Authors: Jesús Sánchez Adalid
Hedeby, año 967
Asbag se vio a sí mismo frente a un inmenso y resplandeciente mosaico que brillaba con luz propia. En el centro estaba representado un rey, sentado en un trono y sosteniendo un libro abierto en su mano izquierda, mientras alzaba la derecha en una especie de gesto de poder. Sintió que aquel personaje majestuoso era el mismo Jesucristo, porque lo había visto así en múltiples códices llegados desde Bizancio, Venecia o Ravena. A su derecha estaba la Virgen envuelta en un amplio manto azul bordado con relucientes estrellas. A continuación, se extendía una interminable saga de varones santos, vírgenes, mujeres ejemplares y hombres de toda raza, pueblo y nación que acudían a postrarse ante el trono de la Gloria. A la izquierda, en cambio, se arrastraba una sucesión de infieles pecadores que eran conducidos al tormento de las llamas por personajes diabólicos y figuras infernales. Estaban representados los pecados, las bajezas, las iniquidades.
Asbag se vio a sí mismo sentado a un escritorio, con una extensa página de pergamino delante y una pluma de ganso afilada en la mano. Sintió que debía copiar aquella visión y mojó la pluma en una de las tintas. Pero la imagen se borraba delante de él. Lo intentaba una y otra vez, las tintas se derramaban, la punta del cálamo se tronchaba, los borrones se multiplicaban y era incapaz, de plasmar lo que había visto. Rompió a llorar amargamente. La angustia se apoderó de él y notó que sus propias lágrimas se le descolgaban hacia los labios en un interminable reguero que se colaba por su boca haciéndole beberlas a tragos. Se vio solo e impotente, como un niño perdido en la obscuridad de la noche. Recorrió las calles de desiertas ciudades, se asomó a la hondura y la negrura de un nocturno y amenazante océano y sintió el corazón agitado por el pánico, latiendo frenético dentro del pecho.
Entonces despertó. Sus ojos se abrieron a la total obscuridad de un lugar desconocido. Palpó la dureza del lecho, sintió la aspereza de un basto cobertor en el cuello y extendió una mano buscando tocar algo conocido. No estaba el cabecero de la cama, ni la mesilla junto a ella; en su lugar había una fría pared de tacto irreconocible. «¡Dios mío, he muerto!», pensó. Tenía el cuerpo entumecido, pesado y espeso; la espalda helada y adherida a la superficie sobre la que lo habían tumbado. Entonces, con un gran esfuerzo, despegó la lengua del paladar y comenzó a rezar en alta voz el padrenuestro.
De repente se escuchó un crujido, y una intensa luz le deslumbró. Alguien había abierto una puerta y su silueta se recortaba a contraluz sin que pudieran verse sus facciones. Cuando los ojos de Asbag se hicieron a la claridad su mente volvió a la realidad. Se trataba de uno de los criados de Torak, el fiero vikingo que le había apresado.
Parecía que había pasado una eternidad, pero había transcurrido una sola noche desde que llegaron a aquella extraña ciudad del país de los
machus
y los criados le encerraron en aquella estancia.
Junto al que había abierto la puerta entró otro criado. Entre los dos ayudaron a Asbag a levantarse. Luego le desnudaron. Le condujeron al exterior de aquella especie de cuadra y el obispo pudo sentir el frío y la humedad de la mañana en el cuerpo. Una fresca brisa llegaba desde la ría y arrastraba retazos de bruma.
Mientras uno de los criados le arrojaba agua con una cubeta, el otro le frotaba con una especie de hisopo hecho de ramas y estopa que le arañaba la piel. Los dientes le castañeteaban por el frío y el dolor, lo cual divertía a los afanados limpiadores. Se sintió como un caballo en manos de sus cuidadores.
