Authors: Jesús Sánchez Adalid
—¿Consentirá Torak en ello?
—Oh, posiblemente. A los
machus
no les interesa otra cosa que las ganancias. Pagaremos una especie de alquiler a cambio de que te permitan vivir en el monasterio y, además, se ahorrarán la manutención.
Ibrahim al-Tartushi se apresuró a ir al monasterio aludido. Asbag se quedó mientras tanto en la lonja, viendo cómo se negociaba con los esclavos que aún no habían sido vendidos. Pasó la jornada en el mercado. En el salón permanecía apenas media docena de cautivos, sobre los cuales no había habido acuerdo. Erbug y Torak se impacientaban a medida que la luz que entraba por la ventana se amortecía por la caída de la tarde.
Finalmente, en la lonja sólo quedaban el encargado, que bostezaba a cada momento, Torak y los criados de éste, aburridos y a punto de perder la paciencia. Asbag empezó a hacer conjeturas y a temerse que Ibrahim no regresaría. Sin embargo, cuando, llegada ya casi la noche, había perdido toda esperanza, apareció el mercader cordobés acompañado por dos monjes. Se dirigió directamente a Torak y habló con él durante un rato en su extraña lengua.
Los dos monjes se aproximaron mientras tanto a Asbag. Ambos vestían con túnicas obscuras de amplios pliegues. Uno de ellos era un anciano de largas barbas blancas y el otro apenas un muchacho.
—¿Eres de verdad un obispo? —preguntó el más viejo.
—Sí, lo soy —respondió Asbag—. ¿No vais a creerme?
—Ah, estos lugares son muy complicados —comentó el monje—. Hay tantos oportunistas…
—Mirad —dijo Asbag—. Aquel criado tiene en su pecho mi pectoral y el otro que está a su lado guarda en su bolsa mi anillo.
El monje se acercó renqueando hasta donde al-Tartushi y Torak estaban discutiendo y le habló al vikingo en su lengua señalando a los criados. Tórak se fue hacia ellos y les recriminó con grandes gestos. Los criados extrajeron al momento el crucifijo y el anillo y se los entregaron a su amo atemorizados. Torak se enfureció y comenzó a gritar al tiempo que la emprendía a golpes y a puntapiés con sus sirvientes. Después le entregó los objetos al monje.
El anciano monje observó de cerca el pectoral y el anillo. Se volvió hacia Asbag y recitó una oración en latín. Asbag sonrió y dijo:
—Es la oración de consagración de los sacerdotes. ¿Crees que no la he repetido más de un centenar de veces?
El monje abrió desorbitadamente los ojos, pero comprobó que Torak y Erbug les miraban. Entonces, cambió su gesto y le propinó una bofetada a Asbag en la mejilla. Como si estuviera muy enojado empezó a vociferar y a encararse directamente con Torak y con el jefe de la lonja.
—¿Qué… qué sucede? —le preguntó Asbag a al-Tartushi.
—¡Chsss…! —respondió el mercader—. El monje dice que tú eres un impostor. Se queja de que le hayan sacado de sus oraciones para engañarle y amenaza con acudir al rey de los
machus
para protestar ante él.
Asbag contempló lleno de confusión y angustia cómo el monje discutía con los vikingos. Unas veces la disputa subía de tono, otras parecían llegar a un acuerdo. Finalmente, el anciano monje extrajo una bolsa de entre los pliegues de su capa y la dejó sobre la mesa. Torak la abrió y esparció un montón de monedas que estuvo contando atentamente.
Sonrió y dio unas palmaditas en el hombro del monje, como si estuviera satisfecho.
Todos salieron de la lonja. Era ya casi de noche. Torak y Erbug se despidieron y el monje tiró de la soga que Asbag llevaba atada al cuello. Al-Tartushi les acompañaba por la larga vía del embarcadero.
—¡No, no soy un impostor! —se quejaba Asbag—. Soy el obispo de Córdoba. Díselo tú, Ibrahim. Por el amor de Dios, díselo.
—¡Chsss…! —le mandó callar una vez más al-Tartushi.
Recorrieron varias calles y llegaron al exterior de la ciudad, a una especie de descampado. Asbag vio entonces un amplio edificio que identificó inmediatamente como una iglesia, junto a la que había varias casas apiñadas y un cementerio, cuyas cruces se recortaban contra el crepúsculo en una loma. Una fría brisa empezó a levantarse desde los bosques trayendo su húmedo aroma envuelto en obscuridad.
Cuando se cerró la puerta detrás de ellos, Asbag se encontró en el pequeño y austero claustro de la abadía, rodeado por una docena de monjes que lo miraban con gran curiosidad. El monje de las largas barbas se aproximó entonces a él, le cogió la mano y le puso el anillo. Luego extrajo de su bolsillo el pectoral con su cadena y, sin decir nada, lo colgó del cuello del obispo. Una vez hecho esto, se arrodilló delante de él. Los demás monjes también se pusieron de rodillas. El anciano monje tomó entonces la palabra.
