Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Bien —accedió Qut—. ¡Vayamos!
Cruzaron de nuevo el puente y pusieron rumbo al barrio viejo; sin embargo, antes de doblar la esquina de la calle donde estaba el palacio de Bayum, Qut se detuvo y le dijo a Abuámir:
—Anda, ve tú solo. Mañana tengo mucho trabajo que hacer.
—¡Vamos! —insistió Abuámir—, será un rato, nada más.
—No. Ve tú solo. Hace mucho tiempo que no frecuentas aquella casa y la Bayumiya estará enfurecida como otras veces. Y… eso es algo que debes arreglar tú solo.
Abuámir se encogió de hombros y tendió la mano a su amigo.
—Como quieras —le dijo—. Mañana, ya sabes, te espero en mi despacho a primera hora.
La calle estaba solitaria, pues ya era tarde cuando Abuámir llegó a la puerta del palacio de Bayum. Llamó varias veces y esperó, como siempre, a que acudiera la criada. «Me hará esperar», pensó. Pero enseguida sonaron unos pasos al otro lado, en el zaguán. Alguien abrió la mirilla y le observó por un rato en silencio.
—¿Qué deseas? —dijo al fin una extraña voz masculina desde dentro.
Abuámir se sorprendió mucho. Una ráfaga de pensamientos confusos acudió a su mente.
—¿Qué quieres? —repitió la voz.
—Soy… soy Mohámed; Mohámed Abuámir —respondió Abuámir.
—Ah, quizá buscas a la antigua propietaria. ¿No es así? —dijo la voz.
—¿A la antigua propietaria?
—Sí. ¿Es qué no sabes lo que le pasó?
—¿Lo que le pasó…? —repitió Abuámir sin salir de su extrañeza.
—Se tiró al pozo hace cosa de cinco o seis meses. Cosas de amores…, dicen; un desengaño o algo así. Ya sabes… Yo compré luego esta casa a sus herederos y me trasladé aquí con mi familia. Si deseas algo…
Abuámir se quedó mudo. Echó a andar y se alejó de allí a toda prisa.
—¡Eh, oye! ¡Eh! —oyó gritar a la voz—. ¿Necesitas algo?
Abuámir corrió y corrió por las calles solitarias, sin rumbo fijo y con la mente en blanco. Vagó queriendo escapar de sus propios remordimientos, haciendo conjeturas, imaginando que en la vida de la Bayumiya había entrado tal vez otro hombre, o dos, o más… ¿Por qué tenía que ser sólo él el culpable? A fin de cuentas, nunca le prometió nada, nunca hubo más lazos entre ellos que los que habían fijado sus esporádicos encuentros. Por fin, se tranquilizó. «Lo que Dios quiere pasa; lo que Él no quiere no pasa», pensó.
Córdoba, año 966
—¡Recemundo ha regresado! —exclamó el arcediano al irrumpir en el despacho del obispo.
—¿Cómo? —le preguntó Asbag—. ¿Recemundo…? ¿El gran Recemundo?
—Sí, mumpti Asbag. Uno de sus criados se adelantó para traer la noticia. Recemundo viene por la sierra acompañado de un gran séquito; en media jornada estará aquí.
—¡Oh, es maravilloso! ¡El gran Recemundo…! Preparemos todo para recibirle como se merece.
