era libre, aunque lo demás estuviera en una jaula.

Las lágrimas corrieron por su rostro. Abuámir las recogió con sus dedos en una caricia. La contemplaba con dulzura, pero su mirada era penetrante e ineludible.

—¿Y eso es malo acaso? —preguntó él.

—No, si yo fuera libre —respondió ella con sinceridad—. Pero mi destino está unido al hombre al que pertenezco.

—¡Pero tú no le amas! Te unieron a él contra tu voluntad.

—Sí. Pero es el padre de mis hijos. Y eso es algo sagrado, según me enseñaron mis mayores. Y yo consentí voluntariamente en aquella relación. Además, siempre se portó muy bien conmigo. Y, en ese sentido, le amo…

—Eso es cariño. Pero el verdadero amor entre un hombre y una mujer…

—Por favor, no sigas —dijo ella angustiada—. Dejémoslo todo como está. ¡Es maravilloso así!

—¡No! Este mundo lo separa todo, pone barreras, se opone a lo que de verdad puede hacer feliz al hombre. ¿Vas a consentir que lo que de verdad amas no te pertenezca por causa de esos temores?

—¡Ah! Necesitaría hablar con alguien más, aparte de ti. Tienes demasiada fuerza; me dominas. ¡Oh, el obispo Asbag! ¡Cuánto le he echado en falta últimamente!

—¡Vaya! El obispo Asbag. Pero si no está aquí será por algo. Está muy lejos y de momento no va a regresar. Lo que Dios quiere sucede, lo que Él no quiere no sucede. Si el obispo estuviera en Córdoba habría sembrado tu alma de absurdos prejuicios de cristianos, y hoy no estaríamos aquí los dos. ¿No será esto lo que Dios quiere?

Subh se quedó pensativa. Abuámir decidió no seguir por aquel camino. La discusión estaba echando a perder la magia de la noche. Durante un momento permanecieron en silencio. Las ranas no paraban de croar abajo en el río.

—¿Oyes? —dijo él.

—Sí —respondió ella—. Llaman a la luna para que venga a mirarse a su espejo.

Abuámir la tomó de la mano y la condujo hacia el balcón. A lo lejos, entre los árboles, el río reflejaba a la luna en sus aguas mansas. Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos sintieron un estremecimiento con aquella visión.

Él le pasó entonces el brazo por la espalda y subió la mano hasta sus cabellos; la acarició suavemente en los hombros y en la nuca.

—Ven —le pidió—. Te mostraré algo.

Ambos se situaron frente al gran espejo que había en el fondo del salón. Abuámir extrajo algo de un pequeño cofre que había en una alhacena, junto al espejo. Era una brillante diadema de oro y piedras preciosas. Con cuidado, ciñó con ella la cabeza de Subh.

—Ahora sí que eres una reina —le dijo—. Y estás frente a tu espejo. Por eso cantaban las ranas.

Ella se miró y se asombró al verse radiante, con aquel vestido y aquella joya a la luz de aquel salón. Luego miró a Abuámir a su lado; se fijó en su tez morena y en el contraste de sus cabellos negros, brillantes, y en sus ojos profundos de árabe.

Él sabía bien que la mejor manera de seducir a una persona es hacerle ver que es la más maravillosa del mundo. A través del espejo le transmitió eso a ella con sus ojos.

—¿Ves? —le dijo—, somos tan diferentes… Tu piel es clara como la luna y tus cabellos tienen luz. Yo, en cambio, soy la noche. No puede haber luna sin noche…

Dicho esto, fue retirando el vestido de Subh. Primero lo deslizó dejando al descubierto sus hombros, que besó suavemente; luego, sin que ella pudiera moverse, la delicada tela de color azafrán cayó a sus pies dejando al descubierto su blanco cuerpo desnudo, como el de una pulida escultura.

Capítulo 44

Mar del Norte. Costa occidental de Jutlandia, año 967

Asbag se dio cuenta de que era incapaz de pensar. Nunca antes le había sucedido algo semejante. Tendido de costado en la cubierta del barco, sentía un espeso y frío adormecimiento en las piernas, y su cadera derecha parecía haberse fundido con las duras tablas. Junto a él, otros cautivos se arracimaban atados unos a otros, para evitar que, llevados por el terror y el descontento, se arrojaran por la borda a las frías aguas, como ya habían hecho algunos a lo largo de aquel viaje. A su lado, una mujer joven llevaba días emitiendo un pausado y lastimoso quejido, que ya no era un llanto, sino un mecánico gemido semejante al maullido de un gato.

La mente de Asbag estaba tan en blanco que no le permitía concebir el más leve pensamiento esperanzador, y mucho menos expresar palabras de consuelo para sus compañeros de desventura.

Se pasó la lengua por los labios y notó la sequedad en ellos, las grietas en la piel, algunas llagas y el desagradable sabor de la sal. Tenía la boca reseca y la garganta le ardía. Recordó entonces el odre de agua que uno de aquellos vikingos pasaba entre ellos dos veces al día, no más, con el fin de dejarles chupar el suficiente líquido para que no se muriesen de sed. Hacía ya tiempo que no reparaba en la pestilente mezcla de orines y heces sobre la que solían descansar, mientras no viniesen a arrojar sobre ellos algunas cubetas de agua helada de mar, para que los excrementos resbalasen hacia los aliviaderos de los extremos. De vez en cuando, si no tenía a nadie a los pies, buscaba la manera de estirar las piernas y sentía un inmenso alivio.