—Venerable obispo de Córdoba —dijo—, sed bienvenido a esta humilde casa. Antes os abofeteé delante de esos infieles para hacerles creer que no teníamos un especial interés en vuestra persona. Las cosas son difíciles en estas frías tierras y hay que seguir el mandato del Señor de ser sagaces como las serpientes y sencillos como las palomas. Ahora, seguros entre los muros de esta casa dedicada a Dios, imploro vuestra bendición. Sois un sucesor de los apóstoles, y todo lo que hay en esta humilde abadía, incluidas nuestras personas pecadoras, está bajo vuestra autoridad. Nada tenéis que temer entre nosotros.
Asbag, conmovido, bendijo a los monjes. Seguidamente, entraron en la capilla, se postraron delante de un gran crucifijo y comenzaron el canto del
Te Deum:
Te Deum landamus: te Dóminum confltemur…
El obispo sintió entonces, más que nunca, resonar dentro de sí el sentido de aquellas palabras latinas que había repetido tantas veces:
A ti, oh Dios, te alabamos,
a ti, Señor, te reconocemos.
A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.
Los ángeles todos, los cielos
y todas las potestades te honran…
Sintió cerca la presencia de Dios, como si estuviera allí mismo, mirándole de frente, acogiéndole en sus brazos. Se agolparon entonces en su mente los recuerdos de los largos días de sufrimiento. Peligro y rescate: ése era el ciclo que cobraba ahora sentido en su mente. La forma y el nombre de los peligros cambian, pero el miedo que experimentamos cuando vienen es el mismo, como es el mismo el respiro cuando se van. Y la misma es la mano del Señor que nos salva de ellos.
El canto del himno proseguía, pausado y profundo, en la voz de los monjes:
Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, Defensor…
Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los que creen el reino de la vida…
Un intenso y extraño sentimiento de irrealidad se apoderó de él mientras escuchaba estas palabras. El humo del incienso, la luz de las velas proyectándose en los muros del pequeño templo y los doce monjes que lo rodeaban se convirtieron como en una aparición. La angustia que le acompañaba durante días desapareció. Sus músculos y sus nervios se aflojaron. Entonces, su visión se obscureció, le flaquearon las piernas y se desplomó envuelto en un éxtasis de placidez.
Córdoba, año 968
La
daral-Sikka
o Ceca, como todos la conocían, estaba instalada en un viejo caserón próximo a la gran mezquita y sus traseras daban directamente al barrio de los judíos ricos, donde se encontraban los más prósperos establecimientos bancarios de Córdoba. El propio califa Abderrahmen se ocupó de organizar el gobierno de la fábrica de las monedas del califato, siguiendo el esquema clásico de Oriente, con un buen depósito de material precioso, unos patrones estables y, al frente, un eunuco inteligente y de confianza, formado a los efectos en Damasco. Sin embargo, desde entonces, nadie más había sido incorporado a la Ceca; de manera que allí trabajaba una veintena de ancianitos, algunos de los cuales incluso casi habían perdido ya la vista, a causa del resplandor de los fuegos de la fundición. Las monedas repetían aún los nombres de al-Nasir y de los imanes de su época, puesto que ninguna variación se había hecho después de la muerte del anterior califa. Aun así, las monedas cordobesas seguían siendo las más valiosas y apreciadas en el mundo entero.
Como es natural, a Abuámir lo miraron mal desde un principio, pues no se conformó con que las cosas continuaran como siempre. Además, todavía había quien recelaba de que se hubiera nombrado a alguien que no era eunuco para un puesto tan relevante y de tanta responsabilidad. Pero él no se arredró. Sabía que para poder dominar a los subordinados sólo bastaban dos cosas: mostrarse cariñoso con ellos y tenerlos contentos o, en el caso de que se mantuvieran obcecados, sustituirlos por otros. Y es lo que hizo, pero con una naturalidad y una delicadeza tales que nadie quedó finalmente insatisfecho. Los reunió a todos y les propuso que sus hijos o nietos entraran a formar parte de la fábrica. A los de edad más avanzada les ofreció una especie de jubilación, con sustanciosas indemnizaciones y la posibilidad de continuar asistiendo cómodamente para transmitir sus enseñanzas a los más jóvenes.
Al principio pareció que aquello no funcionaría, porque es difícil cambiar las costumbres de un lugar que lleva funcionando con las mismas rutinas durante más de cincuenta años; pero cuando se dieron cuenta de que nadie les gritaba ya, ni les golpeaba, ni les insultaba, empezaron a sentirse más a gusto. El edificio fue reformado, las ventanas se ampliaron, el personal aumentó y la ventilación se perfeccionó. En pocos meses la Ceca parecía otra.
Y luego vino lo más complicado: escoger nuevos modelos de monedas y adaptar los patrones a las necesidades de los nuevos tiempos. Para ello, Abuámir estudió a fondo los sistemas monetarios de Siria, Persia, Arabia y Constantinopla. No se trataba de imitar nada, puesto que el sistema cordobés era superior a los demás; pero había que modernizarlo y situarlo todavía en un estadio más elevado. Y encontró a la persona precisa. No tuvo el menor inconveniente en incorporar a un judío inteligente e instruido en estos menesteres. Para ello, buscó a un conocido banquero que dirigía además a todo un regimiento de orfebres judíos que trabajaban el oro y la plata. Asesorado por él, Abuámir pudo presentar nuevos diseños de las monedas al califa y recibir las felicitaciones del mismo.
