Authors: Jesús Sánchez Adalid
Asbag estaba temblando, detrás de unas rocas, observando el curso de los acontecimientos. Vio llegar a los jefes de los vikingos y la cruel manera en que fueron apresados los que quedaban vivos, reducidos con palos, patadas y empujones. También vio cómo traían a los pobres e indefensos peregrinos capturados en la espesura adonde habían huido. Luego oyó una voz detrás de sí. Se volvió y alzó la vista. En lo alto de una de las rocas, uno de aquellos guerreros le había descubierto y estaba señalándole con el dedo. Enseguida acudieron varios y le agarraron por todos lados, arrastrándole hasta el claro.
Los cuerpos yacían a lo largo del camino, en las orillas del mismo y en el abierto pastizal donde se había librado la batalla. Los normandos recorrían el escenario del combate de arriba abajo, registrando a las víctimas para quedarse con sus objetos de valor.
Uno de los jefes se fijó en Asbag; observó sus atuendos y no disimuló su alegría, al comprobar que debía de ser alguien importante del grupo de los vencidos. Al momento apareció el que por sus ademanes y aspecto parecía el jefe supremo de todos los demás. Rugió en su metálica lengua normanda, y los soldados aplaudieron y se dieron palmadas en los muslos o golpearon con las armas en los escudos, como felicitándose por las capturas.
Le echaron a Asbag una soga al cuello, con la que enlazaron a otros cautivos, formando una hilera tambaleante que fue conducida a golpes y voces por un sendero que se abría en la espesura, montaña abajo.
—¡Ay, señor obispo! —le dijo llorando una pobre mujer—. ¿Adonde nos lleva esta gente?
Asbag la miró con un gesto de dolor compartido, pero el nudo que se le había hecho en la garganta le impidió articular palabra.
Caminaron durante mucho tiempo, hasta que se hizo de noche. Luego prosiguieron detrás de la fila de antorchas que sus captores agitaban en el aire. No se podía hablar, ni gemir, ni quejarse, porque el que lo hacía recibía inmediatamente una paliza. De manera que anduvieron, renqueando y tambaleándose, en el silencio de la noche, por lúgubres y húmedas veredas del obscuro bosque.
Córdoba, año 967
El judío Ceno se frotaba las manos hecho un manojo de nervios y se deshacía en reverencias.
—¡Oh, señores, cuánto honor! ¡Pasad, pasad y poneos cómodos!
El establecimiento estaba como siempre. Nada había cambiado desde que Abuámir era casi un imberbe estudiante cordobés que empezaba a descubrir el prohibido paraíso de las tabernas. El suelo seguía pavimentado con irregulares, sucias y ennegrecidas baldosas de barro sobre las que las mesas se asentaban inestablemente, cojas y rodeadas de toscos cajones que servían de taburetes, cuyos cojines, tiesos, acartonados, habían perdido su color. El zócalo era antiguo y delataba el esplendor ajado de lo que debió de ser un lujoso salón en otro tiempo. La bóveda era inmensa, de ladrillos obscurecidos por el humo y las telarañas. Pero eran los arcos del fondo, asentados sobre viejos capiteles romanos, y las orondas tinajas que cobijaban, lo que convertía la taberna de Ceno en uno de esos templos donde lo que cuenta es la adoración del tiempo detenido en el éxtasis del vino, y la magia de la conversación que el sagrado caldo libera. En el rincón del fondo había un espacio elevado, con una parrilla humeante y mugrienta, un desordenado conjunto de ánforas, embudos y botellas, y un ventanuco que comunicaba con un cuartucho que servía de almacén. Al fondo, un grueso y desvencijado portón abierto a un pórtico de arcos en herradura, como de un viejo palacio en ruinas, donde las gallinas canturreaban y escarbaban, y las palomas venían a posarse levantando polvo con sus aleteos y adormeciendo el mediodía con sus arrullos.