Estaba encogido y con los brazos cruzados sobre el pecho. Uno de los criados le tiró de las manos para que la limpieza le llegara a todos los lados y, en ese momento, reparó en el crucifijo pectoral que le pendía del cuello con su cadena. Era una hermosa pieza de oro hecha por orfebres cordobeses que los nobles de la comunidad mozárabe le habían regalado el día de su consagración. Los ojos del criado se abrieron desmesuradamente descubriendo su codicia. Pero el otro también se fijó en la joya. Los dos forcejearon y discutieron a voces en su extraña lengua. Asbag creyó que le seccionarían el cuello de los tirones que le daban a la cadena. Los tres rodaron por el suelo, hasta que uno de ellos se hizo con el crucifijo y se apresuró a colgárselo del cuello y a esconderlo entre las ropas. El otro, enfurecido, la emprendió a patadas y a golpes con Asbag, como si él fuera el culpable. Él obispo advirtió entonces que el anillo aún estaba en su dedo. Rápidamente se lo quitó y se lo ofreció para que lo dejase. El criado lo cogió y lo miró satisfecho. Una vez conformes, ambos criados volvieron a la tarea como si nada hubiera pasado.
Le recortaron los cabellos y la barba sin el menor de los cuidados. Le pusieron una especie de túnica, le echaron encima un deslucido manto, pues sus ropas estaban destrozadas y sucias; y, terminada la obra, los criados llevaron a Asbag frente a su amo. Torak le miró de arriba abajo con gesto de satisfacción y dio las órdenes oportunas.
Al poco rato, el vikingo, los sirvientes, las dos desdichadas cautivas, Asbag y un buey cargado con objetos del botín iban camino del mercado.
El puerto que estaba en la misma ría servía de embarcadero y de emporio, adonde acudían innumerables barcazas, lanchones y otras embarcaciones con todo tipo de mercancías para intercambiar: pieles, tejidos, ámbar, hierro, cerámica, vidrio y esclavos. El tumulto que había en los muelles emitía una especie de rugido metálico de tono monocorde; y el olor que emanaba de los tenderetes era una extraña mezcla de olores de sebo, pescado seco, cerveza y pieles curtidas. Todo era absolutamente diferente de cualquiera de los mercados del sur, donde predominaban las musicales tonalidades de los acentos meridionales y en el aire flotaban los densos aromas de la especias y las esencias de Oriente.
Asbag se dejaba arrastrar entre la muchedumbre que circulaba mirando los tenderetes, llevando las mercancías o deteniéndose a hacer los tratos. Oíanse ya los gritos de los acróbatas y juglares, de los mercachifles que pregonaban golosinas, carnes, panecillos y pescados; y entre todo ello, el rumor de las conversaciones en la extraña e incomprensible lengua. Caminaba con el vientre oprimido y con un intenso escalofrío en la espalda. Sentía náuseas y la desagradable presión en el estómago de la amarga y espesa papilla que le habían introducido a la fuerza en la boca, pues era incapaz de ingerir alimentos. Se detuvo a vomitar. Un desvanecimiento le nubló entonces la vista y las piernas le flojearon. El criado que lo llevaba sujeto con una soga por el cuello se dio cuenta y, en vez de asistirle, le propinó un puntapié. Más adelante, cogió un cazo y le echó agua por la cabeza. Se la tiró con fuerza y le hizo boquear de la impresión. Torak se enojó entonces con el criado y lo abofeteó, tal vez porque había mojado las ropas y los cabellos del obispo, dejándolo aún más impresentable.
El mercado de los esclavos estaba al aire libre, al pie de un gran edificio fortificado. Tuvieron que abrirse paso por entre la multitud que se agolpaba en los aledaños para acceder al lugar donde se hacían los tratos. Torak entregó a Asbag y a las muchachas a una especie de encargado que los situó en un lugar apartado, y tuvieron que aguardar allí toda la mañana. La compraventa y el intercambio se llevaban a cabo siguiendo un complejo sistema que determinaba el jefe de la lonja mediante una especie de sorteo hecho con dados y piedrecillas arrojadas sobre un tablero. Aquello parecía divertir a la gente, que se amontonaba alrededor de la tarima que servía para exponer a los esclavos.