Pero sus enemigos no dejaron de vigilarle. Los eunucos de Zahra, Chawdar y al-Nizami, intentaron por todos los medios convencer al califa de que todas aquellas modificaciones en la casa de la moneda no hacían sino poner en peligro uno de los más importantes baluartes del califato.
Y no dejaron de molestar. Fueron allí una y otra vez a husmear y a criticar todo lo que se estaba haciendo. En realidad, su poder era tan grande en Córdoba que se permitían meter las narices en todos los asuntos de la ciudad.
Y Abuámir no podía quejarse al califa, puesto que ya lo había hecho cuando se entrometieron en su administración de los alcázares. No era cuestión de enfrentarse una vez más a ellos. Simplemente, se armó de paciencia y se vio recompensado al final. El califa tuvo que reconocer que la Ceca funcionaba y, aunque tuviera que escuchar las protestas y los chismes de sus eunucos, su extremado sentido de la justicia lo movió a premiar una vez más los esfuerzos del joven administrador. Añadió a sus funciones las de tesorero y curador de sucesiones. Con ello, Abuámir se convirtió en uno de los personajes más influyentes de Córdoba.
Este reconocimiento público le revistió de seriedad y de aplomo. Ya no era un mero administrador de bienes que tenía que rendir cuentas de sus funciones. Ahora hacía y deshacía a su antojo: compraba y transformaba, siguiendo los dictados de su fina intuición de intendente.
Durante meses había estado tan ocupado que casi se había olvidado del visir Ben-Hodair. En realidad, aparte del propio visir y de algunos de los amigos de éste, Abuámir contaba todavía con pocas amistades importantes en Córdoba; aunque su nombre ya iba siendo conocido en los círculos de influencia.
Nadie podía entrar en la Ceca sin un permiso expreso de Zahra. Era uno de los lugares verdaderamente prohibidos bajo severa amenaza de pena de muerte. Desde que Abuámir había llegado para hacerse cargo, sólo el califa, el gran visir al-Mosafi y los eunucos Chawdar y al-Nizami habían puesto los pies en el edificio, además de los nuevos trabajadores que él había nombrado.
Una mañana, cuando Abuámir supervisaba el recuento de un contingente de antiguas monedas que acababan de llegar como pago del impuesto de alguna región, se enteró de que alguien importante se encontraba en el salón principal del establecimiento. Se acercó hasta allí y se encontró con Ben-Hodair. El visir estaba visiblemente desmejorado, algo encorvado y se apoyaba en un bastón. Le miró con gesto grave y le espetó:
—¡Vaya! ¿Nadie te ha dicho que he estado enfermo?
—¡Oh, querido amigo! —le respondió Abuámir con preocupación, mientras se acercaba para besarle—. No, nadie me dijo nada.
El visir deslió un rollo de papel que llevaba en la mano y se lo enseñó a Abuámir. Éste lo leyó y luego dijo:
—¡Ah, has tenido que solicitar un permiso de Zahra para poder venir a verme! Claro, nadie puede entrar aquí…
—¡Naturalmente! —exclamó el visir forzando una sonrisa de medio lado—. Resulta que ahora eres un hombre importante y se necesita un permiso del Príncipe de los Creyentes para poder acudir a verte en tu trabajo.
—Perdóname, querido Ben-Hodair; he estado verdaderamente ocupado. ¡No puedes imaginar la de reformas que necesitaba la Ceca! Pero, dime, ¿qué es lo que te ha sucedido? ¿Qué males has padecido?
—¡Ay, amado Abuámir! Soy un viejo. He querido huir de esa realidad, pero el destino tiene sus años contados.
—Bueno, bueno… No se te ve tan mal.
—¿Que no? Mírame; sin este bastón no puedo ir a ninguna parte. Las rodillas me están matando…
—Anda, pasemos a mi despacho —le pidió Abuámir, mientras le sujetaba por el brazo.
Ben-Hodair se esforzaba por mantenerse erguido. Su planta era la del hombre que había sido siempre, pero el color de su piel estaba cetrino y enfermizo, y el blanco de sus ojos se había enturbiado con una especie de acuosidad amarillenta. Una vez en el despacho, sentados el uno frente al otro, Abuámir se dio cuenta de que su amigo se había hecho un verdadero anciano en aquellos meses. Aun así, se acercó a la alacena y extrajo una botella.
—Vamos, bebamos un trago. Yo también estoy cansado. Ambos nos sentiremos mejor.
—No, no, no… —dijo el visir apartando con decisión el vaso—. Esto se terminó para mí. El físico me ha dicho que un vaso me puede llevar a la tumba. ¡Ah, ha sido terrible! El alimento no para en mi estómago… ¡Cuánto he vomitado! Era como si todo el vino que he bebido en mi larga vida quisiera escaparse de mi cuerpo…