Para entrar en el establecimiento de Ceno había que descender del nivel de la calle, así que Abuámir y el visir Ben-Hodair bajaron la media docena de escalones y se introdujeron en el hospitalario ambiente de la taberna. Había siempre una clientela ajustada al lugar, ni excesiva ni escasa, para que la amplitud no resultase destartalada o la muchedumbre ahogara en su parloteo el deseo de conversar.
En la parte más próxima a la entrada se reunían los comerciantes, vestidos con sus coloridos mantos que delataban su procedencia; africanos, murcianos, sevillanos, gaditanos; un poco más adentro, los criados, dispuestos a abastecer a sus señores de cualquier cosa que necesitaran de la cocina o de las bodegas. Como en cualquier otra afanada taberna, allí se cerraban tratos, se concertaban transportes o se buscaba información sobre la ciudad en general. Las mesas se agrupaban en los laterales, pegadas al zócalo de azulejos, y en ellas abundaban los ricos judíos, los viejos cristianos de origen visigodo, a los que se llamaba
dimmies,
los cristianos llegados de fuera, conocidos como rumies (romanos) y los jóvenes estudiantes o los musulmanes de mundo. Y por último, un apartado rincón, alejado de la visión de los ventanucos que daban a la calle, era el lugar de los borrachos, donde podían hablar para sí sin molestar, babear, tambalearse o caerse finalmente rendidos por su vicio.
Había también un reservado, nada especial, pero ligeramente adecentado en comparación con los demás y susceptible de incomunicarse mediante el corrimiento de un mugriento cortinaje que algún día debió de ser de color rojo adamascado.
—Ah, señores, si me hubierais avisado con tiempo… —decía el judío, mientras les acompañaba hacia aquel lugar—. Habría cerrado todo para vosotros. Ya lo creo… habría cerrado…
—Bueno, bueno, Ceno —replicó Abuámir—; queríamos que todo estuviera en su salsa. Está bien así, como siempre…
—Sí, ya, señores —insistía Ceno—; pero, ya sabéis, viene mucha gente… Habría limpiado…
—Está bien —le decía Abuámir—, está bien así. Lo importante ahora es lo que nos vas a servir.
El tabernero se inclinaba una y otra vez, solícito, lleno de agradecimiento. No es que su establecimiento fuera un tugurio, pero un visir y el administrador de los alcázares eran dos clientes situados muy por encima de los asiduos visitantes de la taberna: tratantes, soldados, funcionarios y demás.
—Poneos cómodos —rogó Ceno mientras se afanaba en limpiar con un paño los asientos y la mesa del reservado—, y pedid, pedid lo que se os antoje; aquí tenéis a vuestro siervo…
—¡Vino! —dijo Abuámir con decisión—, vino de Cabra, o de Lucena; de ese bueno, del mejor. Y para comer…
—¡Ah, eso corre de mi cuenta! —le interrumpió el tabernero—. Déjame señor que os sorprenda. Ay, pero si me hubieras avisado con tiempo…
—Muy bien —respondió Abuámir—. Tenemos tiempo; tómate todo el que desees. Hoy tenemos todo el tiempo del mundo.
El judío se apresuró a ir en busca de uno de sus esclavos y le estuvo instruyendo aparte. Al momento, el criado salió hacia la calle provisto de una enorme cesta.
—¡Aquí está! —dijo el tabernero poniendo una jarra labrada y dos delicadas copas en la mesa—. De Cabra, del mejor. El gran rabino de Lucena me lo manda expresamente, del que hacen mis hermanos allí… Es un producto selecto…, puro…, ya me entendéis.
—Sí, claro —respondió Abuámir—. Un vino de judíos hecho para judíos, con todas las purificaciones que ello requiere.
—Siempre es un placer servirte, sabio Abuámir —observó Ceno, mientras se retiraba sin darles la espalda—, porque no sólo sabes apreciar las cosas, sino que además entiendes su sentido.