En primer lugar se dio salida a las mujeres. Asbag se sentó en el suelo y, recostado en la fría pared del edificio, se cubrió la cabeza con los brazos para aislarse de todo aquello. La angustia le oprimía la garganta y su mente seguía en blanco. Las voces de los pregones, los gritos de protesta y los murmullos de admiración se sucedieron durante un largo rato.
Le llegó su turno. Alguien tiró de él y lo condujo al interior del edificio. A diferencia de lo que sucedía con las mujeres o con los adolescentes y los jóvenes, él no fue exhibido en público sobre el entablado, sino en un amplio salón donde aguardaban cuarenta o cincuenta hombres de aspecto más refinado. Por sus ropas, Asbag supo que eran comerciantes llegados de diversos lugares del mundo. Había árabes, musulmanes africanos, judíos, bizantinos, venecianos y sirios; todos ricamente ataviados. Por entre ellos circulaban los sirvientes portando bebidas y pasteles, y el ambiente era más distendido y silencioso que en el mercado exterior.
El encargado dio unas fuertes palmadas para reclamar la atención de los presentes y habló durante largo rato en la lengua vikinga. Cuando acabó su discurso, salió al centro un hombre de aspecto oriental que habló en la lengua árabe y en lengua latina. Presentó a Asbag como un hombre sabio, educado en el seno de la Iglesia, cordobés, escribiente, instruido en diversas ciencias y conocedor de varias lenguas. En ese momento, Asbag cayó en la cuenta de dónde residía el valor de su persona y de por qué había sido traído a este lugar lejano.
Los comerciantes se removieron en sus asientos y el interés se hizo patente. Uno de ellos, un judío ceñudo y macilento, se aproximó hasta él y le escrutó detenidamente. Luego, le miró directamente a los ojos y le preguntó en perfecta lengua latina:
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?
Asbag, confuso, permaneció en silencio.
—¡Contesta! —le gritó el encargado.
—Mi… mi nombre es Asbag aben-Nabil —masculló.
—¿Eres cristiano? —le preguntó el judío.
—Soy un obispo de la Iglesia de Jesucristo. Soy el obispo de Córdoba —respondió con mayor decisión.
Un intenso murmullo sonó en la sala. El barboteo de las diversas lenguas se transmitió confusa y atropelladamente, hasta que todos se hubieron enterado de lo que Asbag había dicho.
—¡Cómo…! —exclamó el judío—. ¿Un obispo…? —Entonces se dirigió directamente al encargado de la lonja—. ¿Te has vuelto loco, Erbug? ¿Cómo se te ha ocurrido intentar vendernos a un obispo? Sabes que nosotros comerciamos en puertos donde la cristiandad es influyente y poderosa. Si las autoridades supieran que llevamos a un obispo entre nuestros esclavos perderíamos nuestras licencias y… posiblemente todas las mercancías.
—¡Y la vida! —gritó otro de los comerciantes—. Yo soy de Venecia. ¿Imaginas lo que sucedería si intento vender a un obispo en Roma?
La concurrencia prorrumpió en una sonora carcajada.
—¡Bueno, señores, calma, calma…! —pidió el encargado—. ¿Vais a fiaros de lo que diga un esclavo? Este hombre es un sabio y astuto cordobés que sabe la manera de librarse de su destino. ¿Cómo va a ser un obispo? ¿Creéis que no conocemos perfectamente lo que se ofrece en este mercado? Este hombre ha sido comprado por Torak en Galicia. Es una oferta muy especial. ¿Tiene acaso aspecto de obispo?
—¡Ah, Erbug! —replicó el judío—. No sería la primera vez que tratas de endilgarnos a algún individuo engorroso. Si ese hombre sabe tanto como dices, la oferta es interesante; pero si es un obispo no nos sirve para nada. Ni siquiera en Siria o en Alejandría se puede hoy día intentar una operación así. No, no podemos arriesgarnos.
