Authors: Jesús Sánchez Adalid
Fueron tiempos de paz y felicidad para las comunidades de cristianos mozárabes. Todo lo anterior quedó olvidado.
Llegó entonces el momento de hacer la peregrinación a Santiago de Compostela. Se publicaron los favores del santo apóstol y se solicitaron las mandas de los peregrinos. Una gran expectación y un enorme entusiasmo se apoderaron de la comunidad. Asbag se sentía satisfecho y querido y ansiaba emprender el camino para agradecer los dones del Altísimo.
Torrox, año 962
El agudo y largo chillido del halcón despertó a Abuámir. Se revolvió entre las sábanas y abrió los ojos. En mitad del arco lobulado de la ventana estaba el pájaro a contraluz, arreglándose las plumas con el pico. Era el viejo
Bator,
el más querido de los baharíes de su padre; tendría ya más de doce años y no cazaba. Su vida transcurría entre las torres y las almenas, como si se tratara de un espíritu del pasado. Desde que Abuámir había ocupado la alcoba de su padre, el halcón acudía cada mañana a la ventana para recibir su comida, como si el mismo Abdallah, su antiguo amo, estuviera aún vivo. Abuámir había asumido con gusto la obligación de alimentarlo.
Se levantó y abrió la jaula llena de pajarillos vivos que se encontraba en una taca contigua y que uno de los criados rellenaba cada vez que se vaciaba. Metió la mano y empuñó uno de los gorriones. Luego extendió el brazo y
Bator
saltó como un relámpago hasta la víctima, lo atrapó entre sus garras y lo transportó en una volada hasta el alféizar, donde se dedicó a desplumarlo sin prisas. Abuámir se sentó en la cama y contempló absorto el desayuno del halcón.
Cuando la rapaz terminó su banquete, paseó la mirada por la estancia como buscando algo. Luego alzó el vuelo y desapareció en un triste y cansino planeo. A la mente de Abuámir acudieron unos versos de Mutanabbi:
¡Oh Dios! ¿Por qué el halcón sobrevive al halconero?
¡Oh Dios! ¿Por qué la amada sobrevive al amante?
¿Por qué el amante permanece si ha muerto su amada?
Son preguntas que sólo entiende el corazón
que se ha quedado en desamparo.
Se asomó a la ventana. Una hermosa luz de madrugada bañaba los tejados, las torres y las almenas. Reinaba el silencio. Luego fueron despertando los sonidos; primero el canto de los gallos, luego algún rebuzno y, más tarde, el ruido metálico de dos martillos de herrero que golpeaban alternadamente sobre el mismo yunque.
Más tarde se alzaron voces, desde algún lugar lejano. Y, de repente, gritos de espanto. Abajo, en el patio de armas, se vio correr a los guardias en desorden, como sorprendidos. Después sonó el cuerno de alarma y seguidamente empezó a oírse el golpeteo rápido del gong.
—¡Piratas! —gritaba alguien—. ¡Anoche atacaron los piratas!
Abuámir corrió escaleras abajo. Y, cuando llegó a la plaza, se encontró ya con un gran remolino de gente.
—¡Señor! —le dijo el capitán—. Los piratas han asaltado esta noche el barrio del puerto. Han matado a cuatro pescadores y se han llevado a varios niños y mujeres.
—¿Cómo? —preguntó él—. ¿Y los encargados de vigilar…?
—Se habían confiado —respondió el capitán—. Hacía mucho tiempo que no atacaban…
—¿A qué hora se ha producido el ataque?
—No puede saberse. Pero a buen seguro que estarán ya lejos.
—¡No! —gritó Abuámir—. Algo me dice que andan todavía por la costa.
—Pero… eso es absurdo —dijo el capitán—. Suelen embarcar inmediatamente…
—Eso es lo que nos hacen creer; pero hace tiempo que estoy convencido de que no se arriesgan a adentrarse en alta mar. La flota de Málaga patrulla las inmediaciones y, en la costa de África, hay toda una línea de vigilancia que jamás se atreverían a cruzar a la luz del día. Están todavía aquí, escondidos en cualquier sitio, aguardando la caída de la tarde para cruzar al amparo de la obscuridad; o tal vez estén dispuestos a esperar más de un día a que se calmen los ánimos. ¡Que se arme todo el mundo! —ordenó con energía—. ¡Hay que rastrear toda la costa! ¡Dad aviso hasta Málaga y hasta Frigiliana! —Miró a su alrededor. Los hombres estaban como paralizados—. ¡He dicho que os arméis! ¡No podemos perder tiempo!
De inmediato se inició la batida. Se registraron minuciosamente todas las calas, las alamedas, las cuevas y las laderas. Y todos se sorprendieron al ver que la fina intuición de Abuámir no andaba equivocada. Aparecieron ocho barcas berberiscas, perfectamente camufladas en una arboleda cercana a las playas, y cubiertas con cañas recién cortadas. Pero ni los piratas ni sus cautivos estaban allí, aunque se recuperó todo lo que habían robado.
—Los esperaremos aquí —decidió el capitán—. Tarde o temprano tendrán que regresar para poder marcharse.