Cuando el judío se hubo retirado, el visir Ben-Hodair se aproximó a Abuámir y le preguntó con gesto intrigado:
—¿Y cuál es el sentido de ese vino? ¿Por qué es tan especial?
—Oh, cosas de hebreos —respondió Abuámir—. Ya sabes que ellos son muy exigentes en el cumplimiento de sus normas religiosas. Sus alimentos no pueden estar manipulados de cualquier manera. Se someten a estrictas normas de purificación. No se trata de algo meramente relativo a la limpieza, sino algo más profundo. Como se consideran el pueblo predilecto de Dios, sienten que no deben contaminarse. Y el vino es algo noble; el regalo más exquisito de la tierra. Por eso debe ser elaborado siguiendo unas leyes que afectan a los vendimiadores y a los pisadores. Se les exige un estado de pureza especial. Los rabinos son quienes controlan todo el proceso y, consiguientemente, quienes se hacen con el mejor vino.
El visir escuchaba atentamente y asentía con la cabeza. Cuando Abuámir terminó de hablar, le posó paternalmente la mano en el hombro y le dijo:
—¡Ah, cuánto te envidio, querido Abuámir! Tú conoces el mundo, con su velado misterio. Sabes saborearlo; le sacas partido. Eres exquisito en tus gustos, pero el lujo externo te es indiferente. Escrutas todo con tu mirada penetrante y vas al sentido de las cosas, para apropiarte de su esencia; para disfrutarlas en lo que tienen de singulares. Y eres tan joven aún… Llegarás lejos. Estoy seguro de ello. Alguien tan singular como tú ha de estar llamado a un alto destino.
—¡Vaya, visir! —replicó Abuámir sonriendo pudorosamente—, sabes que agradezco tus halagos; pero no me benefician. Un hombre tan refinado y tan admirado por mí como tú no debería envidiar a nadie.
—Sí. Debo decírtelo ahora, antes de que el vino nos lleve a sublimar las cosas. Es algo que pienso sinceramente. Ahora tienes una posición muy aceptable como administrador de los alcázares, pero… no… no es suficiente. Nuestra nación necesita hombres como tú, impetuosos e inteligentes a la vez; hombres que no se detengan ante nada y que sean capaces de hacer crecer nuestro imperio.
—Pero la hábil diplomacia del califa ha logrado mucho últimamente —respondió Abuámir.
—¡Bah! —replicó el visir descargando un puñetazo en la mesa—. Mi primo Alhaquen está llenando las cancillerías de mojigatos: teólogos, filósofos…, hasta obispos cristianos. ¿Qué me dices de ese Asbag aben-Nabil? Entra y sale en Zahra con más libertad que cualquier visir…
—Bueno. El obispo cosechó un buen puñado de logros en sus gestiones con los reyes cristianos del norte…
—¿Y qué? Tenemos paz, pero una paz que sólo conviene a los rumies. Mi tío Abderrahmen al-Nasir extendió cuanto pudo el reino, fijando las fronteras que tenemos ahora. ¿Y qué hace mi primo Alhaquen? Mantener, mantener y mantener. Sólo eso. Y mientras tanto se dedica a sus beaterías y a sus elucubraciones filosóficas, rodeándose de mansos consejeros a los que únicamente interesa que todo siga como está, para charlar y charlar acerca del destino del hombre, de la paz de los pueblos, de los idílicos y absurdos proyectos de los antiguos filósofos… Pero en el norte los cristianos se arman y se preparan esperando su momento.
—¿Y el gran visir al-Mosafi? —dijo Abuámir inexpresivamente—. A mí me parece firme en sus decisiones.
—¡Ah, el peor de todos! Es un teórico, un aburrido e insoportable burócrata criado entre libros. Alguien que no ha empuñado jamás una espada.
—¿Y qué se puede hacer? —preguntó Abuámir, casi para sí.