—¡Un momento! —exclamó alguien. Se trataba de un árabe de mediana edad y aspecto distinguido—. Amigos, creo que podemos solucionar este asunto ahora mismo. Aquí, en Hedeby, hay un importante mercader del califato cordobés. Se trata de Ibrahim al-Tartushi, al que muchos de vosotros conocéis por haber hecho tratos con él. Yo mismo lo vi llegar ayer en su embarcación. Le localizaremos y él nos dirá la verdad acerca de este hombre.
Un rayo de luz penetró en el interior de Asbag al escuchar aquel nombre. Conocía perfectamente a al-Tartushi, puesto que no había nadie en Córdoba que no lo conociera. Incluso había hablado con él en cierta ocasión, para pedirle que buscara determinados códices, ya que el comerciante recorría numerosos puertos del mundo, por lo que era una referencia obligada en Córdoba para hacerse con cualquier cosa del extranjero.
Al cabo de un rato, apareció uno de los sirvientes que había salido en busca de al-Tartushi y anunció que el mercader llegaría enseguida. Y así fue; al momento se presentó. Avanzó hacia donde estaba Asbag y le miró lleno de extrañeza.
—¡Oh, mumpti! —exclamó sobrecogido—. ¡Mumpti Asbag! Pero… ¿cómo has llegado hasta aquí?
Asbag, llevado por la alegría de contemplar ante sí la posibilidad de librarse de todo aquello, se abrazó a al-Tartushi y prorrumpió en un sonoro sollozo, mezcla de emoción y de desconsuelo por lo que le había sucedido.
Los comerciantes, enfurecidos, se dirigieron entonces a los dueños de la lonja despotricando y pidiendo explicaciones y se armó un gran revuelo.
Mientras tanto, al-Tartushi y el obispo estuvieron hablando. Asbag le contó cómo había sido apresado en la peregrinación y las calamidades que había sufrido desde entonces. Luego suplicó al comerciante que hiciera cuanto pudiera por sacarlo de allí.
—¡Oh, Alá sea loado! —respondió al-Tartushi—. Veré lo que puedo hacer. Pero todo esto es complicado, muy complicado. Los
machus
venden a los prisioneros; pero si tienen a alguien importante buscan la manera de conseguir el rescate… Ellos jamás pierden. Intentaré comprarte. Pero no te garantizo nada…
Al-Tartushi estuvo negociando un buen rato con el jefe de la lonja y con Torak, ante la mirada impaciente y angustiada de Asbag, que rezaba en su interior, suplicando a Dios que llegaran a un acuerdo.
Al cabo, el comerciante cordobés se volvió hacia el obispo con la mirada sombría. Con gesto apesadumbrado, le dijo:
—Lo siento, mumpti, nada puede hacerse. Como me temía, piden una cantidad desmesurada por tu persona. He sido imprudente al decirles que eres un miembro de la cancillería del califa y consejero suyo. En vez de ayudarte te he perjudicado; ahora están engolosinados con la idea de conseguir un sustancioso rescate.
—¿Entonces…? —preguntó Asbag angustiado.
—Lo malo es que yo no puedo regresar ahora a Córdoba. Una importante operación comercial me aguarda en el este y no puedo faltar a mi palabra… Pero… te prometo que la próxima primavera volveré, después de hablar con tu comunidad en nuestra ciudad y con el propio califa si es preciso.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y mientras tanto…?
—Se me ocurre una cosa —respondió al-Tartushi—. No lejos de aquí hay una abadía de monjes cristianos. Los conozco muy bien, porque me han hecho pedidos en alguno de mis viajes anteriores. Iré allí y hablaré con ellos. Les diré que busquen la manera de que los dejen custodiarte mientras llega el rescate desde Córdoba.