—No —replicó Abuámir—. No son tontos. Seguramente nos han visto desde lejos registrando la costa y se han escapado hacia el interior. Destruiremos las embarcaciones y seguiremos buscando. Toda la región está alerta; tarde o temprano caerán en nuestras manos.
Al día siguiente aparecieron los cautivos; seis muchachos y nueve mujeres a los que habían degollado cruelmente. Pero allí mismo, junto a los cadáveres de aquellos infortunados, habían dejado las pistas que sirvieron para continuar la búsqueda; pues se apreciaba claramente que se habían dispersado.
—Quieren confundirse con la población —dijo Abuámir-. Les daremos caza en los pueblos. ¡Que detengan a cualquier beréber que esté de paso en la región!
Las órdenes corrieron y la táctica surtió pleno efecto. En los días siguientes fueron detenidos unos cien beréberes, de entre los cuales se detectó a una cincuentena que con seguridad eran los piratas.
La población estaba enloquecida de satisfacción por el éxito de la operación y esperaba ansiosa ver las cabezas de los piratas clavadas en las murallas. La noticia corrió por todos los pueblos de la costa y las montañas. Acudió una multitud dispuesta a ver cumplida su venganza.
Pero Abuámir, no conforme con aquel éxito, decidió ampliar la operación. En vez de ordenar la ejecución inmediata de los prisioneros, mandó que fueran torturados para obtener de ellos el nombre de sus pueblos de origen. No le fue difícil conseguir aquellas confesiones, puesto que los piratas eran tan odiados que los carceleros se aplicaron con refinamiento en los tormentos. Como Abuámir sospechaba, casi todos los bandidos eran originarios de los pueblos de la costa beréber; rudos campesinos o pescadores en su mayoría, a quienes les resultaba atractivo agruparse esporádicamente en torno a un caudillo para alzarse con un buen botín en las costas hispanas y vivir cómodamente durante una temporada.
Málaga
En cuanto tuvo esta información, Abuámir partió hacia Málaga con la cuerda de prisioneros berberiscos.
El visir de Málaga salió a recibirle inmediatamente, y se encontró con el espectáculo del medio centenar de piratas engarzados en una cadena de cepos y custodiados por los hombres de Torrox y Frigiliana, con Abuámir a la cabeza en su caballo alazán, reluciente y bravo.
El visir de Málaga, Ben-Hodair, no disimuló su sorpresa ni su entusiasmo. Durante años había recibido las denuncias de los habitantes de la costa y había intentado por todos los medios poner fin al molesto asunto de los piratas. Pero resultaba imposible. Cuando la flota zarpaba, ya era tarde; los saqueos habían terminado y los piratas se esfumaban. Y, naturalmente, era imposible prever el próximo ataque. Enviar una y otra vez la flota tras ellos era como perseguir mosquitos lanzándoles un halcón.
Esa misma noche, se dio un banquete en el palacio para festejar el acontecimiento. Y, por supuesto, Abuámir ocupó el lugar de preferencia, sentado a la derecha de Ben-Hodair y compartiendo su propio plato.
El visir Ben-Hodair era un hombre maduro, caprichoso y demasiado apegado a los lujos; pero, al mismo tiempo, culto, inteligente y refinado. Pertenecía a la familia real y su aspecto difería poco del de un verdadero monarca; alto, de rasgos nobles y de elegantes gestos. Se decía que no había sido llamado a la corte de Zahra porque su tío Abderrahmen III había sentido envidia de su fama de hombre apuesto y distinguido. Sin embargo, esperaba anhelante a que su primo Alhaquen se acordara de él un día u otro.
Como persona de buen gusto, Ben-Hodair se quedó extasiado ante el porte y la presencia inmejorable de Abuámir. Y éste no perdió la ocasión de congraciarse con su anfitrión, utilizando sus infalibles artes de seducción y su gran facilidad para apoderarse del corazón de las personas; así, le indujo hábilmente a tomar algunas copas de más, pues estaba convencido de que el vino es la llave que abre el alma mejor guardada.
Abuámir empezó contándole al visir la intrépida búsqueda de los piratas, el hallazgo de las barcas y la minuciosa investigación que culminó con la captura de los cincuenta berberiscos. En su relato exageró, adornó e hinchó el hecho con todo lujo de detalles, animándose a medida que veía disfrutar a su oyente.
—¡Ah! —exclamó satisfecho el visir—. Hombres como tú es lo que yo necesito. Has conseguido con un puñado de campesinos un éxito que no lograría el mejor de mis oficiales al mando del mejor de mis destacamentos.
—Y aún no he terminado —se apresuró a decir Abuámir.
—¿Cómo? —preguntó Ben-Hodair—. ¿Piensas seguir en pos de los piratas?
—Si cuento con la ayuda providente de Alá y con tu flota, te libraré de los piratas por una buena temporada.
—¡Ah, se trata de eso! —dijo el visir con tono de disgusto—. No te molestes; lo hemos intentado ya mil veces… Es como ir detrás de fantasmas.