A Asbag le entusiasmó la noticia. Quince años habían pasado desde que el obispo de Elvira fue enviado por al-Nasir a la corte del emperador de Bizancio, cuando él era apenas un maestro en el taller de copia del anterior obispo. Desde entonces habían cambiado mucho las cosas: Abderrahmen había muerto, le había sucedido Alhaquen, y Asbag se había convertido en el nuevo prelado de Córdoba. La situación de la comunidad cristiana había variado considerablemente. Ahora corrían tiempos de calma para los mozárabes, tiempos como no se habían vivido nunca antes en Alándalus: el obispo entraba y salía de Zahra como un dignatario más de la corte; asesoraba al mismo soberano, mediaba en los asuntos con los cristianos de los reinos vecinos y, cosa inaudita, aconsejaba a la favorita real como si de una feligresa suya se tratara. Asbag pensó que el insigne Recemundo estaría contento, pues él había sido un adelantado en las cuestiones diplomáticas al ponerse al frente de una cancillería cordobesa aun siendo cristiano. Algo insólito en los tiempos de al-Nasir, en los que los mozárabes se veían relegados como ciudadanos de segunda. Entonces Recemundo había sido criticado, no sólo por los fanáticos musulmanes, sino también por algunos cristianos que interpretaban su posición de embajador del califa como una claudicación. Pero Asbag había admirado siempre la audacia y la sagacidad del clérigo cosmopolita, sabio y novedoso que se había puesto al día en las avanzadas corrientes que llegaban del mundo entero; incluso le había tenido siempre por modelo. No había olvidado que fue el propio Recemundo quien le puso al frente del taller de copia, lo cual fue definitivo y providencial para alcanzar la sede de Córdoba y seguir desde ahí acercándose al nuevo soberano.
Asbag lo dispuso todo para recibir con dignidad al célebre mozárabe cordobés. Él personalmente se puso en cabeza del comité de recepción y partió hacia la puerta de Amir, que abría la ciudad a la carretera septentrional, por donde habían anunciado la llegada. Era una luminosa tarde de marzo, con cantos de alondras y coloridas flores recién despertadas a la temprana primavera.
Antes del atardecer aparecieron a lo lejos las empenachadas lanzas y los dorados estandartes.
—¡Oh, ya están ahí! ¡Qué emoción! —exclamó el arcediano.
Era un amplio séquito: oficiales y soldados de escolta, porteadores con fuertes mulos, camelleros que tiraban de corpulentos dromedarios asiáticos provistos de doble giba y cargados de enormes y cimbreantes bultos; palafreneros, carromatos, literas, asnos y un sinfín de acompañantes extraños venidos de la otra parte del mundo.
Cuando la caravana se hubo detenido para exhibir las cartas credenciales, Asbag se aproximó hacia la litera que parecía albergar al principal expedicionario.
—¡Mumpti Ben Zayd! —gritó—
Episcopus Iliberrensis!
Una huesuda y envejecida mano que lucía un dorado anillo retiró los cortinajes desde dentro. Por la abertura asomó un aguzado y delgado rostro de anciano que miró a un lado y otro.
—¡Aquí, padre! —le llamó Asbag—. Soy el obispo de Córdoba.
El enjuto anciano descendió entonces, ayudado por sus criados. Asbag le reconoció, aunque estaba encorvado y envejecido; tenía el mismo porte distinguido y la misma barba, plateada ya, recortada y en punta; pero eran sus ojos, sabios, serenos y a la vez intrépidos, los que retrataban a Rabí ben Zayd, al gran Recemundo.
Apoyándose en un bastón, el recién llegado avanzó hacia Asbag tratando de reconocerle.
—¡Oh, Asbag! —exclamó al fin—. Ha pasado tanto tiempo… Pero te recuerdo muy bien. ¿Te nombraron obispo? ¡Cuánto me alegro!
Al momento llegaron algunos dignatarios de la cancillería real y recibieron de igual manera a la comitiva. Aquella embajada era sumamente importante. Con Recemundo venían legados de Siria y Constantinopla, insignes hombres de letras, varios preciosos regalos, manuscritos, y lo que más le interesaba a Alhaquen, un nutrido grupo de maestros expertos en el mosaico policromo, bello adorno de las iglesias bizantinas, que venían destinados a decorar la mezquita mayor cordobesa.