La nave subía y bajaba al ritmo del oleaje, permitiéndole de vez en cuando divisar un horizonte gris, hecho de un mar encrespado que se fundía con un plomizo y denso cielo dominado por los escasos nubarrones. Era como navegar hacia el vacío. Y el constante mareo no le dejaba saber si su cabeza estaba en sus pies o viceversa.

Al principio de aquel viaje, poco después de que los embarcaran en las costas de Galicia, Asbag había percibido con fuerza que aquello era un reto de la propia existencia. Incluso había tenido entereza para musitar algún salmo, sintiendo que las palabras le traspasaban y le penetraban buscando el reducto último de su fe, buscando su esperanza. En esos momentos se acordaba especialmente del Salmo 106:

Los que surcan el mar en naves

y están maniobrando en medio de tantas aguas.

Contemplaron las obras de Dios,

sus maravillas en el océano.

Él habló y levantó un viento tormentoso,

que alzaba las olas a lo alto:

subían al cielo, bajaban al abismo,

el estómago revuelto por el mareo,

rodaban, se tambaleaban como borrachos,

y se desvaneció toda su sabiduría.

Pero clamaron al Señor en la tribulación,

y Él los sacó de sus apuros.

Eran frases que se sabía de memoria, por haberlas repetido en el salterio una y otra vez desde su juventud. Frases que ahora cobraban pleno sentido al proyectarse en la atroz realidad. Asbag nunca había navegado antes, pero había visto en su taller la sucesión de ilustraciones que se copiaban unos a otros en las páginas de las Biblias: el mar Rojo abriéndose para tragarse a los soldados egipcios, la ondulante representación del océano con la ballena en cuyo seno estaba Jonás, el Leviatán, a Jesús calmando la tempestad en medio del oleaje que amenazaba a la barca donde él y sus discípulos navegaban, a Pablo surcando el Mediterráneo para ir a encontrarse con los pueblos gentiles y, por último, las obscuras y amenazadoras aguas del apocalipsis devorándolo todo. Pero aquellos dibujos casi infantiles jamás habrían podido representar la terrorífica visión de aquel inconmensurable volumen de agua embravecida.

Los prisioneros se encontraban en el centro de la nave, junto a los fardos del botín y al resto de la carga, mientras que cuatro hileras de remeros se extendían a un extremo y otro, dos a cada lado. Los jefes y los fieros guerreros se reservaban la bodega, donde estaban libres de la lluvia y de las salpicaduras del oleaje.

Asbag había perdido la cuenta de los días de viaje y de los puertos donde habían recalado para que los vikingos intercambiaran los frutos de su rapiña. Eran lugares escondidos entre obscuros y escarpados acantilados, desde cuyas calas les habían hecho señales con antorchas grupos de despiadados mercaderes, cuyas fortunas posiblemente dependían de la implacabilidad y la barbarie de los daneses. Al principio, el obispo se había fijado en aquellos tratos, realizados a través de experimentados intérpretes; también había reparado en las fortificadas poblaciones que asomaban desde las montañas. ¿De qué lugares podía tratarse? Jamás habría podido saberlo. Sus moradores eran hombres distintos; fríos y distantes habitantes del norte, hechos al océano y a las inclemencias de los vientos. En un estrecho, donde el mar se abría paso entre lejanas colinas, se habían cruzado con otras naves, y había podido ver a sus tripulantes saludar alegremente desde las cubiertas. Asbag había advertido entonces el cruel absurdo de su situación; apretujado contra sus compañeros de cautiverio y contra los fardos del botín, formaba parte de una simple mercancía transportada hacia algún mercado desconocido en otra parte del mundo.

Uno de aquellos días, había visto morirse a una muchacha, tal vez de frío y de miedo. Era una adolescente de bello rostro, pero de naturaleza visiblemente débil. El vikingo encargado de los prisioneros la había descubierto inconsciente al amanecer y le había acercado su rudo rostro de rojas barbas al pecho, para escuchar si su corazón latía. Asbag vio con claridad la contrariedad de su gesto y casi pudo adivinar las blasfemias de rabia que el vikingo escupió en su extraña lengua cuando comprobó que la muchacha estaba muerta. Como quien retira un objeto inservible, la arrastró hasta la borda y la arrojó sin más, después de quitarle el vestido y las sandalias. Asbag no pudo reprimir un sonoro sollozo y todavía tuvo que soportar el ver la indiferente sonrisa de un despiadado remero que había contemplado la escena próximo a él.

Era la última vez que había llorado. Después se vio sumido en una especie de letargo. Con la mirada perdida en las nubes grises del horizonte, había llegado a intuir que aquel viaje no tenía por qué terminar, puesto que era como navegar en el vacío de la muerte. Su mente se sumergió entonces en la nada y dejó de hacerse preguntas. Ni siquiera llevaba la cuenta de los días que pasaron sin que la nave se detuviera en algún puerto, perdida ya la esperanza en que pudieran pisar tierra firme alguna vez.

Pero cuando conseguía dormirse acudían los sueños, llenos de claridad y de color, con tal fuerza de realidad que le hacían llegar a pensar que soñar era estar despierto; mientras que despertar era sumirse en la pesadilla de aquel barco. Sentía sus pies en Córdoba, en la Medina, en la calle de los libreros, sobre las losas de granito que pavimentaban el suelo de San Acisclo. Veía el cielo intensamente azul y las bandadas de palomas que surcaban el aire. Llegaba a oler el azahar, los jazmines y el incienso. Sentía el bullicio del mercado, escuchaba las voces de los muecines y el tintineo alegre de las campanas. Soñaba con pergaminos, con libros, con códices y con ilustradas Biblias. Todo su mundo le acudía a la mente cuando el sueño le rendía.

BOOK: El mozárabe
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