—Querido e insigne visir Ben-Hodair —repuso Abuámir—, ¡Dios me libre de contradecirte!, pero tengo la solución al enigma de los piratas. Siempre hemos creído que eran hábiles marineros dedicados exclusivamente al bandidaje. Hoy puedo decirte que no es así. Esos malditos que te he traído para que disfrutes viendo sus cabezas cercenadas son súbditos del califato; hombres corrientes y molientes de cualquier pueblo de la costa, entregados al vicio del saqueo. Son piratas temporeros que normalmente se dedican a labrar la tierra o a pescar; pero que no tienen reparos en hacer escapadas, una o dos veces al año, para rapiñar lo que no sembraron ni cayó en sus redes. Luego, como si nada hubiera sucedido, regresan a sus casas y a sus ocupaciones, y cada viernes, al sermón de la mezquita…
—¡Miserables! —gritó el visir—. ¿Y qué podemos hacer frente a esta lacra nefanda?
—Tengo los nombres de una veintena de pueblos beréberes cuyos habitantes han sido piratas ocasionales durante generaciones —respondió Abuámir—. Envía la flota con una misión de castigo. Destruye esos pueblos y, cuando corra la noticia por Berbería, no volverán a importunarnos.
—Pero… ¡pagarán justos por pecadores! —protestó el visir—. ¿Cómo podremos saber quién es quién?
—¡Bah! Todos son culpables —dijo con desprecio Abuámir—. Todos sabían a qué se dedicaban sus padres, hermanos, cuñados, amigos… Todos se han beneficiado de una manera u otra. ¿Cuál es la forma de terminar con las avispas sino abrasar el avispero? Ya se sabe: a grandes males…
—¿Estás seguro de conocer con certeza cuáles son esos pueblos de piratas? —preguntó Ben-Hodair.
Abuámir sacó un rollo de pergamino de su manto.
—Aquí tienes los veinte nombres —dijo—. No te duelan prendas. Cuando el visir de Algeciras y el de Almería sepan que les has librado de esa canalla, todo el sur te felicitará. Han sido demasiados años soportando…
Ben-Hodair se echó hacia atrás, recostándose pensativo sobre los cojines. Alargó la mano y cogió la copa.
—Brindemos —propuso—. Brindemos a tu salud, Abuámir, hijo de Abdallah; tienes la inteligencia de tu padre, pero has heredado la astucia y el coraje de tu antepasado Abdalmelic. Con tus pocos años y esa inteligencia, llegarás lejos…, muy lejos…
Las cabezas de los piratas rodaron por la mañana. Luego fueron colocadas en una carreta y paseadas por los pueblos de la costa, para que las gentes más perjudicadas por los repetidos asaltos se sintieran protegidas.
Antes de una semana, el visir de Málaga envió la flota a la costa de Berbería. Abuámir no quiso ir con la expedición; se conformaba con haber lanzado él la idea, pero no suspiraba por convertirse en un héroe militar, al menos de momento. De manera que la campaña fue capitaneada por el propio hijo del visir, Muhammad, provisto de la lista que contenía los nombres de los puertos que debían ser castigados.
Fueron ajusticiados centenares de berberiscos. Se destruyeron las barcas, los astilleros y cualquier indicio de actividad marinera, por insignificante que pudiera parecer. La flota regresó pronto, ebria de crueldad.
Entonces surgieron problemas diplomáticos, porque el visir de Berbería se quejó amargamente al califa y en los meses siguientes se pidieron explicaciones. Pero los visires de Almería, Algeciras y Onoba se unieron como una piña con el de Málaga y dieron testimonio de que el temido asunto de los piratas había sido definitivamente resuelto. Los inspectores enviados por Alhaquen comprobaron cuan satisfechos estaban todos los pueblos costeros de la hábil maniobra de limpieza. Llegaron prontas felicitaciones y, según se supo, el visir beréber recibió generosos regalos de consolación.
Abuámir recibió vestidos, caballos, oro y, lo más importante, la plena confianza de Ben-Hodair, cuyo ánimo había conquistado ya durante aquel banquete. A partir de entonces, fue llamado constantemente a la presencia del visir para disfrutar de sus fiestas, sus cacerías y las refinadas diversiones que deparaba el lujoso palacio del príncipe malagueño.
Córdoba, año 962
Pasó el otoño, vino el invierno y trajo las fiestas de la Natividad del Señor. San Acisclo rebosaba de fieles, y los hermosos cantos litúrgicos ascendían hasta las bóvedas junto con los aromáticos sahumerios. Las celebraciones tuvieron una suntuosidad y una concurrencia como no se recordaba. A todos los actos acudió el rey Ordoño acompañado por su séquito de nobles con sus mujeres, hijos y pajes, que se habían acostumbrado pronto a ataviarse con los ricos ropajes que usaba la nobleza de Alándalus. Acudieron también los embajadores de los reinos del norte; condes, prelados y abades que participaron activamente en las celebraciones. Todos presentaban sus respetos al obispo de Córdoba y reconocían sin pudor el mérito de que una floreciente comunidad de cristianos existiera en medio del reino musulmán más poderoso de la tierra. Era para sentirse orgulloso. Asbag exultaba de satisfacción y felicidad.