Después de los recibimientos, ambos prelados se encaminaron hacia el barrio cristiano, mientras se conducía al resto de la comitiva a las residencias preparadas para alojarla, a la espera de que se anunciara la recepción en Medina al-Zahra. Una vez en casa del obispo, se sirvió una frugal cena y Asbag pudo conversar con Recemundo, circunstancia que aprovechó para ponerle al día de la situación del califato.
—Entonces, ¿por qué has vuelto? —le preguntó Asbag.
—Estaba cansado…, ya soy viejo. Tenía que enviar a los maestros mosaiquistas y aproveché la ocasión.
—¿No piensas volver, pues?
—¡Oh, no! Este último viaje casi me mata. Hace más de tres meses que desembarcamos en el puerto de Pechina y el trayecto terrestre se me ha hecho interminable. Hay un tiempo para cada cosa…, y para mí el de viajar se ha terminado.
—¿Qué harás de ahora en adelante?
—Descansar y aguardar el final. La vida ha sido intensa para mí.
—¿Permanecerás en Córdoba?
—No. Iré a Elvira, a mi sede, es lo menos que puedo hacer. He tenido abandonado a mi rebaño y quiero dedicarme al obispado con la intensidad que mi edad me permita.
—¿Y si Alhaquen te encomienda una nueva misión?
—Esta vez tendrá que aceptar mi renuncia. Conocí al nuevo califa cuando era solamente un instruido príncipe dedicado a sus libros. Es un hombre tolerante y sabio; sabrá comprenderme. Y ahora dime: ¿cómo han ido las cosas desde que subió al trono?
—¡Ah, mucho mejor que con su padre! Gran parte de nuestros anteriores problemas han desaparecido. El califa Alhaquen ama la paz y no escatima esfuerzos para conseguirla. Es una persona de bien.
—Cierto, cierto, pero no olvidemos que no basta con que el califa sea así —repuso Recemundo—; hay otras fuerzas en pugna que pueden hacer peligrar los buenos deseos.
—Sí, desgraciadamente. Hace dos años, por ejemplo, hubo guerra con los reinos del norte, a pesar del denodado esfuerzo por conseguir un acuerdo satisfactorio para todos. Yo mismo tuve que ir a parlamentar con los reyes y los obispos cristianos. Fue una misión difícil… es muy compleja la situación de esos reinos…
—A los reyes cristianos les interesa la guerra. Es algo que he podido comprobar a lo largo de mis viajes. En el fondo, la causa común de la cristiandad es volver al antiguo poder del imperio de Roma, lo cual solamente es posible levantándose en armas contra el moro.
—¿Es ésa la posición de los reinos de Europa? —le preguntó Asbag con interés.
—Sí; sin duda. Créeme, se acercan tiempos difíciles… muy difíciles… Esta tensión no puede durar mucho más. Ya sea en el norte o en el sur, se levantará alguna fuerza que hará estallar una guerra cruel y sin tregua. ¡Dios quiera que me equivoque!
—Bueno, confiemos en que la paz de ahora dure.
Con estos tristes presagios, ambos prelados se despidieron aquella noche, pues Recemundo estaba fatigado y debía reponerse para la recepción del día siguiente con el califa.
Por la mañana, un emisario comunicó que los obispos eran bienvenidos, e inmediatamente se prepararon y pusieron rumbo a Medina al-Zahra.
Alhaquen los recibió en el gran pabellón llamado al-Zahir; pues iban acompañados de los embajadores del basileus, así como de un gran número de sabios, arquitectos, poetas y maestros mosaiquistas. En la puerta aguardaban los dos grandes fatas al-Nizami y Chawdar con un boyante cortejo de bienvenida. Toda la corte del califa fue invitada a la recepción y se encontraba concentrada en el pórtico de al-Machlis. El suelo aparecía cubierto de tapices; las paredes, de colgaduras de seda; las puertas y las ventanas, con cortinas de brocado. El califa apareció como siempre, al levantarse el gran velo, sentado en su trono junto a sus dos pequeños hijos y rodeado de sus parientes y de todos sus altos dignatarios.