—Poca cosa, desgraciadamente —respondió Ben-Hodair con rabia—. Quienes manejan Zahra son los eunucos Chawdar y al-Nizami, intocables y muy peligrosos. El gobierno está en manos del imbécil de al-Mosafi, y el califa vive encerrado en su biblioteca o abismado en sus meditaciones. Sólo el tiempo dirá la última palabra. Pero no creo que Alhaquen viva mucho más; es débil y apenas se cuida. Jamás se ha divertido y, ya sabes, el placer alarga la vida.
En ese momento, como llamado por aquella reflexión, apareció descorriendo la cortina el judío Ceno, seguido de sus criados con humeantes platos en las manos.
—Aquí tenéis, dignísimos señores; pollo con almendras, berenjenas rebozadas, cabrito a la miel, fritura de pescaditos… Y más vino de Lucena, puesto que ya veo que habéis dado buena cuenta de la jarra.
Comer y beber fue maravilloso para Abuámir en aquella ocasión. Se sentía seguro, asentado en su puesto, tratado como un importante señor y escuchando las opiniones del visir Ben-Hodair. La comida resultaba excelente, el vino exquisito. A los postres llegaron los dulces, crujientes, recién hechos por la vieja buñolera que acababa de enmelarlos en el patio contiguo. Y, como final, Ceno apareció con una hermosa botella entre las manos.
—Señores —dijo—, ésta es mi sorpresa final. Guardaba este vino para unos clientes que de verdad supieran apreciarlo. Es viejo, pero aún es dulce; es fuerte, pero podría seducir a la más delicada mujer… Y es la última botella, que permanecía aguardándoos en mi bodega.
Ceno llenó dos hermosos vasos de plata con incrustaciones y se retiró prudentemente.
—¿Ves? —dijo Ben-Hodair—, a esto me refería cuando te dije que conoces de verdad lo bueno. Tengo de todo en mi palacio, pero jamás habría descubierto un lugar como éste si no hubiera sido por ti. Brindemos ahora por tu porvenir.
—Y por el tuyo —respondió Abuámir.
—¡Ah! —suspiró el visir—. A mí me queda poco; yo casi he apurado mi copa. Brindemos por la tuya que está llena hasta el borde.
Permanecieron todavía allí, hasta que dieron fin al contenido de aquella última botella. Luego se pusieron en pie y se aprestaron a abandonar el local. Ben-Hodair se tambaleaba. Abuámir, en cambio, estaba firme y con la mirada brillante. Antes de salir, se aproximó disimuladamente hasta donde estaba el judío Ceno, mientras los criados del visir ayudaban a su amo a subir a la litera.
—¡Eh, Ceno! —le dijo—. Ese último vino… ¿Era de verdad el último?
El judío sonrió y le guiñó un ojo. Luego entró a toda prisa en la bodega. Enseguida apareció con una botella semejante a la anterior, le quitó el polvo con un paño y le dijo:
—Ésta sí que es la última.
Abuámir le lanzó una moneda de plata y se guardó la botella entre los pliegues de la capa.
En la puerta le aguardaba el visir, desmadejado en su litera.
—¿No quieres venir conmigo al jardín del Loco? —le preguntó Abuámir.
—¡Oh, no, no…! —respondió quejumbroso Ben-Hodair—. Ve tú. Yo ya soy viejo para tanta juerga. Con lo de esta tarde he tenido ya suficiente. Ahora necesito dormir.
La litera se internó en las callejuelas, y Abuámir se dirigió hacia la argolla donde había amarrado su caballo.
Cuando iba atravesando el puente se fijó en el cielo nítido, poblado de estrellas. Divisó a lo lejos las tibias luces del jardín y percibió la dulce música que le era tan familiar. Entonces se detuvo y se quedó absorto. Un laúd acompañaba con una triste melodía la voz de una mujer que cantaba en solitario. Decía:
No sin ti no…
Ni música, ni rosas, ni vino…