Recemundo avanzó por el centro del salón, con pasos vacilantes, apoyándose en su bastón, pero erguido, con la frente alta y la mirada llena de dignidad, seguido del amplio cortejo que formaba la embajada. Asbag admiró una vez más aquel porte distinguido y aquella singular manera de ejercer la diplomacia. Ese era el gran Recemundo, sin artificios, sin ampulosos e histriónicos ropajes, sin joyas ni innecesarios abalorios; con el solo adorno de la seguridad de conocer el mundo, con sus señores temporales, grandes o pequeños, depuestos por el simple paso de los años, según había comprobado en la amplitud de sus viajes.
Al llegar frente al estrado se inclinó sólo lo necesario, sonrió y desenrolló la carta que enviaba el basileus de Bizancio, escrita en griego, sobre un pergamino teñido de azul, con letras de oro. Dentro del rollo que formaba se hallaba una cédula, también coloreada y cubierta de escritura griega, en que se especificaban y contaban los regalos enviados al califa. El mensaje llevaba colgado un sello de oro, de un peso equivalente al de cuatro meticales, en una de cuyas caras aparecía la imagen de Cristo y en la otra la del rey y su hijo.
Con voz solemne, traduciendo simultáneamente, Recemundo comenzó la lectura de la misiva imperial: «Nicéforo II Focas, creyente en Cristo, rey augusto, rey de los romanos, al posesor de los méritos magníficos, al ilustre, al noble por ascendencia, Alhaquen al-Mustansir Billah, el que busca la ayuda victoriosa de Alá, el califa, el que gobierna a los árabes en Alándalus (¡Alá prolongue su duración!). Gracia y bien, larga vida a él y a sus hijos, nietos y descendencia. Que la gloria del Misericordioso le cubra con su sombra…»
Y así prosiguió durante un buen rato, leyendo el largo encabezamiento lleno de fórmulas rituales, hasta llegar a la parte en la que se exponían los sinceros deseos de paz y alianza entre ambos reinos, que dibujaron un amplio gesto de complacencia en el rostro del califa. Luego llegó el momento de enumerar los regalos: pájaros exóticos, pieles, esclavos, una gran taza de mármol esculpido y dorado para la residencia califal y una fuente de ónice verde con bajorrelieves que representaban figuras humanas. Además, el basileus, conocedor de las aficiones de Alhaquen, había enviado numerosos libros, entre ellos dos preciosos manuscritos: una copia en griego del
Tratado de Botánica
de Dioscórides y un ejemplar de la obra de Juliano Orosio, historiador hispanolatino del siglo V. Y como en esta época nadie sabía el griego en la península ibérica, el emperador enviaba a un buen conocedor de esta lengua, con el encargo de formar en Córdoba un equipo de traductores. Ello llenó de satisfacción al califa, pues todo lo que significara traer conocimientos y sabiduría a Córdoba le entusiasmaba más que cualquier otro bien de tipo material.
Como era de esperar, terminada aquella impresionante recepción en presencia de toda la corte, Alhaquen quiso recibir después en privado a Recemundo, así como a algunos de los maestros y sabios que venían con él.
El encuentro tuvo lugar en los interiores pabellones privados del palacio de verano, en un saloncito de mármol rosado que dejaba ver por entre sus arcos las siluetas de los susurrantes árboles agitados por el aire de marzo. Era ya casi de noche cuando llegaron todos los invitados. Encendieron las lámparas y corrieron los cortinajes, pues la brisa soplaba ya fresca. No era una fiesta propiamente dicha, pero había confituras, jaropes, frutos secos y un trío de músicos, expertos en crear el ambiente necesario sin llamar demasiado la atención. Recemundo y Asbag se acomodaron en sus sitios, en un reducido círculo de divanes que fueron ocupados por seis invitados, dejando uno libre para el califa. Cuando Asbag comprobó que los dos eunucos reales no estarían presentes, se sintió sumamente aliviado.